Más allá de los chismes y las anécdotas, la decisión de que Massa sea el candidato a presidente por Unión por la Patria (UP) tiene el sello de Cristina Kirchner. Es algo así como un segundo renunciamiento de la vicepresidenta, después de su decisión de no ser “candidata a nada”.
El tigrense viene trabajando para conseguir un lugar político central desde hace por lo menos catorce años. En el comienzo de esa carrera y durante bastante tiempo su lugar era el desafío a la dirección kirchnerista del peronismo: hubiera sido difícil predecir que llegaría un día en que Massa concentraría sus batallas en la dirección de colocarse como una “nueva época” en el peronismo, no como enemigo sino como estrecho aliado de Cristina. Un caso más en el que los acontecimientos políticos refutan al determinismo y contrarían la supuesta “lógica de la política”.
Las almas bellas de la prensa neoliberal se ruborizan ante la ambición política del candidato presidencial del peronismo y ante los cambios que esa ambición habría determinado; intentan demostrar que detrás de un relato nacional-popular se esconden los métodos “clásicos” de la política: “El enemigo de ayer puede ser el amigo de hoy en el caso de que esa amistad concurra a la satisfacción de concretas aspiraciones políticas”. Es curioso que pueda convivir la pretensión del análisis político con la apelación, hoy tan de moda, a favor de “la moral de la política”. En la ambición de poder está la esencia de la política. De cualquier política. Y la estatura moral de un político está en el nivel de su entrega por un proyecto para fortalecer a su patria y a su pueblo, y no en tal o cual conducta moral individual.
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En este caso, el análisis crudo de la perspectiva electoral terminó gestando un acuerdo, impensable hace no mucho tiempo, entre Cristina y Massa. No es del caso disponerse a hacer un cálculo hipotético de las consecuencias concretas del acuerdo. O acaso sí puede intentarse un “cálculo”, pero aproximativo y consciente de que cada movimiento de la política tiene que enfrentarse a alternativas que, en última instancia son imprevisibles. Con este nuevo paso se ha construido el prólogo de una nueva épica política, la que inauguró en estas horas el candidato cuando les dijo a las patronales del transporte “no les tenemos miedo”. No es muy difícil comprender que el destinatario de la frase no es solamente un grupo particular de empresarios; se trata de establecer un mensaje que rompa con lo que parece un sentido común muy extendido en la política argentina: que solamente una actitud “amigable con los grandes” asegura las condiciones de un gobernante.
Y despejar el interrogante constitutivo de la democracia: quién gobierna, dónde está la sede del poder. Por supuesto que estamos hablando un lenguaje metafórico; nadie puede ignorar que a escala mundial este es un tiempo en que los poderes fácticos (la propiedad, el dinero…) han acumulado posiciones de extraordinario dominio nacional, regional y mundial. Pero la imagen del poder político, del poder de las elecciones, del poder de los ciudadanos es, aunque se acepte su condición mítica una condición de vida de cualquier experimento que se reclame democrática.
Ahora bien, el desembarco de Massa en las aguas del peronismo poscrisis de 2001 es una novedad política muy importante. Es fácil presumir que todos los actores salientes de este nuevo ciclo del drama han considerado necesario entrar en una nueva etapa en la vida del peronismo. Si nos concentramos en la protagonista principal de este episodio, es decir en Cristina Kirchner, habrá que tener en cuenta un giro de su discurso de los últimos tres años que permanece como un enigma: el que convoca a un gran acuerdo político en cuya factura converjan sectores muy amplios y muy heterogéneos de la política. Desde los partidos y las organizaciones sociales hasta los grupos empresarios más poderosos.
Parece ser que para Cristina no hay ninguna iniciativa de la política, ningún proyecto que pueda perdurar en el tiempo al margen de un acuerdo de este tipo. Y que, según su mirada, la ausencia de ese gran acuerdo conlleva un inevitable fracaso y una repetición cíclica de ascensos populares que no perduran en el tiempo y avances de los poderosos que pueden tener armas y ejercer violencia, pero no consiguen perdurar bajo la forma de un proyecto político estable. Lejos de ser una fórmula conservadora, el gran acuerdo que pregona la vicepresidenta es otro nombre de lo que Antonio Gramsci llamara hegemonía. Es decir que la unidad del peronismo es pensada como un paso indispensable en la dirección de la unidad nacional, algo análogo a lo que suele predicar el departamento de estado de Estados Unidos pero antagónico a sus propósitos. Porque una unidad a la medida del imperio no tiene, por definición, nada de nacional.
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El problema nacional argentino de estos días tiene formas y contenidos concretos; necesariamente tiene dos requisitos sin los cuales es impensable: la reversión en tiempos razonablemente cortos del panorama social de la pobreza, los precios y los salarios y la salida de la situación ejercicio por el FMI (por Estados Unidos) de la soberanía de facto sobre las decisiones del estado argentino. Son dos cuestiones inconcebibles la una sin la otra, puesto que no es de magia de lo que estamos hablando. La capacidad de gobierno democrático de la vida económico-social del país es la cuestión esencial del poder hoy en nuestro país. Lo contrario, por otro lado, de lo que pregonan los candidatos de la derecha. Haciendo, ellos sí, uso del pensamiento mágico sostienen que la abstención del Estado -salvo, claro está, de sus funciones represivas- es el camino de la democracia; cada vez que esa filosofía política de cotillón se apoderó de los resortes políticos, el saldo fue el fracaso, el dolor y la sangre. El “no le tenemos miedo” de Massa bien podría constituirse en un slogan de campaña: sería una fórmula necesaria para encabezar cualquier programa de reparación social y transformación política del país.
El problema, claro, no se reduce a la figura del candidato presidencial. Hace falta (re)construir un bloque social en nuestro país, análogo al que fue emergiendo después de la ruinosa experiencia del menemismo y la Alianza. Un bloque social que sigue existiendo, como los hechos demuestran, pero que atravesó una experiencia muy dura durante estos últimos años. El operativo lanzado por CFK en mayo de 2019 -el que construyó la candidatura de Alberto Fernández tuvo dos logros indiscutibles: el de terminar con el proceso de derrumbe del país que significó el gobierno de Macri y el de permitir el ascenso de un gobierno cuya sensibilidad y eficacia permitieron enfrentar enormes desafíos de alcance global como la pandemia y la guerra y sostener la producción y el empleo, aunque en este último aspecto la brusca caída de los ingresos de los trabajadores y sectores populares en general señalan una grave limitación: crecimiento con una muy injusta distribución de sus beneficios.
Es necesario volver al espíritu más virtuoso de la experiencia que condujeron Néstor y Cristina Kirchner, el de atender las consecuencias sociales más graves del derrumbe neoliberal de 2001 y sobre esa base encarar una línea de transformación cultural y política de la Argentina. Un proceso que fue provisoriamente interrumpido (de modo particularmente destructivo) en 2015. Un desafío que hoy tendrá que desarrollarse en tiempos de profundos cambios geopolíticos en cuyo interior tiene que trabajar fuertemente nuestro país para terminar con el poder unipolar que habilita estafas multimillonarias en dólares como las operadas por el gobierno de Macri en alianza con los grandes grupos financieros globales y su expresión política central, el FMI.