Las jornadas electorales en Argentina, desde la vuelta a la democracia en 1983, conjugan múltiples significados y valores que trascienden la agenda programática, los nombres de lxs candidatos o incluso los roles que se juegan en la votación. Para un amplio sector de la sociedad, incluso apartidaria o alejada de las banderas tradicionales, elegir se trata más que un derecho, significa un ejercicio de ciudadanía, la puesta en valor de la memoria colectiva y el reconocimiento de los valores del sistema democrático. En las últimas elecciones presidenciales de 2019, pre pandemia, la participación en las PASO fue de 76,4% del padrón, y subió al 80,8% en las generales. Dicha cifra es levemente superior a lo que fueron las legislativas de 2017, donde la participación fue de 72,37 % en las PASO y 76.15 % en las generales. El nivel de participación e involucramiento suele ser en general superior a la media de la mayoría de los países del mundo.
Sin embargo las vivencias transcurridas durante este último año y medio, y las limitaciones propias de la pandemia del Coronavirus, anticipan un posible panorama diferente que puede funcionar como síntoma de un clima incipiente de desmovilización social o apatía política. Hasta ahora los comicios que tuvieron lugar en Corrientes, Jujuy, Salta y Misiones durante 2021 mostraron una tendencia a la baja en la cantidad de votantes y un sentimiento de desidentificación de los sujetos con la instancia electoral como instrumento de participación legítima, o como herramienta de transformación de la realidad. Es que a la fuerte crisis de representación que vive la política tradicional en todo el mundo desde fines del siglo XX, se suman los micro componentes rupturistas y fragmentarios que hemos incorporado, tal vez de forma inconsciente o involuntaria, durante el período de aislamiento social .
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Las consecuencias de la pandemia y la disminución de la actividad humana son múltiples y han impactado en todas las esferas de la matriz social. En algunas dimensiones se reflejaron rápidamente como en materia económica y financiera donde los fenómenos se vuelven rápidamente cuantificables y por ende fáciles de identificar. En otras dimensiones como la socio cultural o psicológica los hechos suelen tornarse medibles a mediano y largo plazo. En ese sentido resulta difícil aseverar hoy cuáles cambios generará el Covid en las dinámicas sociales colectivas, en la militancia, o la participación política, y si se trata de fenómenos temporales o se extenderán en el tiempo. Pero sí se pueden identificar algunos elementos del orden de lo cotidiano y programático que han incidido en las percepciones de las personas y hábitos ligados a la organización social y política.
La vuelta al mundo de lo privado y el miedo al otrx
La pandemia significó un quiebre y un alejamiento físico de casi todos los ámbitos de la vida pública y en relación con los parámetros que delimitaban la vida cotidiana de los sujetos. Digo “físico” porque afortunadamente las herramientas de comunicación y plataformas digitales permitieron garantizar la continuidad de la mayoría de los vínculos afectivos, sociales, familiares, e institucionales que nos dan cierto orden y permiten continuar con la vida ordinaria. Sin embargo es imposible negar que se produjeron cambios en la rutina diaria de todxs, situación que incrementó los niveles de pobreza, desigualdad social, exclusión social, y empeoró las condiciones de muchos sectores sociales. Dichos cambios abarcaron desde la modificación de las costumbres y estándares de vida, hasta hábitos de consumo, expectativas, proyectos, etc.
Por obvias razones se produjo un re direccionamiento obligado, en términos territoriales, físicos y emocionales, a todo lo que tiene lugar al interior de las casas, el hogar, la familia reducida o el mundo de lo privado. Se generó una suerte de ruptura simbólica entre un adentro “seguro” y un afuera que se nos representó como “peligroso”, incontrolable y hasta ajeno. Durante un año y medio transitamos ambas esferas como mundos escindidos. Los G
Gestos repetitivos y decisiones sanitarias, completamente necesarias, como la obligatoriedad del uso de la mascarilla cual barrera protectora, el no poder tocar o acercarnos a lxs otrxs, la limpieza compulsiva de todo elemento proveniente del exterior, o la sensación de inseguridad y ansiedad ante el tránsito por lo “antes conocido” que se ha vuelto desconocido, deja huellas en las subjetividades que tardarán un tiempo en decantar y convertirse en otra cosa.
