Más allá de la salud de las coaliciones y de la identidad de los candidatos que lleguen, dejando de lado, incluso, los planes económicos, que en este país suelen tener corta vida e incubar dentro suyo el germen de su propia destrucción, como todo, las elecciones presidenciales de 2023 servirán para saldar tres decisiones cruciales que serán determinantes para el rumbo que tome la Argentina durante las próximas décadas y muy difíciles de revertir por los gobiernos subsiguientes.
Son asuntos centrales para el futuro que deberían ocupar un espacio central en la agenda. Dos de ellas han sido parte del debate público, aunque a veces con menos intensidad de lo que la importancia de estos temas requiere. Se trata, por un lado, de la cuestión institucional: la erosión del consenso democrático en un contexto global complejo, los límites a la violencia política y al uso de espías y jueces para influir la cosa pública, incluso, en estos días, el debate renovado sobre el uso de las FFAA en seguridad interior.
Por otra parte, el próximo gobierno deberá decidir cuál va a ser el modelo de explotación de los recursos estratégicos con los que cuenta el país y su inserción en un sendero de desarrollo económico con inclusión social, tarea que comenzó esta gestión pero todavía está muy lejos de completarse. Estará en juego la defensa de los intereses nacionales y la disposición de un Estado robusto para fiscalizar esas actividades, contra un esquema extractivista y primarizador que enajene la riqueza de los argentinos.
Hasta ahí, territorio explorado. Las novedades del mundo obligan a pensar en un tercer dilema, que comparte con los otros dos las mismas características: se plantean opciones antagónicas e impostergables, que serán representadas en las urnas por uno o más candidatos y espacios políticos cada una de ellas. Son decisiones, por lo tanto, que están en manos de la sociedad, que podrá influir en el rumbo en función de cómo vote. Por eso resulta doblemente importante que estos debates tomen protagonismo en la campaña.
Se trata de qué posición va a sostener la Argentina en el nuevo reordenamiento mundial que se aceleró a partir de la invasión de Rusia a Ucrania. A esta altura del año, todos los análisis coinciden en que el conflicto armado no solamente está lejos de llegar a su fin sino que está ingresando en una nueva fase, en la que cada vez va a resultar más difícil evitar una escalada que arrastre a la guerra a más actores, empezando por los Estados Unidos y la OTAN. La retórica y los movimientos en el tablero de operaciones dan cuenta de esto.
La guerra quedó planteada en términos que hacen muy difícil desescalar. Ni en Washington ni en Kiev se piensa, hoy, en términos de paz negociada, sino que plantea, en privado y públicamente, la derrota total de Rusia, es decir de Vladimir Putin, como objetivo estratégico. En el sentido contrario, un resultado adverso probablemente signifique un golpe definitivo para la influencia de Estados Unidos en Europa, acaso el principio del final de una era de hegemonía. Las dos partes perciben riesgo existencial. Luz roja.
Y el conflicto no queda contenido en las planicies eslavas. El principal temor de los mandamases que dictan la política exterior en Washington sigue siendo China, como quedó claro en la actualización de la Estrategia de Seguridad Nacional que publicó el gobierno norteamericano esta semana, donde se hacen explícitas estas inquietudes. Según el texto introductorio, firmado por el presidente Joe Biden, esta es una “década decisiva” para la continuidad de la preeminencia global de los Estados Unidos.
“China es la única competencia que tiene tanto la voluntad de reformar el orden internacional y, cada vez más, el poder económico, diplomático, militar y tecnológico para hacerlo”, sostiene el documento. El punto clave de esa frase es uno que podría ser pasado por alto fácilmente: el “cada vez más”. Esa aclaración da cuenta de que el gobierno de Estados Unidos evalúa que la confrontación es difícil de evitar y que, cuanto más tiempo corra, en peor posición relativa va a encontrarlos. Las conclusiones se sacan solas.
Esta semana Biden decidió una medida que puede marcar un punto de inflexión en la relación entre las dos potencias. A través de una orden ejecutiva prohibió la intervención de empresas norteamericanas, patentes norteamericanas, tecnología norteamericana o la utilización de partes fabricadas con tecnología de ese origen en cualquier parte del mundo en la industria china de microchips. Incluso los ciudadanos norteamericanos que trabajan para empresas chinas deben renunciar a su trabajo o pueden perder la ciudadanía.
El bloqueo tiene como intención obstaculizar el desarrollo tecnológico y militar de Beijing para mantener las ventajas que todavía tienen los Estados Unidos en la carrra armamentística. Existe consenso entre los expertos que también va a significar la consolidación de una tendencia que viene desde hace algunos años en sentido contrario a la globalización de las décadas anteriores: la conformación de dos esferas económicas, sociales y tecnológicas cada vez menos intercomunicadas entre sí.
