Como dicen los yanquis: agree to disagree. Después de varias semanas de crisis el Frente de Todos parece haberse puesto de acuerdo en sus desacuerdos. El discurso de Cristina Fernández de Kirchner en Chaco no hizo ningún esfuerzo en disimular las diferencias (incluso, por momentos, las hizo sonar más grandes de lo que en realidad son) pero al mismo tiempo, a pesar de todas esas diferencias, ratificó la vocación frentista que predica desde 2016, cuando comenzó a advertir sobre la necesidad de aglutinar a todo el arco político que estuviera decidido a rechazar el avance de la derecha. Por eso, aún con el diario del lunes y los problemas que presenta este gobierno, dijo que fue “inteligente” la decisión de ofrecerle la candidatura presidencial a Alberto Fernández.
El entendimiento, trazado en diálogos subterráneos entre dirigentes de primera línea pero sin la participación de ninguno de los dos Fernández, parte de la base de que todos entienden que este nivel de tensión es incompatible con el normal funcionamiento del gobierno y pone en riesgo no solamente las perspectivas electorales de todo lo que tenga color a peronismo el año que viene sino también la estabilidad económica y, en consecuencia, la continuidad institucional. Notaron, digamos, que estaban debatiendo (tal la palabra que escogió CFK) porque cada uno piensa que el otro eligió un camino que conduce a la derrota electoral, pero que al mismo tiempo ese debate exhibicionista dañaba por igual las expectativas en las urnas de todas las partes. Suena lógico.
Sin embargo esa lógica instrumental flaquea a la hora de encontrar un plan de cara a 2023 al que todos los actores involucrados puedan subirse. Al contrario, después de informarse hablando con los protagonistas de los distintos campamentos que componen el Frente de Todos uno puede concluir que existen tantos como dirigentes hay y que incluso al interior de cada espacio son frecuentes y profundas las diferencias tácticas y estratégicas. Es difícil pensar que alguno pueda prevalecer, cuando lo que suceda será más el fruto de los éxitos y fracasos de cada uno, de decisiones de otros actores ajenos a esa interna, eventos impredecibles y circunstancias geopolíticas. Como decía el pensador británico John Graham Mellor, “el futuro no está escrito”.
Así las cosas, se pueden detectar, simplificando las variables y permitiéndonos el trazo algo grueso, cinco caminos posibles que tiene por delante el peronismo en función de cuál sea el sector que prevalezca a la hora de trazar la hoja de ruta o de que ninguno logre imponerse a los otros. Existen infinitas permutaciones de alianzas y pactos que pueden torcer el rumbo en direcciones que hoy están afuera de cualquier radar. Basta, para confirmarlo, el recuerdo de la elección de Fernández como candidato en 2019. Hecha esta salvedad, explorar los planes de cada una de las facciones ayuda a comprender mejor los debates que se dan por estas horas y brinda herramientas para analizar lo que puede pasar en un futuro menos inmediato.
El plan del presidente está claro y lo hizo explícito el ministro de Economía, Martín Guzmán, en la entrevista que dio hace algunas semanas: gobernar “con aquellos que estén alineados” y los de afuera son de palo. Esa consigna va tomando forma. El viernes, mientras CFK daba su discurso en Resistencia, los mecanismos de la burocracia estatal se movían para ejecutar un movimiento quirúrgico que le quitó al subsecretario de Energía, Federico Basualdo, alineado al Instituto Patria y muy crítico de la gestión, la posibilidad de intervenir en el proceso que desembocará en la suba nominal de tarifas acordada con el Fondo Monetario Internacional. Los cambios que haya en el gabinete, proyectados para el 25 de mayo, irían en esta dirección.
Fernández no hará, sin embargo, y de acuerdo a este plan, ninguna movida que implique una ruptura con el kirchnerismo, algo que comprometería seriamente la gobernabilidad en el corto plazo y estrecharía demasiado los márgenes para una patriada electoral el año que viene. Su apuesta es sostener la estabilidad económica y política a toda costa, confiado en que eso, a la larga, redundará en una mejora de la calidad de vida. Si no puede llegar a las elecciones como el hombre que sacó a la Argentina del pozo, intentará proyectarse como el que sabe cómo hacerlo pero no pudo por circunstancias externas y pedirá que le ratifiquen su confianza. En caso de que, a pesar de todo, las encuestas indiquen que él no llega, alimenta la expectativa de nombrar un sucesor.
Por supuesto: esas ideas chocan de frente con los planes que tiene la vicepresidenta para el futuro. Acaso en esa colisión de propósitos encontrados deben buscarse los motivos más profundos de la desavenencia entre ambos. Aunque ella se caracteriza por mantener sus jugadas ocultas hasta el momento adecuado para sacarlas a la luz, su discurso del otro día dio algunos indicios de qué imagina en el futuro. En el corto plazo volvió a dejar en claro que la prenda de discordia es el plan económico de este gobierno, al que caracterizó, tomándose cierta licencia políticas, como “contrario” al suyo. Le opuso el ejemplo, con nombre y apellido, de Augusto Costa, ministro de Producción bonaerense que en 2014 implementó los Precios Cuidados y redujo significativamente la inflación.
