Que la economía necesita un plan de estabilización es algo que se debate al interior del gobierno al menos desde el pasado mes de marzo, cuando la novedad de la guerra en el este de Europa aceleró los tiempos y los precios. Ya a fines de 2021 se sabía que el nivel de reservas era incompatible con la evolución del Gasto y que, si se mantenía el ritmo de crecimiento del PIB, a mediados de este año los dólares se tornarían escasos, el aumento de los precios de las importaciones de combustibles fue el golpe final.
Debe enfatizarse en algo que generalmente prefiere no recordarse, la situación del endeudamiento externo se encuentra actualmente en “período de gracia”, es decir no se están haciendo pagos a los acreedores privados y el acuerdo con el FMI se traduce en un rollover de las obligaciones con el organismo. Durante los primeros dos años la actual administración trabajó en renegociar los vencimientos de deuda heredados con el doble objetivo de no entrar en default e iniciar el actual período de alivio. Se suponía entonces que el período de gracia no sería una etapa de restricción. No es lo que sucede.
Lo que si sucede es que existen leyes de hierro y, también, restricciones de hierro. Desde el pensamiento económico heterodoxo suele negarse que la restricción sea en moneda propia, sino que, en economías capitalistas periféricas, es decir en economías que no emiten la moneda en la que realizan sus pagos internacionales, la restricción es la externa, la disponibilidad de divisas. Un ortodoxo dirá que si se gasta mucho en pesos la abundancia de pesos generará inflación. Un heterodoxo dirá que el mecanismo es otro, que si se aumenta el Gasto aumentará el PIB y con él las importaciones más rápido que las exportaciones, lo que conducirá a una escasez de dólares y a presiones devaluatorias y, por lo tanto, a la mayor inflación.
La economía local no es especial ni requiere de teorías que no sean aquellas de las que surgen las leyes universales, sin embargo, la persistencia de regímenes de alta inflación provocó la particularidad de que la moneda propia haya perdido una de sus funciones esenciales, la de ser reserva de valor. Por eso se utilizan dos monedas, una para transacciones y otra para reserva de valor. El resultado de no contar con todas las funciones de la moneda propia es que la expansión del gasto interno se dolariza parcialmente sumándose a las presiones cambiarias. Dicho de otra manera, el aumento del gasto interno provoca la expansión del PIB, como en cualquier economía del planeta, pero al mismo tiempo también es una fuente de inestabilidad macroeconómica vía una doble presión cambiaria.
Los sucesivos gobiernos recurrieron a distintas vías para administrar esta restricción. Sin ir muy atrás en el tiempo el último kirchnerismo consumió stocks de reservas, el macrismo tomó deuda irracionalmente. La actual administración asumió en el peor de los mundos, sin reservas y sin la posibilidad de tomar deuda nueva. Sin embargo, no todos los astros jugaron en contra, hasta hace pocos meses hubo superávit comercial, aunque dado el esquema de administración cambiaria no siempre superávit de cuenta corriente. Parte de lo que ingresaba volvía a salir y hubo problemas para recuperar reservas a pesar del contexto favorable. El resultado fue el conocido, alta inflación, expectativas de devaluación y una corrida cambiaría de varios meses que terminó por ahora con la llegada de Sergio Massa a Economía.
El diagnóstico del nuevo ministro fue el correcto. Frente al abismo al que se asomó la economía, lo primero era recomponer las reservas internacionales exhaustas al mismo tiempo que se intentaba frenar las importaciones. El marco complementario era la necesidad de frenar el crecimiento para contraer la demanda de divisas, esta es la razón real de la necesidad de bajar el gasto, al margen de la ideología, ortodoxa o heterodoxa, del hacedor de política. Massa tuvo un éxito relativo en la recomposición de reservas. Consiguió alrededor de 5000 millones de dólares vía el adelanto de liquidaciones del sector agroexportador, que es el principal proveedor de divisas de la economía. No es que se le pida mucho al ministro, pero no consiguió nuevos préstamos como inicialmente se había sugerido, más allá de los que habían quedado pendientes con organismos como el BID, ni tampoco la reactivación de flujos o promesas de flujos de IED (Inversión extranjera directa), para lo que se necesita tiempo y un cambio de las condiciones macroeconómicas. En el camino, Massa impulsó también otra medida esencial, la suba de la tasa de interés o, mejor dicho, intentar salir de las tasas de interés reales negativas.