Este fin de semana comienza el Congreso del Partido Comunista Chino que confirmará un inédito tercer mandato para Xi Jinping, el primero desde Mao que rompe la barrera de dos períodos de cinco años de gobierno. La primera década de Xi fue la de la reconstrucción del nacionalismo y el posicionamiento de China como contendiente global; la segunda será la de consolidación de ese lugar preponderante. No forzará un conflicto porque sabe que el tiempo corre a su favor pero tampoco tiene margen para evitarlo si llega de frente.
Ante esa perspectiva de colisión, que puede precipitarse en cuestión de semanas o estirarse en cámara lenta durante varios años más, aparece una serie de países que no pueden o no quieren ser parte de uno de los dos bandos. La India, por ejemplo, una democracia que en pocos meses se convertirá en el país más poblado del planeta. Sudáfrica, por mencionar un estado miembro de la Commonwealth. Esos dos países, por caso, se abstuvieron en Naciones Unidas de condenar a Rusia por la invasión.
Las monarquías del Golfo Pérsico, aliadas estratégicas de los Estados Unidos durante el último medio siglo, esta semana le hicieron un desplante a Biden y un guiño a Moscú con la decisión de recortar la producción de crudo, impulsando hacia arriba el precio internacional del barril, con el doble efecto de beneficiar a las arcas rusas y de impactar en el votante norteamericano a pocas semanas de la crucial elección de medio término. Arabia Saudita ha mostrado recientemente interés en sumarse al BRICS.
Incluso Europa, hoy alineada estrictamente con Washington, está sometida a tensiones que hacen crecer los cuestionamientos a esa sociedad. Las consecuencias de la guerra con Rusia ya impactan. El crecimiento generalizado de la ultraderecha, que ya está alcanzando espacios de poder, como en Italia, la inestabilidad de los gobiernos de partidos tradicionales, como en Inglaterra, y la perspectiva del peor invierno en muchas décadas ya está haciendo mella en el ánimo beligerante de la política, los medios y la sociedad.
Esta semana, el comisionado de la Unión Europea para las Relaciones Exteriores, Josep Borrell, dio un discurso ante los embajadores del bloque en el que resumió brutalmente la situación: “Los europeos sufrimos las consecuencias de un proceso que viene desde hace años en el que compartimentamos nuestras fuentes de seguridad de nuestras fuentes de prosperidad. Nuestra prosperidad se basaba en China y Rusia, mercado y energía. Nuestra seguridad la delegamos en Estados Unidos. Ese es un mundo que ya no existe”.
Ese discurso de mayor autonomía europea tiene enormes implicancias y encontró eco nada menos que en el presidente francés Emmanuel Macron, que, después de ganar la reelección y tras la salida de Angela Merkel del gobierno alemán, se siente llamado a conducir los destinos continentales. Su plan es convertir una comunidad económica en un bloque de poder geopolítico con su propio juego diplomático y militar, incluso, eventualmente, por fuera de la OTAN.
Hoy, cuando el conflicto con Rusia todavía funciona como aglutinante, parece una locura pensar en un escenario así. Sin embargo, si sigue aumentando la influencia de partidos de ultraderecha anti OTAN, especialmente, si logran formar parte de alianzas de gobierno, o incluso encabezar esas coaliciones, el deterioro de esa alianza puede precipitarse. Lo mismo podría suceder en caso de que Donald Trump, o un candidato con un perfil similar en política exterior, consigue llegar a la Casa Blanca en 2024.
Brasil, principal socio, evita encolumnarse en ninguno de los dos polos en disputa, política de Estado que pasará de Jair Bolsonaro a Lula si el balotaje confirma el triunfo del candidato del PT. El regreso al palacio de Planalto de uno de los fundadores del BRICS, histórico militante de la integración regional y hemisférica sur/sur puede ser un impulso extraordinario para consolidar un eje de países al margen del conflicto: en lugar del no-alineamiento, una categoría ideológica, un multialineamiento pragmático e instrumental.
La Argentina puede ser una pieza importante de ese movimiento o acoplarse a uno de los bandos en función de intereses distintos a los de los habitantes de este país, exponiendo a todos a represalias imposibles de predecir en una guerra global. Es importante que todos los candidatos de todos los espacios políticos sean explícitos y no ahorren explicaciones respecto a qué posición van a tomar, porque es una de las decisiones más importantes que tendrá que hacer el pueblo en las urnas. ¿Dónde queremos estar? Es hora de empezar a discutirlo.