Asimismo desde el mapa diverso que conforman los medios de comunicación y las redes sociales se impulsaron de forma ininterrumpida mensajes contradictorios y fragmentados que apuntaron más a la generación de emociones intempestivas y violentas, con fines netamente políticos y electorales, que a la férrea construcción de un discurso social asertivo y contemplativo de una realidad compleja con amplia incidencia en la vida y la construcción subjetiva de las personas afectadas. En este amplio grupo de narrativas entran desde los discursos anti cuarentena de los medios concentrados, y los relatos anti vacunas, hasta los periodistas y las líneas editoriales que fomentaron el punitivismo y la demarcación compulsiva inter ciudadana. Cada puesta en escena, cada discurso de odio impulsado por los cañones mediáticos, fueron corroyendo lentamente los hilos invisibles que crean y sostienen las redes de ciudadanía.
Transitamos la vida cotidiana conviviendo con la circulación de discursos que omitían cuestiones esenciales y a la vez desinformaban, haciendo persistir en el tiempo la incertidumbre cuyos efectos son perturbadores y acumulativos tanto a nivel individual como socialmente. Nos guste o no la pandemia implicó la exposición de toda la sociedad a una situación traumática que ha tenido efectos concretos sobre la interacción, el mundo de la vida cotidiana compartida y los sistemas de representación. El imperio de los relatos auto percibidos y la dificultad de visibilización del fenómeno colectivo exacerbó un mayor nivel de individualismo, la desconfianza en el otro, la falta de interés por lo colectivo.
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El lugar organizador del trabajo y las relaciones sociales
En Argentina bajo el gobierno de Mauricio Macri se generaron las políticas públicas y condiciones socio económicas básicas para la instalación en el mediano plazo de procesos de flexibilización laboral y la desregulación del mercado de trabajo. El resultado fue el aumento significativo de la tasa de desocupación, el crecimiento sostenido de los niveles de informalidad, la pobreza y la indigencia. Con el discurso del emprendedorismo y la estigmatización de la intervención estatal, se orientó el discurso económico y social hacia la conformación de un nuevo tipo de trabajador, en el marco de una inversión de las reglas de regulación laboral y de la desmaterialización del colectivo como instrumento reivindicativo. No casualmente en el marco de la campaña electoral María Eugenia Vidal propuso que los jóvenes cobren la mitad del sueldo mínimo y, casi al unísono, Horacio Rodríguez Larreta propuso la eliminación de la Indemnización por despido.
Por otro lado, si hay algo que ha dejado para siempre el contexto de la pandemia en todo el mundo es una profunda transformación de las relaciones laborales y las reglas contractuales. Los sistemas empleados plantearon un rediseño de los procesos productivos y de las articulaciones laborales al interior de las empresas. El cierre de los espacios físicos compartidos, el trabajo a distancia, la ruptura de los vínculos diarios y organizativos, y el reemplazo del cara a cara por una estructura digital, funcionó en muchos casos como un dispositivo simbólico y material de desarticulación de las partes. Nos acostumbramos a trabajar y tomar decisiones solxs; administrar tiempos propios sin depender de otrxs; el contacto pasó a estar mediado por lo digital; y el diálogo con los otrxs, lo vincular, se limitó a cuestiones exclusivamente programáticas y laborales.
Además de los cambios técnicos y humanos a nivel micro y macro, con una fuerte implicancia en lo colectivo, se produce un debilitamiento de la base simbólica-referencial y la identidad del nosotrxs de pertenencia. La ruptura o transformación en las formas de trabajo supone entonces transformaciones no sólo en lo que respecta al ‘hacer’ sino también en el pensarse. Y sobre todo en una época diseñada para la sobrerepresentación de las experiencias biográficas individuales, y la exaltación de la diferencia y el esfuerzo individual.
Finalmente, profundizando sobre la emergencia de estas nuevas imágenes, cabe preguntarse si resultará ésta una forma definitiva o sólo transitoria. En cuanto a la transición dependerá tanto de las fuerzas internas que se desplieguen desde la propia sociedad civil, como de la evolución del sistema político-económico. Pero la reconstrucción de la mirada colectiva, la voluntad de participación política, la movilización y la lucha, requerirá de un complejo proceso de reinstauración de técnicas, formas, vínculos y espacios comunes.