La Argentina y su compromiso con el sistema internacional
La Argentina es una referencia mundial en derechos humanos. A partir de la tragedia acaecida durante la última dictadura, ocupa un lugar preponderante como precursora de la doctrina de lesa humanidad, del concepto de imprescriptibilidad de ese tipo de crímenes, así como de la propagación de los valores de memoria, verdad y justicia a nivel universal.
La profundidad de lo ocurrido en nuestro país hizo que los organismos de derechos humanos surgieran del seno del pueblo, y no de las élites intelectuales o académicas. La valoración social de los derechos humanos es el resultado de un proceso histórico de larga maduración, profusamente arraigado en un pueblo que luchó y supo transitar la evolución de las condiciones políticas y culturales hasta lograr la acción del sistema judicial, sin ejercer un solo acto de justicia por mano propia.
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Es tal el repudio social al terrorismo de Estado, que a principios de 2017, en pleno despliegue del macrismo, la movilización popular logró torcer un fallo de la propia Corte Suprema que favorecía la situación judicial de los represores condenados.
Además, esa misma dinámica social fue ampliando los alcances del concepto de derechos humanos, extendiéndolo hacia una dimensión integral que abarca los derechos laborales y ambientales, de ciudadanía política, diversidad sexual, pluriculturalidad, y acceso a las políticas públicas, entre otros.
Todo esto ha irradiado a nivel internacional, lo que torna el compromiso de la Argentina con los derechos humanos en un principio incontrovertible. Cuando un niño muere víctima de un misil, de un cohete o de un bombardeo programado a distancia, la Argentina no pregunta cuál es la militancia de sus padres, sino que lo condena de manera inapelable. Lo mismo sucede cuando una persona detenida es abusada, o privada de sus derechos fundamentales, o cuando un gobierno, cualquiera sea su signo, trasgrede los límites del uso legítimo de la fuerza.
Por todas estas razones la Argentina se ha mantenido inapelablemente respetuosa de la tarea de los organismos internacionales de Derechos Humanos, tanto a nivel regional como de las Naciones Unidas. Aún cuando se pudiera no coincidir en la totalidad de sus apreciaciones, se ha preferido apoyar sus pronunciamientos, a que estos organismos pudieran perder aunque sea una pizca de su legitimidad. En las instancias multilaterales de Derechos Humanos, la Argentina apoya al sistema internacional.
No ser indiferentes al contexto
En el campo de lo multilateral, se mantienen permanentes contactos bilaterales entre el Estado y los organismos de Derechos Humanos, y allí se intercambian impresiones e interpretaciones. Y es en este marco donde, sin perjuicio del cumplimiento de los estándares establecidos por el sistema internacional, es necesario analizar las condiciones generales y estructurales de cada situación particular.
Algo tiene que quedar en claro en estas líneas para no dar lugar a ninguna mala interpretación: las consideraciones siguientes no comprometen para nada el cumplimiento de los estándares de los organismos internacionales de Derechos Humanos. Simplemente es necesario añadir a ellos un nuevo plano de análisis. No tendría que ser muy difícil entender que los derechos humanos se inscriben en la realidad. En cada realidad particular
Ante esto, cabe formular ciertos interrogantes: ¿cuál es esa realidad? Si bien los estándares son universales, ¿están destinados a aplicarse a una única realidad reinante por igual en todo el planeta?
El establecimiento de altos estándares internacionales en materia de derechos humanos para ser cumplidos por los Estados miembros de estos organismos, supone una mejora de la convivencia social, una elevación de la calidad de las instituciones estatales y del respeto por la persona. Nada debería menoscabar la obligación de los Estados de cumplir con dichos estándares internacionales. Principios que para la Argentina –insisto- son inconmovibles.
El problema, como sucede con todos los principios del derecho internacional, es que luego de ser elaborados en general, deben salir a la calle y aplicarse en una determinada realidad. Es aquí donde no sólo la Argentina sino muchos Estados, nos damos cuenta de que se impone un diálogo mucho mayor entre los Estados y los organismos internacionales.
Pobreza, desigualdad, desamparo
Si bien no es una afirmación absoluta, en vastas zonas de nuestra región existe una clara relación entre los niveles de desarrollo económico y calidad institucional, por una parte, y el respeto por la seguridad personal y los derechos humanos. Es decir, a menor desarrollo, peor desempeño de los derechos humanos.
Esta relación no se refiere a la pobreza en términos meramente cuantitativos, porque eso equivaldría a decir que son las personas pobres las que cometen más delitos. En general, los delitos que más perjudicaron el patrimonio de nuestros Estados no fueron cometidos por las personas más pobres.
A lo que me refiero es a que, en general, los niveles más altos de desprotección de los derechos humanos los encontramos en aquellos espacios con mayor desigualdad y exclusión, con menor reconocimiento social de los derechos y con marcada ausencia del Estado. Ausencia estatal que no sólo debe ser ponderada por la existencia o no de oficinas públicas, sino, más profundamente, en el progresivo retiro de la responsabilidad estatal sobre la organización de la sociedad. Como lo es la provisión de salud, educación, vivienda y/o servicios sanitarios, que son, por cierto, derechos humanos esenciales. Es decir, solemos encontrarnos con un deterioro de las condiciones mínimas de dignidad para la vida humana tan persistente en el tiempo, que ha convertido esos territorios en áreas de pobreza estructural.