La definición más importante, sin embargo, pensando en el futuro, fue la reivindicación del frentismo como herramienta para hacer frente a los avances de una derecha que viene en topadora, hoy todavía más que en 2016, cuando lo advirtió por primera vez. Lo dijo claramente al ratificar, con el diario del lunes y a pesar de las diferencias explícitas, que la candidatura de Fernández fue una decisión “inteligente”. Es un mensaje dirigido no al presidente sino a los sectores que, detrás de esa fórmula, volvieron a acercarse a ella en 2019: todavía los necesita. No alcanza con el treinta por ciento para hacer las transformaciones estructurales que necesita el país. Las críticas a la política económica o el fracaso de este experimento no significan ni deben leerse como una renuncia a la vocación de incorporar a otros sectores. Eso también es un mensaje a la tropa propia.
Hilando fino se puede dar, incluso, un paso más en ese razonamiento: la exageración de algunas diferencias internas, la omisión de matices y cierta retórica de batalla parecen ser la preparación del terreno para dirimir el liderazgo en 2023 en una elección interna. Un reconocimiento tácito de que es posible que esta vez no alcance con su habilidad política y su fuerza de voluntad para decidir la próxima fórmula presidencial y el camino que tome el peronismo después de las próximas elecciones. Las especulaciones respecto a que ella, personalmente, podría jugar en esa interna, van a ser, durante varios meses más, solamente eso, especulaciones. La carta la va a enseñar en el momento oportuno. Mientras tanto, la usará de señuelo para construir su plan b.
Se sabe: si tal fuera el caso, quien quiera que corra esa carrera con la escudería de CFK arrancará en una ventajosa pole position. Y hay muchos que esperan el toque de esa varita. Primero entre ellos, el presidente de la cámara de Diputados, Sergio Massa, que durante la crisis del Frente funcionó como mensajero de élite, adulto responsable y suplente precalentando para entrar, todo al mismo tiempo. No obstante lo cual, en cuanto quiso asomar un poco la cabeza para hacer política de la manera que a él le gusta y convocó a la zillonésima “Moncloa” multipartidaria en el Congreso en seguida reconoció los límites de esa estrategia y finalmente tuvo que descartar, al menos por un tiempo, su iniciativa. En el interín se mira al espejo y ve un excelente candidato para 2023.
La tesis de Massa, inspirada en el consejo del catalán Antoni Gutiérrez-Rubí (el mismo que asesoró a CFK en 2017, cuando la vice fundó Unidad Ciudadana), es que el corrimiento de la oposición hacia extremos del espectro hace que la mejor jugada para el peronismo sea presentar un candidato moderado. Y que para moderado, tras el desgaste sufrido por el presidente, nadie mejor que él. El siguiente paso en ese razonamiento es que, en tanto futuro candidato presidencial del oficialismo, y ante la imposibilidad de hacer un anuncio en ese sentido sin terminar de licuar el poder presidencial, lo más lógico es que adquiera un rol de más centralidad desde ahora, para ir perfilando su campaña. Por eso, el tigrense rosquea para quedar al frente de un “superministerio” de economía.
Además de ellos tres, existe un cuarto factor de poder que quiere pesar en las decisiones que se tomen a partir de ahora. No sería exagerado decir que son el segundo factor de poder, porque fueron los que sellaron el éxito de la maniobra de unidad en 2019 al encolumnarse, rápidamente y en tándem, al nuevo armado: los gobernadores. Decepcionados con el presidente, que había prometido el gobierno más federal y terminó armando un equipo compuesto casi exclusivamente por porteños y bonaerenses del primer cordón, volvieron a juntarse esta semana en el Consejo Federal de Inversiones aunque esta vez lo mantuvieron en secreto. Es una señal. Antes quisieron mandar un mensaje a la Casa Rosada; ahora deciden por su cuenta cómo seguir.
En el gobierno encendieron las alarmas ante el apoyo de todos los senadores al proyecto kirchnerista de plan de pago de la deuda previsional. Creen que los gobernadores jugaron una ficha ahí. El pliego de demandas prioriza la incorporación de más funcionarios del interior a la gestión y, al igual que Massa y CFK, que cambie el equipo económico. Algunos de ellos guardan para sí aspiraciones presidenciales. Uno, el primero que las blanqueó, es Jorge Capitanich, anfitrión en la ceremonia del viernes. Juan Manzur, jefe de Gabinete, todavía duda si apuntar todos los cañones al premio mayor o volver a Tucumán, ahora como candidato a vicegobernador o legislador provincial, para rearmarse después de una temporada en el primer piso de Balcarce 50.
Es mi deber advertir que hay otra opción, un quinto camino por delante en la encrucijada que enfrenta el Frente de Todos. Quizás, el más probable de todos, aunque seguramente no el que más convenga en términos políticos. Me refiero a la posibilidad de que todo siga, más o menos, como hasta ahora. Que el presidente no modifique el rumbo de la economía pero tampoco fuerce una ruptura y que Cristina siga, como hasta ahora, apretando pero sin ahorcar, tratando de diferenciarse con los pies en el plato. Que Massa siga esperando su turno y los gobernadores empiecen a explorar otras opciones. Eso puede terminar con una explosión o con un suspiro, pero no dejaría de ser, en ningún caso, la mera administración de una extensa y final agonía política.