Lo conseguido por el nuevo ministro en sólo dos meses no fue poco, pero fue suficiente para que una porción de la coalición lo acuse de favorecer al “agronegocio”. De hecho, el adelanto de las liquidaciones sectoriales tuvo un costo, dejar que el agro liquide “al equivalente de sin retenciones”. A nadie le gusta esta relación de poder favorable a los dueños de los dólares, pero cabe preguntarse cuál era la alternativa para fortalecer rápidamente las reservas sugerida por los críticos. Un detalle notable es que entre estos críticos se encuentran además muchos de quienes se oponen al desarrollo de nuevos sectores exportadores, es decir proveedores de los dólares escasos, desde la minería a los hidrocarburos, en el continente y en el mar. Parece claro que la coalición se debe más temprano que tarde un profundo debate sobre el modelo de desarrollo. El problema no se encuentra sólo entre las clases hegemónicas.
Massa también provocó un notable cambio de expectativas que frenó por ahora las presiones cambiarias. Sin embargo, todavía falta la segunda parte del plan, y es aquí donde aparecen los problemas teóricos o ideológicos, que suelen ir de la mano. La economía necesita con desesperación salir del régimen de alta inflación en el que ingresó a partir de marzo. Son muy distintas las dinámicas que se generan con una inflación anual del 40 por ciento que con una del 100. Hoy, en un contexto de crisis, no se trata de alentar un shock redistributivo, sino de algo bastante menos ambicioso, pero igualmente difícil, cortar “la redistribución al revés”, evitar que a causa de la alta inflación los salarios de los trabajadores sigan perdiendo contra la ganancia empresaria.
Existe una visión muy difundida (y especialmente errónea) de que la inflación es motivada por las altas ganancias y no al revés, como efectivamente sucede. El aumento de las ganancias sobre el salario en un contexto de alta inflación es un proceso “ex post”, no “ex ante”. Es una consecuencia de las distintas herramientas que tienen empresarios y trabajadores para defenderse de esta alta inflación. En la puja distributiva los trabajadores cuentan con las paritarias, pero cuando los índices inflacionarios se aceleran las paritarias siempre corren por detrás. Lo que en el presente puede considerarse una buena negociación puede quedar corto en pocos meses. El empresario, en tanto, al prever un aumento en los costos de reposición, tiende a remarcar preventivamente sus precios. Como todos los mercados están alterados e inmersos en esta dinámica el proceso se retroalimenta. Todos quienes pueden aumentan y si los costos al final del camino no suben, la ganancia queda. Puede ser reconfortante o útil políticamente pensar en que hay empresarios malos que provocan este proceso, pero la economía es una ciencia ajena a las categorías de bien y mal. Lo que si existen son las relaciones de poder, las que ayudan a comprender el funcionamiento de los mercados.
Parece claro que, bajo una dinámica de alta inflación, se necesita hacer otra cosa, por ejemplo un plan de estabilización que congele precios y salarios durante un determinado período mientras se continúan acomodando las variables macroeconómicas seleccionadas. El gran problema de estos planes es que suelen incluir una devaluación inicial, un costo bastante inaceptable en el presente, aunque exista una revaluación posterior. Pero, dados los números actuales, quizá exista la posibilidad de estabilizar sin devaluar. La fórmula seguramente está siendo pensada en el ministerio de Economía, desde donde por ahora solo surge un sistema de mayor cuidado de las importaciones, una dimensión siempre compleja cuando existen tipos de cambio múltiples.
El gran riesgo, sin embargo, es que el actual equipo económico caiga en creencias como las del equipo de Martín Guzmán. En creer, por ejemplo, que un ajuste fiscal, con prescindencia de su magnitud, bajará paulatinamente el crecimiento de los precios. Si esta es la creencia, el camino será más incómodo. Continuará la alta inflación y el ajuste externo se producirá exclusivamente por caída de la demanda, una vía incluso más dolorosa que un recorte del déficit compensado con transferencias hacia los sectores de menores ingresos, como suelen incluir los planes de estabilización tradicionales, por ejemplo, destinar los puntos del PIB que hoy se destinan a subsidios tarifarios a políticas de ingresos.
Finalmente está el dilema del decisor y los ciclos electorales. Lo que muestra la experiencia histórica es que los planes de estabilización, como el Primavera, el Austral o la Convertibilidad, a veces no alcanzan el período de estabilidad programado. Dicho de otra manera, no tienen el éxito asegurado. Para quien toma las decisiones de política y frente a la proximidad de elecciones, el riesgo de las decisiones fuertes puede ser mayor que el beneficio potencial, lo que puede conducir a la postergación de las decisiones hasta el punto del agotamiento de los tiempos. Sin embargo, también existe consenso sobre que, más allá de resultados coyunturales, la estabilidad le conviene a todas los clases sociales y a todos los sectores de la economía, lo que debería funcionar como una contra tendencia para la inacción.