El tono del plenario de la CTA en Avellaneda, los discursos que la precedieron, el pasilleo antes y después del acto y, más que nada, el propio mensaje que dio Cristina Fernández de Kirchner en la tarde del lunes confirmaron que ella volverá a ser protagonista de una elección presidencial, la quinta consecutiva en la que cumple con un rol central. Dos veces fue candidata al cargo más importante en la estructura del Estado argentino y ganó. Dos veces no pudo o no quiso encabezar la fórmula y eligió a otra persona para que asuma esa responsabilidad. Todo el peronismo espera, para ordenarse o desordenarse, a ver sus movimientos. Como en 2019, CFK enfrenta una disyuntiva central, que ordena el resto de los debates: ser o no ser. Esa es la cuestión.
En su discurso, la vicepresidenta dijo explícitamente algo que puede parecer obvio pero a veces resulta necesario recordar: en política todo se puede desmoronar si se pierden las elecciones, lección que ella aprendió, dolorosamente, a partir de diciembre de 2019. Cuando recordó su compromiso de “hacer lo que tenga que hacer para que el peronismo vuelva a ganar” muchos lo leyeron como una apelación a Alberto Fernández para que renuncie a su reelección si no llega en condiciones de ser competitivo. Otros, como un anuncio de su propia candidatura. Son dos lecturas atentas que no invalidan una tercera, más urgente: si el gobierno no muestra capacidad de reacción, no importa quién sea el candidato, corre el riesgo de sufrir una derrota histórica.
Haciendo silencio, CFK convalidó la batería de medidas ortodoxas tomadas el jueves por el gobierno para evitar una corrida contra los bonos en pesos y corregir irregularidades en la administración del comercio exterior que lesionan las reservas. Fue un reconocimiento tácito de la fragilidad de la situación macroeconómica, diagnóstico en el que coincide con el gobierno. Hasta allí los acuerdos, porque no duda en responsabilizar de esa fragilidad, con nombre y apellido, a funcionarios del equipo económico. Por eso, aunque ratificó la unidad como herramienta imprescindible para una victoria electoral, no dejó de insistir con la necesidad de emprender un camino económico diferente, menos conservador y más cercano a las iniciativas comprendidas, a su entender, en el vaporoso contrato electoral.
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En su explicación sobre la centralidad de la deuda externa récord que asumió Mauricio Macri entre las causantes de la inflación en la Argentina no debe buscarse una clase de economía sino de economía política. No alcanza, dice la vicepresidenta, con un proceso gradual de normalización de la macro como el que propone Guzmán porque con los vencimientos que tiene por delante el país en la próxima década siempre va a existir una escasez de divisas que alimente expectativas de devaluación, dándole rosca a la inercia de los precios. Para resolver definitivamente el problema la inflación hay que resolver el problema de la economía bimonetaria, algo que requiere la clase de acuerdos políticos que hoy parecen imposibles. Tarea para el 2023.
Más atenta a lo que sucede en la calle que otros, CFK sabe que para que haya 2023, si no se puede solucionar definitivamente la inflación deben hacerse dos cosas. La primera es bajarla, aunque sea gradualmente, y mantener ese declive parejo, sin nuevos saltos. La segunda es una mejora sustancial en el poder adquisitivo. Fue bastante explícita respecto a que los recursos a transferir de arriba hacia abajo deben buscarse en dos lugares donde se forjan ganancias desproporcionadas o, como prefieren decirle otros, “renta inesperada”: la evasión de impuestos y los márgenes de ganancia excesivos, es decir, que no son fruto de mayores inversiones o mejor productividad sino que se obtienen mediante vacíos legales y abusos de posiciones dominantes.
También cree que una medida histórica que incorpore un derecho sustancial y levante simultáneamente la calidad de vida de varios millones de personas puede darle al peronismo el impulso que fue perdiendo en estos dos años y medio. Por eso el kirchnerismo ya evalúa varias opciones para implementar un salario básico universal, una suerte de AUH para personas entre 18 y 65 años en situación económica vulnerable que cubra el costo mensual de una canasta de indigencia. El programa alcanzaría entre cuatro y siete millones de beneficiarios, según la versión que se implemente, y reemplazaría los planes focalizados como Potenciar Trabajo, Tarjeta Alimentar y Progresar. El proyecto va a presentarlo, en las próximas semanas, el bloque de diputados del Frente de Todos.
Ayer, un rato antes de que CFK advirtiera, en Avellaneda, que “con esa desocupación del 7% deberíamos tener menos planes sociales” y que “el Estado nacional debe recuperar el control, la auditoría y la aplicación de las políticas sociales que no pueden seguir tercerizadas”, el ministro de Desarrollo de la Comunidad de la provincia de Buenos Aires, Andrés Larroque, participó de una actividad de Patria Grande en la legislatura bonaerense donde se discutió uno de los proyectos, impulsado por el sector que encabeza Juan Grabois, que ya tiene estado parlamentario. “Se dice que falta trabajo, y no es así: trabajo sobra, el problema es que el mercado no lo remunera. La discusión es cómo logramos que el mercado lo pague o que el Estado supla esa falencia”, dijo Larroque.
Esta mañana, el dirigente de La Cámpora, en una entrevista radial que tuvo títulos más pirotécnicos, volvió a referirse al asunto, dándole un nuevo impulso a la iniciativa: “En materia de políticas sociales, hay políticas focalizadas para fomentar la reinserción laboral, como el Potenciar Trabajo. Y políticas de ingresos, que tienen que ver, como la AUH, con saldar rápidamente un vacío de ingresos de un sector de la población, producto de la crisis económica. Por inercia del macrismo, el Potenciar Trabajo se masificó. Queda corto para política de ingresos porque tiene 1.300.000 beneficiarios y una política de ingresos debería abarcar por lo menos a cuatro millones. Y queda muy grande para ser un programa focalizado porque es un universo inabarcable para organizar”.
Un juvenil optimismo circulaba ayer entre las butacas antes y después del acto a partir del triunfo de Gustavo Petro en el ballotage de Colombia, que junto a los de Luis Arce en Bolivia, Pedro Castillo en Perú, Gabriel Boric en Chile y al proyectado regreso de Lula a la presidencia de Brasil en las elecciones de este año serían los eslabones de la cadena de la que se agarran quienes esperan que CFK sea candidata presidencial nuevamente el año que viene. El entusiasmo parte de la base de que todos ellos, representantes de distintos estilos de izquierda, pero siempre con identidad ideológica muy fuerte, pudieron imponerse ante el pacto entre la derecha tradicional y los candidatos con discurso antisistema de ultraderecha, contrariando pronósticos sombríos.
Hay matices que deben tomarse en cuenta para no dejar que el entusiasmo precipite conclusiones erróneas. Estos triunfos fueron precedidos, sin excepción, por protestas masivas y violentas, casi siempre mortales. No es un detalle menor. Tampoco que la marea progresista se pierda en un tsunami opositor. El último candidato oficialista en la región que ganó una presidencial fue el paraguayo Mario Abdo Benítez en 2018. La racha se puede acortar si se le concede a Evo Morales los comicios de 2019, aunque fue depuesto por un golpe de Estado días después y nunca llegó a asumir el nuevo mandato. Pero desde el comienzo de la pandemia, los oficialismos no solamente no pudieron ganar elecciones presidenciales: ni siquiera pudieron meter un candidato en el ballotage.