La oposición está construyendo una interpretación de la elección legislativa de noviembre en términos de lucha por el poder. Presienten que un resultado igual o más favorable puede generar un clima de ingobernabilidad. Y alimentan sistemáticamente esa presunción. En lo que concierne al gobierno hay consenso en que la única salida es “la gestión”. Ese consenso se materializa en la expresión “poner plata en el bolsillo de la gente”, lo que dramáticamente pone en el centro la pregunta “¿por qué ahora y no hace un par de meses?”. Y esa pregunta es de imposible respuesta, salvo que se esté dispuesto a admitir lo que constituye un grave error de cálculo sostenido en la creencia en el carácter infalible de algo que siempre falla: las encuestas. Parece que los “pronósticos” aconsejaron mantener en el nivel de exclusiva prioridad la cuestión de la atención a la pandemia y, de paso, “ordenar” las cuentas públicas en los términos adecuados para la negociación con el FMI. Se “escapó” la realidad social. Se confundió el deseo con la realidad. Pero el mayor problema no es esa confusión sino la naturaleza del “deseo”.
Conviene volver al principio de este ciclo, que fue la elección de octubre de 2019. El gobierno de Macri fue catastrófico, cualquiera sea la materia de su acción que se ponga en el centro. Pero claramente el resultado está ligado centralmente y de modo indudable en la cuestión económico-social. Fue el derrumbe de una ideología que considera el nivel de vida popular una variable más del power point de la que el país puede ocuparse una vez que estén ordenadas las variables macroeconómicas. El pueblo argentino salió gravemente empobrecido de la aventura amarilla en el gobierno. Estuvo y está claro que remontar esa experiencia era el mandato inequívoco para el nuevo gobierno. En eso estábamos (¿estábamos?) cuando llegó la pandemia. Y la respuesta a la catástrofe fue, en ese sentido, enérgica, ágil e inteligente: todo para evitar un caos sanitario y poder, a partir de esa premisa, reducir al máximo los costos sociales de la dura experiencia.
Las primeras respuestas incluyeron una importante acción social y económica reparadora. El IFE y los ATP redujeron hasta cierto punto las penurias populares y ayudaron a compensar las pérdidas económicas a las que obligaba la férrea política de cuidados. Pero a cierta altura la intensidad “keynesiana” de las medidas de gobierno se atemperó. La cuestión de la vacunación -convertida como fue por la derecha en un campo de batalla violenta e inescrupulosa- quedó claramente situada en el centro de la política. Se constituyó en una “épica” a la que todo quedaba subordinado. Fue la decisión política de construir un claro parteaguas político entre un gobierno responsable y sensible y una oposición delirante que se burlaba de la situación y de los peligros que entrañaba. En el medio estaba -y sigue estando- la negociación con el FMI cuyos términos actuales son totalmente desconocidos para la inmensa mayoría de los argentinos. Claro, se trata de una superposición muy desgraciada de tableros de lucha para cualquier gobierno.
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Sin embargo, la política es también, en cualquier circunstancia, una lucha por el poder. Y esa lucha es siempre una cadena en la que hay que definir un eslabón principal, un objetivo que no se puede debilitar en ninguna circunstancia. Aun cuando la pandemia no podía sino ser crucial desde el punto de vista político, su abordaje no podía consistir exclusiva ni principalmente en una cuestión sanitaria. La pandemia es una cuestión social y política. El territorio argentino en el que estalló venía de un derrumbe cuyos alcances se subestimaron, aun con las pavorosas cifras de pobreza e indigencia que fueron apareciendo. Política y socialmente la pandemia agrava críticamente las condiciones de vida de los sectores más carenciados de la población. Y el apoyo político al Frente de Todos vino esencialmente de esos sectores.
Todo lo dicho está claro después de las primarias abiertas. Es factible que los cálculos hayan fallado, igual que fallaron las encuestas. Pero acaso convenga -además de revertir la situación lo más rápidamente que sea posible- encontrar las causas de esos errores de cálculo porque son esas causas las que habría que corregir del modo más urgente. Se ha dicho y se ha reconocido que el gobierno no tiene una “épica”. Y eso, incluso, es visto por algunos como una ventaja respecto de los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner. Como una diferencia con el registro político “populista”. Como la oportunidad de cerrar la grieta y “unir a los argentinos”. ¿No tiene nada que ver ese viraje hacia los grandes acuerdos generales, ese abandono del conflicto político con los errores que ahora son claros y fáciles de identificar? La asunción por parte del presidente de que hay dos modelos contrapuestos de país podría haber llegado antes. Y, sobre todo, hacerse efectiva en varios momentos de conflictos políticos con repercusiones socioeconómicas importantes: la cuestión de Vicentín fue uno de esos momentos decisivos. El gobierno apareció más de una vez como un conjunto de imposibilidades. El control de los precios de los alimentos en las góndolas fue la imposibilidad más lacerante. Pero hubo otras con repercusiones menos masivas pero que producen lesiones en la identidad política, como los atropellos judiciales sistemáticamente sembrados por el lawfare y la cuestión de los presos políticos que en estos días ha tenido la lacerante declaración de Milagro Sala como expresión más importante. O la desobediencia del grupo Clarín a la disposición gubernamental que declara servicios públicos a las tecnologías de información y comunicación, justo cuando las necesidades populares en la materia se han agudizado por la pandemia.
Claro que los conflictos significan riesgos. “Peligro era atropellar y más peligro era el juir” dice Martín Fierro cuando se ve cara a cara con un “indio arrogante y con una cara feroz” que acababa de matar a una cristiana. Es el dilema político clave. Especialmente para una política con enunciados reparatorios y transformadores. Y ningún manual de ciencia política lo puede resolver. El antagonismo es el rostro mismo de la política. Y cualquiera que la ejerce debe saber que los antagonismos no son malos entendidos ni producto de la mala voluntad. Son la materia misma de la política en sociedades fuertemente desiguales como lo es esta Argentina, tan diferente a cómo era a mediados del siglo pasado. La épica no es un adorno de la política. Es la puesta en escena pública y democrática de los conflictos que una sociedad -en este caso la argentina- tiene que resolver para tener un rumbo posible.