El imperativo ético y político de luchar denodadamente para abolir la pobreza no significa que tengamos de ésta una mirada romántica. En los espacios de pobreza se reproducen las conductas más nobles y altruistas, así como las más viles, del mismo modo que en el conjunto de la sociedad. Pero el carecer de derechos materiales básicos o bien de un camino de integración social como la educación o el empleo, llevan a la sensación de una absoluta falta de reconocimiento, de un absoluto desamparo.
Muchas personas acosadas por ese desamparo –más que por la pobreza en sí misma, por la desigualdad, la injusticia y la discriminación atávicas- llegan por sí mismas o bien son inducidas por organizaciones criminales, al camino del delito. Y eso demanda el esquema de seguridad del Estado. A menudo, nuestros Estados son convocados a reprimir el delito -inapelablemente dentro de la ley- luego de haberse ausentado en todas las etapas anteriores encargadas de detener las causas estructurales del mismo.
El Estado forma parte de la pobreza
Se requiere la acción policial. La policía, por ser la institución a la cual la sociedad concede el uso de las armas cuando la custodia de sus derechos lo torna necesario, debería ser una institución profundamente valorada y respetada por nuestros colectivos sociales. Y lamentablemente no lo es.
Pongo este ejemplo por cuanto el abuso de la violencia policial es uno de los puntos centrales de justa preocupación de los organismos de derechos humanos. Pero, en realidad, el planteo podría trasladarse a cualquiera de los ámbitos de incumplimiento estatal.
Con frecuencia, las instituciones policiales de nuestros países no siempre están a la altura que requieren los estándares internacionales. En muchos casos, la educación democrática, el entrenamiento y la capacitación, el equipamiento de que disponen los organismos policiales no son los adecuados. Se comprueba allí la insuficiencia de los recursos económicos del Estado, el entorno de pobreza estructural del que surgen los agentes policiales en países de desarrollo medio y bajo.
La soberanía es un derecho humano
El Primer Ministro de Países Bajos, Mark Rutte, no sólo transita su cuarto período constitucional, sino que también transita en bicicleta las calles de La Haya, como lo hacía la protagonista de la serie Borgen. En países con alta calidad institucional, las divergencias políticas no se traducen en intolerancia, y mucho menos en los agravios de que podría ser objeto una autoridad política en contextos como los nuestros. Se trata de escenarios de alta calidad institucional y alto cumplimiento de los estándares internacionales de respeto estatal por los derechos humanos.
Ahora bien, ¿por qué nos resulta inimaginable que en nuestros países una alta autoridad transite las calles llanamente sin ser agredido? ¿somos capaces de encontrar alguna relación entre estas escenas que seguramente nos resultan admirables y el entorno de desarrollo económico y satisfacción de las necesidades básicas en el que tienen lugar? En determinados países, además de cumplir con los estándares que eviten la condena de un organismo internacional de derechos humanos, el Estado garantiza derechos esenciales como la nutrición, la salud, la vivienda, la educación y el empleo.
Este es el núcleo del planteo: es insidioso pretender que un Estado subdesarrollado, empobrecido y mutilado cumpla con elevados estándares internacionales de derechos humanos si al mismo tiempo el capital financiero globalizado le impone reglas de juego que coartan la fortaleza estatal. Cuando el liberalismo fija reglas y establece condenas estrictas en materia de derechos humanos, y al mismo tiempo tolera políticas de evasión, fuga de capitales, extranjerización de inversiones, expatriación de las utilidades obtenidas por la explotación del trabajo y las riquezas nacionales, monopolización de la renta productiva, concentración de la ganancia del capital privado, control sobre los recursos estratégicos, abandono de la capacidad reguladora del Estado, lo que está haciendo verdaderamente es preanunciar resultados que invariablemente serán negativos o al menos insuficientes, y justificarán una mayor intervención externa, no una mayor calidad institucional.
Si, en cambio, el Estado en su carácter de agente de los derechos soberanos del pueblo y administrador de los bienes de propiedad general, estuviera provisto de las herramientas de políticas públicas –es decir, de los recursos tangibles e intangibles necesarios- para garantizar los derechos humanos a la salud, la educación y la vivienda, sin duda estaría en mucho mejores condiciones par cumplir con los estándares internacionales que se le exigen a sus dispositivos de seguridad.
Lo que defiendo aquí es la relación entre políticas soberanas y derechos humanos, en contraposición con las políticas económicas neoliberales. En la medida que estas debilitan al Estado para que formule políticas soberanas de preservación de sus recursos, premian el saqueo de la riqueza, reducen su capacidad de brindar educación de calidad, favorecen la desintegración de la sociedad tanto en términos patrimoniales como simbólicos, terminan por crear mayores condiciones para la inseguridad interna.