El país entra en una etapa de transición. Esta frase forma parte de la retórica del análisis político cada vez que nos invade la sensación de que una época se ha agotado y no aparece claramente el rumbo del tiempo que la sucederá. En 2015, el triunfo del macrismo insinuaba la brusca remoción del clima posterior al derrumbe nacional de 2001. Las mismas palabras, los mismos gestos, hasta las mismas personas defenestradas por el terremoto del tiempo de De la Rúa irrumpían en el centro de la escena abierta por el triunfo electoral de Macri.
Fue el intento de aprovechar una históricamente exigua victoria electoral para producir el efecto de un cambio arrollador e irreversible. Un cambio que abrió paso a un país maniatado por el FMI, a un país pobre, endeudado e institucionalmente controlado por los viejos instrumentos creados desde 1955 para esos fines. No hace falta decir acá que ese experimento terminó de modo desastroso para la suerte del propio Macri, pero sobre todo para cualquier futuro sostenible del país.
Es enteramente comprensible que de aquel elenco político que venía a ordenar el país que el kirchnerismo había “desordenado” no quede casi nada en pie. Lo único que podría entenderse como un emergente es la candidatura de Bullrich y la presencia en su entorno del economista Melconian, esgrimiendo las mismas fórmulas mágicas que llevaron a los procesos más destructivos que hemos sufrido los argentinos y argentinas después de la “experiencia militar”, como llaman los negacionistas a la debacle nacional iniciada en 1976.
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Pero la transición ha entrado en una nueva etapa. La candidatura de Massa no se sustenta en la idea de continuidad de la experiencia kirchnerista, con cambios secundarios en las políticas públicas: es la emergencia de otro fenómeno político. Que, por supuesto, como toda experiencia política con pretensiones de novedad histórica se presume independiente de la naturaleza de un nuevo liderazgo, se autopercibe como una “transición” necesaria.
Aquí un comentario lateral: todo el tiempo político es tiempo de transición, todo el tiempo político nacen “nuevas canciones”, es decir que todo el tiempo lo viejo se está yendo y está dejando lugar a nuevas experiencias. Tal vez de lo que se trata –desde el punto de vista de la renacida identidad nacional popular– es de identificar la naturaleza de los cambios que estamos viviendo. No para “adaptarnos” pasivamente a los nuevos climas sino para reconocer los cambios y para encontrar las nuevas maneras de nombrarlos.
Curiosamente, el tiempo de esta mutación tiene todo el aspecto de ser un “tiempo populista”. Cuando las derechas neoliberales creen vivir el tiempo ideal de su aventura “revolucionaria” (destrucción del tejido estatal, dolarización, liberalización de la economía y retiro del Estado), aparece una mirada antagónica, la de poner plata en las manos de los sectores más agredidos desde 2015 a esta parte. Es una ruptura muy drástica con nuestra historia: la experiencia de los gobiernos populares suele ser la de ser arrinconados por la ofensiva del poder económico, la de conceder a sus demandas, acorralar a los sectores populares y caer como víctimas propiciatorias de aquello que se presenta como la única política posible.
El camino que hoy se ha emprendido es totalmente diferente; se ha definido en el terreno doblemente virtuoso de defender el poder, proveyéndolo de legitimidad democrático-popular. La derecha macrista demostró no entender de qué se trata, se refugió en sus dogmas, en la identidad que lo llevó en su momento a la victoria, ignorando el profundo cambio de la realidad nacional. Abjuraron de su propia “demagogia populista” respecto a la cuestión del Impuesto a las Ganancias, a la que ya habían burlado en su momento con falsas promesas electorales. En última instancia, perdieron identidad: es muy difícil interpretar qué es lo que votarán quienes voten a Patricia Bullrich.
El vértigo preelectoral presiona para que todo lo que sucede sea procesado desde la lógica de las encuestas de opinión. Pero la realidad de estas elecciones muestra un alto nivel de fluidez. La puesta en escena del discurso terraplanista de la ultraderecha ha alterado la lógica de las previsiones electorales. El terrorismo publicitario de Milei y Villarruel le da a la escena un cierto tono ficcional, nos lleva a una discusión que casi todos considerábamos completamente agotada: ¿Quién hubiera creído que la figura de Videla reaparecería después del Juicio a las Juntas, del Nunca Más, de los movimientos de derechos humanos? Todo indica que la dictadura no está muerta, más bien está mal enterrada.
Lo nuevo que ha surgido en estos días es el nivel de iniciativa política del peronismo, con el candidato Massa al frente. La clave es que en la política el mérito es la ambición de poder, cuando se fundamenta, para decirlo con Maquiavelo, desde la voluntad del pueblo y no de los poderosos. La apariencia de pluralismo y de respeto por la diferencia en la que abundan algunos manuales de ciencia política no son más que formas de encubrimiento de la naturaleza de lo que se disputa: de lo que se está hablando hoy en la Argentina -y no solamente aquí sino en todo el movimiento político contemporáneo- es de la posibilidad de la supervivencia del hábitat humano, sometido a las presiones descontroladas del capital financiero global decidido a llevar hasta las últimas consecuencias su sed de ganancias y de dominación.
El punto más claro de los acontecimientos de estos días en Argentina es, sin duda, la existencia de la lucha, del conflicto, del antagonismo. El triunfo de los ambiciosos de la política frente a los administradores de la realidad, frente a los burócratas especializados en administrar su quintita. Una última y más necesaria referencia lleva a evaluar -¡una vez más!- el lugar del peronismo en la lucha por el poder en la Argentina: el plan del embajador norteamericano en la Argentina fracasó. Y una vez más el punto central del fracaso estuvo en la apuesta, ambiciosa, pero por ahora fallida, de construir un “amplio centro político” capaz de capturar al peronismo en un proyecto cuyo vector central fuera la derrota del kirchnerismo. La escena derivó en una ruta muy distinta: el kirchnerismo no es hoy el alfa y el omega del peronismo, pero la estela de Néstor y de Cristina en estos últimos veinte años están mostrando que son un factor activo, sumamente gravitante para el futuro del país.
Sergio Massa, uno de los primeros rebeldes a esa tendencia intenta contar con el respaldo de esa historia, de esa identidad política para sostener sus ambiciones presidenciales.