Ciertas disyuntivas en política pueden ser engañosas si no se toma debida cuenta del contexto, del sentido y del modo en que materializan, ni se repara en cómo se originan y en qué dirección se proyectan.
Según se lo mire y desde dónde se lo vea
La retórica posee la condición de dotar a la comunicación de elementos de convicción, seducción y certezas, que no necesariamente se corresponden con el fenómeno al que refiere.
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Es un medio instrumental que, como tal, no responde en sí mismo a una determinada escala axiológica, aunque en su desarrollo puede instalar valores o denostar conductas, alentando en uno u otro sentido posturas dogmáticas que dificultan su análisis crítico.
Desde esa perspectiva, entonces, habrá que prestar atención también a las coordenadas de tiempo y lugar para validar, revalidar o desestimar sus postulados. En tanto las categorías que proponga difícilmente tengan proyección universal y, menos todavía, una cuota sustantiva de atemporalidad.
En política, la retórica exhibe claramente esas caracterizaciones, acentuadas por los intereses que lógicamente expresa y la vocación expansiva que la anima.
Apelativos como “totalitario” o “republicano” aplicados a sistemas de gobierno, organizaciones estatales, ideologías o prácticas sociales predominantes parecieran ofrecer claras distinciones, datos identitarios y presupuestos definitorios que nos relevan de un mayor examen para proceder al consiguiente encasillamiento, a la vez que nos orientan acerca del ordenamiento comunitario que establecen.
Sin embargo, una más detenida mirada nos alerta sobre aristas aptas para confundir, reiteradas falacias que son favorecidas por enunciados de discutible vigencia, relativismos que se disimulan bajo la proposición de absolutos no comprobables.
Aspectos que se potencian según sea la posición que se adopte para escudriñarlos, cual sea la usina de donde provienen o la perspectiva elegida –nunca exenta de preconceptos y fines que la alimentan- para abordarlos.
El tiempo histórico, la historicidad determinante de las singularidades culturales, el sitio del mundo y su rol en las relaciones de dominación, son otros tantos datos que es preciso considerar cuando se quiere comprender la efectiva validez de categorizaciones como las aludidas.
Un relativismo opacado y silenciado
En el transcurso del siglo XX en Occidente, en particular con motivo de la segunda conflagración mundial, los acuerdos de reparto del mundo entre los vencedores y la “guerra fría”, se asoció al comunismo y a diferentes manifestaciones nacionalistas con los totalitarismos, concebidos como dictaduras y con una sujeción total de la población al Estado.
Como contraposición, lo republicano implicaba la existencia de regímenes democráticos en los que la división de Poderes u Órganos de gobierno estaba asegurada, con garantías ciertas a las libertades individuales en favor de los derechos ciudadanos, principalmente, frente a la acción del Estado y, a cuyo respecto, la independencia de la Justicia ostentaba un papel preponderante.
Ese esquema básico, y por demás sintético en razón de los límites de esta nota, ha respondido fundamentalmente a un pensamiento eurocéntrico en sintonía con los dictados de EEUU constituida en primera Potencia mundial.
Cualquiera fuere el nivel de aceptación de esas teóricas premisas, difícil será no admitir la relatividad de su concreción en la realidad como paradigmas válidos de diferenciación y la escasa utilidad que ha demostrado en el Tercer Mundo, justamente, por incidencia del colonialismo y neocolonialismo promovido por los países mentores de aquel ideario.
La otredad juega un papel trascendente en lo social, en tanto identificación de la composición de los unos y los otros que se erigen como conjuntos no necesariamente homogéneos -por tener cabida lo diverso- pero sí demarcatorios de intereses que les son comunes a la par que dan lugar a antagonismos con serios problemas de compatibilización.
Las elites sustentadas en los poderes fácticos con frecuencia institucionalizados por su acceso al gobierno del Estado, no necesariamente por vías democráticas, se nutren de retóricas republicanistas que les permiten concitar la adhesión de sectores de la población que también son víctimas de sus políticas de acumulación.
Las mayorías populares conforman esos “otros” que son presa de las ambiciones de aquellas minorías, para las cuales toda manifestación política que se ocupe de la defensa y ampliación de los derechos del Pueblo recibe el mote –despectivo- de populismo, al igual que los gobiernos que respondan a postulaciones semejantes. Si, además, la soberanía nacional y la disposición de los mecanismos de la Economía que permitan alcanzar esas metas forman parte de sus Programas gubernamentales, conlleva indefectiblemente a la calificación de Estados totalitarios.
La hipocresía prevalece
A poco que se revisen los efectos devastadores del Neoliberalismo, repotenciado por el constante incremento de la financiarización de las economías y el yugo que significa para un desarrollo con cuotas siquiera razonables de equidad social y autonomía política; con seguridad, habrá de concluirse en la depreciación de una semántica que se valga de las categorías que aquí se analizan.
