Diecisiete minutos duró la sesión del Consejo del Partido Justicialista, apenas “una reunión de consorcio”, según uno de los protagonistas. Claro: lo importante ya se había resuelto algunas horas antes, esa misma mañana, cuando Alberto Fernández hizo pública la decisión de no presentarse a buscar la reelección, tal como había anticipado El Destape. Sólo quedaba cumplir con formalidades y sacarse la foto de rigor.
El presidente, que hasta último momento abrigó la esperanza de postergar un poco más ese paso hizo trabajar a su equipo hasta la madrugada para apurar el anuncio. Tenía que evitar que el encuentro del viernes por la tarde se convirtiera en una trampa. En los días previos había recibido el mensaje: si no se bajaba antes, llegaría un ultimátum y no en buenos términos. El descontento, que se acrecentó después del affaire Aracre, podía palparse.
Un dirigente que no es precisamente antialbertista lo expresaba con crudeza promediando la semana: “Hasta que no diga lo que tiene que decir no se va a poder ir de Matheu”. Atentos a eso, en el equipo presidencial evaluaron que presida la reunión a través de una videoconferencia. Alguien tuvo el sentido común de advertir que esa solución hubiera sido equivalente a tratar una enfermedad avanzada con aspirinetas. Primó la razón.
El miedo que demoraba la renuncia era el de una aceleración de la pérdida de poder. Las primeras consecuencias dan cuenta de que, al menos en relación a la interna peronista, ese temor estaba fundado. Fernández planteaba (y había llegado a imponer hasta cierto punto) la necesidad de unas PASO en la que habría un candidato que represente y reivindique su gestión. Veinticuatro horas más tarde, esas dos premisas fueron puestas en duda.
La primera, porque anoche a la salida de la cumbre, el gobernador Axel Kicillof se encargó de dejar abierta la posibilidad de encontrar una fórmula única que sintetice a toda la coalición. Esa idea tiene entre sus sponsors a tres precandidatos presidenciales, nada menos: Daniel Scioli, Agustín Rossi y Sergio Massa. Los tres se perciben, por supuesto, como eventuales recipientes de ese acuerdo de unidad. El propio Kicillof también podría.
El principal atractivo de buscar esa salida es que se minimizan las chances de una interna que se salga de cauce y termine dañando las aspiraciones del peronismo. El recuerdo de lo que pasó en la provincia de Buenos Aires en 2015 todavía está fresco. La desventaja más grande es que, ante una oposición que propondrá unas PASO competitivas y taquilleras, un peronismo único puede quedar deslucido en la campaña.
Por eso el Plan A, por ahora, sigue siendo una primaria, pero difícilmente alguno de los contendientes acepte asumirse como representante del presidente en salida. Tanto Scioli como Rossi, en quienes se pensó para ese rol, han dado muestras de independencia y necesitan mantener una distancia prudente para ganar competitividad. Además, fiel a su estilo, Fernández alimentó ambas candidaturas pero no cumplió con ninguno.
Sí es probable que, desde un lugar más apartado, uno de los candidatos en una primaria del Frente de Todos se dedique a rescatar los elementos positivos de los últimos cuatro años de gestión, mientras su rival despliega un discurso de tono crítico para apelar, entre los dos, a un electorado lo más amplio posible. La hipótesis de una PASO acordada, sin golpes abajo de la cintura, con fórmulas integradas, hoy es mayoritaria. Mañana quién sabe.
En ese marco crecen las voces que reclaman que, al diagramar esa oferta electoral, se incluya en todas sus opciones a figuras que no hayan salido de la política bonaerense o metropolitana. Advierten sobre el crecimiento de Javier Milei en varios distritos donde recoge, principalmente, votos desencantados con un peronismo que hace rato corrió su centro de gravedad al conurbano, y sobre la necesidad de revertir ese fenómeno.
Entre un acuerdo de unidad y las primarias tal como están planteadas hasta ahora existen opciones intermedias que forman parte del repertorio que se está evaluando. Una es que se defina en las urnas la boleta presidencial pero se acuerden listas en todos los distritos, tanto para elegir senadores y diputados como para gobernador, en los distritos donde se elige el mismo día. Es más fácil ordenar una disputa entre dos que si hay cien de cada bando.
Otra alternativa, más cerca a la de unidad, es que se designe un candidato con amplio consenso pero que deba someterse a una primaria contra un rival minoritario que ayude a contener en los márgenes de la coalición. Sería algo parecido a lo que hizo, con éxito, Mauricio Macri en el 2015, que después de superar holgadamente unas PASO contra Ernesto Sanz y Lilia Carrió, pudo proyectarse para ganar en ballotage.
Si bien la capacidad del presidente a la hora de tomar estas decisiones se vio fuertemente disminuida después de su renuncia a la reelección, sería un grave error del peronismo apartarlo sin miramientos y seguir adelante sin él. Principalmente, porque no hace falta mucho para que esa licuación de poder se contagie a la gestión, añadiendo otra capa de inestabilidad este Samba con 47 millones de asientos en el que vivimos.
El Frente de Todos todavía cuenta, a pesar de todo, con un capital político que no tiene par en el resto del arco político argentino. Si logra acomodar la interna, si el gobierno toma tres o cuatro medidas que traigan un alivio notorio a la población y si la economía no se termina de desmadrar, contará con su piso histórico, por encima del treinta por ciento de los votos, que te garantiza, en un escenario de tercios, nada menos que el acceso al ballotage.
Eso es algo de lo que no pueden jactarse otros. Javier Milei recién va a enterarse la noche del 13 de agosto si es un contendiente serio o si su campaña fue solamente humo caro. Juntos por el Cambio corre el riesgo de ser reemplazado como vehículo electoral del antiperonismo y perderlo todo. El FdT, con poco, puede asegurarse un lugar en la segunda vuelta. Ganarla va a ser como conquistar el Everest. Difícil y peligroso pero no imposible.
Alguien en tuiter escribió esta semana: “No éramos trotskistas los veinteañeros que los 90 apoyábamos a Zamora. Estábamos desencantados de todo, la política tradicional nos era esquiva, nos gustaba que puteara, que fuera ‘anticasta’, que dijera algo distinto. No son liberales todos los pibes que hoy apoyan a Milei”. Zamora, el político que mejor supo leer el “que se vayan todos”, llegó a encabezar las encuestas nacionales en 2002.
Con Alberto fuera de la cancha y Massa demasiado ocupado con la economía, todos los ojos se posan, ahora, en lo que haga Cristina Fernández de Kirchner. Es probable que no haya que esperar mucho para escuchar sus definiciones. Este jueves, 27 de abril, a veinte años de las elecciones que impulsaron a Néstor Kirchner a la presidencia, habrá un acto en el Teatro Argentino de La Plata. Se espera que la vice sea la oradora de cierre.
Entre diciembre de 2001, cuando el país se desintegraba en una ola de violencia y miseria, y abril del 2003, cuando Néstor Kirchner, el hombre que refundó el Estado argentino, llegó al poder, pasaron solamente dieciséis meses. En menos de un año y medio la historia dio un vuelco. Quedan siete meses hasta el ballotage, prácticamente la mitad de ese tiempo. Los dirigentes que no crean que el rumbo pueda torcerse, como dijo CFK, vayan a buscar otro laburo.