"Los cambios institucionales requieren despejar sospechas y desarrollarse con transparencia y amplia participación ciudadana". Así reza, según el diario La Nación del martes último, la declaración de un conjunto de “políticos e intelectuales” reunidos a impulso del llamado “Club Político Argentino”. Una formulación impecable, con la que no se puede estar en desacuerdo. O, por lo menos, es difícil para cualquiera reconocer que se está en desacuerdo. Imaginémonos a alguien que sostuviera de modo polémico con el texto que los cambios institucionales pueden desarrollarse de modo oscuro y con una participación ciudadana lo más limitada posible…
Ahora bien, las declaraciones políticas no existen fuera del tiempo y del espacio. Son ponencias dirigidas a intervenir en una determinada coyuntura. Se formulan desde un determinado dispositivo de ideas, son formas de apuestas políticas en uno u otro sentido. En este caso, el pronunciamiento se hace público el día siguiente a una marcha claramente impulsada por los grandes medios monopólicos de comunicación y que contó con el apoyo y la presencia de diversos y destacados referentes de la oposición macrista. Algunos de los firmantes de la declaración participaron y hasta un grupo de ellos fue protagonista central del evento. Permítasenos decir que es bastante llamativa la diferencia entre el lenguaje discreto, moderado y circunspecto empleado en el documento y la histeria vengativa y delirante que predominó entre los manifestantes del 17 de agosto. Claro, se puede decir que los que firman son “políticos e intelectuales” y no uno cualquiera de los barras bravas de altos ingresos, acostumbrados a “defender la libertad de expresión” agrediendo a periodistas que cubren ese tipo de actividades. Finalmente lo que estamos comentando es un texto político y no la relación que pueda haber entre sus firmantes y algunas experiencias –desgraciadamente habituales entre nosotros- de la degradación política de cierta derecha.
“Recrear la confianza para un diálogo constructivo” es la apelación que preside el documento, cuyo texto completo no fue publicado por los organizadores ni por los firmantes. Es un horizonte muy plausible. Mucho menos clara es la exhortación a que “la reforma judicial surja de un acuerdo entre las principales fuerzas políticas representadas en el Congreso”. ¿Qué significa eso? Una cosa es buscar el consenso más amplio que sea posible –lo que en este caso es un imperativo para el logro de mayorías parlamentarias- y otra muy distinta es situar el acuerdo general como condición para que la reforma se haga efectiva. Si se tratara de eso habría que dejar de gastar plata en las elecciones legislativas, ¿para qué si las leyes deben aprobarse por consenso general?
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Lo más complicado, en este caso, es que la expresión genérica (políticos e intelectuales) oculta pudorosamente la condición de sus firmantes que son, con alguna sinuosa y parcial excepción, declarados enemigos de la fuerza política que hoy gobierna. Nada tiene de malo que desde ese lugar se empeñen en alcanzar un acuerdo común, pero el eufemismo “políticos e intelectuales” revela el fallido y un poco ridículo objetivo de presentarse desde una posición objetiva, dialoguista y civilizada que no corresponde al lugar que ocuparon y ocupan en la política. No se trata de desautorizar a nadie “ad hominem”, es decir de descalificar opiniones por la historia de quien las pronuncia. Pero la política no está naciendo todos los días. Hay una historia, un pasado, un lugar desde el que se habla. Y en este caso, el reclamo de amplios acuerdos para avanzar en la reforma judicial no puede dejar de ser cotejado con lo actuado por estos “políticos y periodistas” en los tiempos de la presidencia de Macri.
¿Quién de los firmantes alzó la voz para protestar por la designación en la Corte Suprema de nuevos jueces por medio de un decreto? ¿Quién se opuso, aunque sea levemente a la manipulación del poder judicial desde una “mesa” gubernamental? ¿Quién se declaró molesto por la prisión de dirigentes opositores sin condena firme? ¿Quién advirtió sobre la generación de un régimen político que utilizaba a los servicios de inteligencia para obtener datos de opositores, aliados, amigos y hasta parientes del presidente? ¿Quién sostuvo enérgicamente que no se pueden utilizar páginas de diarios y programas de televisión para extorsionar a personas a las que se quiere someter? ¿Quién salió en defensa de la libertad de expresión cuando en forma pública el presidente pedía que se reviera la excarcelación de empresarios de medios de comunicación previamente extorsionados para que pusieran esos medios a disposición de la persecución judicial a la actual vicepresidenta? ¿Quién esgrimió la constitución y las leyes para cuestionar la represión salvaje que causó la muerte de Santiago Maldonado o para denunciar la descarada utilización de la “justicia” jujeña para la persecución de Milagro Sala y de los militantes de su organización social?
Despejar sospechas, impulsar la transparencia y la participación ciudadana son finalidades nobles, palabras correctas. El documento todo (o lo que conocemos de él) es políticamente correcto. “Si yo pudiera como ayer querer sin presentir” decía Discépolo en su célebre tango “Uno”. Cuánto le gustaría a quien esto escribe encontrarse en estos tiempos con algún ejemplar de esa especie aparentemente extinguida en la política local que se llamaba a sí misma “liberalismo democrático”. Era una especie que no participaba en proyectos populares transformadores ni auspiciaba utopías revolucionarias. Pero siempre estaba presente para denunciar atropellos, para defender a personas que necesitaban defensa por su militancia política, gremial o social en tiempos duros (como entre nosotros fueron casi todos en los últimos cincuenta años). Lamentablemente no encuentro entre los políticos e intelectuales de este caso ningún ejemplar de esa especie.