En nuestro país se han verificado, como en otras partes del mundo y especialmente de la región, tendencias que van conformando una suerte de “republicanismo totaliltario” que se basa en la articulación que las elites han logrado de la concentración económica que detentan con el accionar de sus terminales subalternas que revistan en los medios de comunicación y en el aparato judicial.
Ello les permite decir y desdecirse, hacer y deshacer, rasgarse las vestiduras con proclamas anticorrupción y a la vez desgarrar las instituciones con corruptelas permanentes, demandar por libertades a la par que sistematizan dispositivos que son la negación misma de toda idea libertaria, quejarse por la intervención del Estado en sus negocios y a la vez reclamarle que les provea de todo cuanto entienden necesario para asegurar sus ganancias con el menor riesgo.
En nuestro país la principal fuerza opositora, responsable del peor gobierno desde la recuperación democrática en 1983 no por negligencia sino por vocación depredadora, pretende dar directrices para la conducción del Estado.
El gran empresariado cómplice de aquél gobierno, beneficiario de sus prebendas y fugador serial de capitales, defensor hasta el 2015 de esa misma alternativa electoral, reclama al actual Gobierno acciones que protejan sus privilegios y que consensuen las políticas a implementar en un diálogo abierto que no practican, ni han aceptado francamente fomentar con su contraparte sindical.
Sólo el hermetismo mediático torna factible que esa oposición haga abstracción de los datos duros que ofrece la pandemia; levante hipócritamente consignas en favor de la educación, la salud pública o el empleo –precisamente los ámbitos en que mayor daño han causado, como emblemáticamente resulta de la supresión de los respectivos Ministerios durante su gestión-; y ostente sin rubor una predica altisonante sobre la independencia de la Justicia, condene la corrupción que ellos mismos han fomentado y promuevan castigos ejemplares para los otros sabiéndose blindados para salir indemnes tanto en sus roles de ex funcionarios como de actores privados receptores de favores de esa índole.
Sólo, también, contando con un Poder Judicial paralizado por sus antiguas deficiencias orgánicas que exige a gritos una reconfiguración profunda, con magistrados de probada fidelidad a los poderosos a cuyos mandatos siempre están dispuestos a responder disciplinadamente, con una Corte Suprema que suma día a día un -bien ganado- mayor descrédito y que no funciona como Tribunal sino como una yuxtaposición de personeros de intereses superiores, que no son precisamente los de la Nación y del Pueblo.
El camino al Infierno…
Es poco posible que, terminado el Carnaval, estos exponentes de lo peor de nuestras clases dirigentes se quiten la careta y se muestren tal cual son; por el contrario, en un año con elecciones de medio término, es de prever que incrementen sus operaciones desestabilizadoras, promuevan divisiones al interior de la Coalición gobernante y persigan minar el apoyo popular o cuanto menos evitar que aumente su representación parlamentaria.
Tampoco cabe esperar de las elites actos de filantropía, ni hablar de inclinarse por propender hacia la justicia social, o de que al menos muestren disposición a restringir en alguna medida sus rentas como no sea obteniendo garantías del Estado que neutralicen cualquier planificación futura dirigida a una creciente redistribución más justa de la riqueza.
En tren de especulaciones, es tanto más improbable que desde adentro del Poder Judicial y del Ministerio Público aparezcan las iniciativas, se desarrollen los proyectos y se concreten las reformas de la Justicia que la dote de valores democráticos, estreche sustancialmente los márgenes para decisiones arbitrarias y depure la podredumbre que han sabido acumular comprometiendo al conjunto de la magistratura ante los ojos de la ciudadanía y constituyéndola en una de las instituciones públicas más desacreditadas.
El deseo de persuadir, la inclinación por los consensos, los afanes conciliatorios y otras prácticas semejantes suelen cosechar elogios discursivos, pero ello no asegura conductas consecuentes de los eventuales interlocutores. Es el ejercicio crudo del poder el que limita o expande las posibilidades de un diálogo fructífero, que cuando se ejerce desde el Estado cuenta con el respaldo de la institucionalidad democrática y la validación emergente de la voluntad popular.
La distinción entre adversarios y enemigos sigue siendo válida, al igual que lo que pueda provenir de unos y otros. Una democracia popular irremediablemente, según se lleva dicho, estará expuesta a ser tildada de totaliltarismo, sin que haya nada que lo evite que no sean las concesiones que menoscaben sus valores democráticos y su raigambre popular.
Lo excepcional de la etapa que vivimos impone correr el riesgo de descalificaciones retóricas amplificadas por los teloneros mediáticos, no deponer la fuerza legítima del Estado en todo cuanto haga falta y ser férreamente consecuente con los compromisos asumidos para llegar al Gobierno.
En este siglo ya salimos una vez del Infierno de la mano de Néstor Kirchner, parecería imprudente tentar la suerte otra vez y en un contexto nacional, regional y mundial mucho más adverso que el de entonces.