El rechazo del nacionalismo (junto a la irreligiosidad y el antiperonismo) es una marca distintiva de un amplio sector de la cultura urbana. Debe ser por eso que la negación de la soberanía argentina en Malvinas ha sido y sigue siendo una oportunidad de lucirse sin demasiado esfuerzo para algunos políticos e intelectuales. Nada más gracioso y módicamente irreverente que decir que las Malvinas son británicas. Hasta el diario La Nación estaría dispuesto a una reforma constitucional, al solo efecto de derogar la cláusula transitoria que establece su condición argentina y la obligación de los gobiernos de reclamar nuestra soberanía sobre ese territorio.
En Argentina, la guerra de Malvinas resultó ser una marca imborrable para nuestra cultura política. Una combinación ideal: una dictadura terrorista lanzada en una aventura bélica por la recuperación de un territorio, que terminó con un alto costo de vidas mayoritariamente jóvenes habilitó un lazo de sentido imbatible. Un sentido común muy extendido entonces (y aún hoy) homologó el sentimiento de la soberanía territorial con la violencia y la barbarie. Violenta y bárbara, como efectivamente era la cúpula militar, había manipulado la credulidad popular para propiciar una maniobra que, según sus afiebrados cálculos, permitiría la prolongación de un régimen que, a esa altura, sufría la evidencia de su agotamiento. Una masiva marcha de trabajadores producida dos días antes del desembarco en Puerto Argentino había dado la señal precisa del derrumbe de la dictadura. Después de la derrota sobrevino una profunda decepción nacional que rápidamente devino en la urgente apertura de un proceso de transición a la democracia.
El término que se hizo central entonces para describir la política argentina fue “desmalvinización”, todo un hallazgo que permitía nombrar el agotamiento de un régimen cívico-militar, cuyo sentido principal no consistía en el combate a una insurgencia que estaba casi agotada en el momento del golpe de estado de 1976, sino en el desmantelamiento de la “Argentina peronista”. Es decir, la drástica reestructuración política, cultural y productiva del país en los términos que poco tiempo después se nombraría como “neoliberalismo”. La democracia electoral argentina estaría marcada a fuego por el sentimiento de repudio a una idea de nación que había culminado en forma vergonzosa y trágica.
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Cuando hoy se habla de neoliberalismo suele ubicarse su nacimiento como fenómeno mundial en los tiempos de los gobiernos de Thatcher en Gran Bretaña y de Reagan en Estados Unidos. Sin embargo, la época neoliberal había empezado a principios de la década de los setenta con la profunda crisis norteamericana que desembocaría en la decisión del gobierno de Nixon, de suprimir la convertibilidad del dólar en oro, en agosto de 1971. Nuestra región tuvo el lamentable privilegio de ser, a través de las dictaduras implantadas en nuestra región, a partir del golpe de Pinochet en Chile en 1973, un campo de experimentación privilegiado de las políticas de “libre mercado” que eran en la práctica la reversión de los procesos populistas que se habían abierto paso en la década del 40 del siglo XX. Las dictaduras surgidas en nuestros países no eran solamente procesos de represión violenta contra los trabajadores y el pueblo: eran audaces proyectos de reestructuración política y cultural. Y uno de sus sellos principales era la desnacionalización de su economía. Era lo que Martínez de Hoz llamaba en su discurso de asunción en 1976 “la liberación de las fuerzas productivas”.
La derrota argentina en Malvinas resultó ser un parteaguas histórico. Para Estados Unidos, la cuestión principal era la conciencia del riesgo de que un puñado de militares irresponsables hiciera estallar conflictos que llegaran a comprometer al imperio y a sus principales socios en la OTAN con el único objetivo de prolongar su estadía en el gobierno. Fue el comienzo de la recuperación de la democracia electoral en nuestra región. Nuestras democracias nacieron con el signo ideológico del neoliberalismo. Alfonsín impulsó algo así como el “canto del cisne” populista con Grinspun como ministro de economía; una experiencia que duró poco más de un año. La crisis hiperinflacionaria terminaría después por establecer las condiciones materiales e ideológicas para el shock neoliberal conducido por el peronismo con Menem a la cabeza.
El símbolo Malvinas fue (y sigue siendo) una fuerte herramienta ideológica para favorecer una visión neoliberal del mundo. Es decir, una visión “posnacional”: la bandera puede ser un adorno interesante en una competencia deportiva, pero conviene vaciarla de contenido histórico y de significado político presente. ¿Para qué sirve la soberanía territorial en un mundo “desterritorializado”? ¿Para qué cultivar algo como el amor a la patria, si la patria es un accidente del pasado y cada vez que se la evoca despierta monstruos violentos e irresponsables? Ahora bien, ese cosmopolitismo tan virtuoso y educado no es practicado por las potencias que suelen colocarse como referencia por sus cultores. Estados Unidos es una potencia ultranacionalista y guerrera. Gran Bretaña cultiva el armamentismo (en la OTAN, tanto como en el sur de nuestro país). Parece que la patria, el territorio y la soberanía son conceptos vacíos y políticamente peligrosos solamente para los países que sufren el fenómeno de la dependencia, pero no para las potencias capitalistas…
En la práctica el sistemático vaciamiento del concepto de patria y sus correlatos (de soberanía, de defensa nacional, de integridad territorial) es una marca política de los grupos más poderosos de nuestra sociedad. Una marca que no tiene nada de democrático y ni siquiera de “liberal”, sino que expresa la centralidad de lo que el Papa llama “el dios dinero”. Un dios que no quiere compartir el cielo con otros dioses. Que quiere que un país no sea otra cosa que el funcionamiento de sus mercados a favor de la riqueza escandalosa que no crea a su paso nada que no sea la desigualdad, la denigración de los seres humanos (y de todos los seres que habitan el planeta) y el peligro de destrucción planetaria sobre el que las cabezas más lúcidas de la época no dejan de llamar la atención.
La patria no es un símbolo ni una fecha del almanaque. Es un contrato de convivencia pacífica, democrática e igualitaria. La prescindencia de la patria no conduce a la hermandad sino a la indiferencia y al olvido del otro.