El pasado martes 4 de abril trascendieron declaraciones en off desde el Ministerio de Economía que aseguraban que el Gobierno se dispondría a derogar por decreto o al menos modificar sustancialmente los alcances de la Ley de Alquileres, la cual entró en vigencia en julio de 2020, en plena pandemia, luego de extensos debates que habían comenzado durante el gobierno de Mauricio Macri. En algunos medios de prensa hasta se informó la derogación como un hecho, lo cual, a pesar de su expresa falsedad, funcionó como una pausa para los contratos por firmarse, a la espera de inminentes novedades respecto del régimen que regula las condiciones de acceso a las viviendas en alquiler.
Se trata de una ley que establece que el plazo mínimo de los contratos es de tres años, que los aumentos dentro del contrato se rigen por un índice oficial y tienen lugar una vez al año y otras regulaciones sobre montos y actualizaciones de los depósitos, responsabilidades tributarias y criterios sobre costos tanto administrativos como de pago de expensas. En general, es una ley que tiende a beneficiar a los inquilinos en aspectos que dejados a la libre negociación entre las partes, dada la asimetría, terminarían perjudicándolos. Por eso es que se trata de una ley que ha sido promovida y luego defendida por las organizaciones de inquilinos.
Casi desde su entrada en vigencia, o incluso antes, la Ley de Alquileres ha estado en el centro de los ataques de las cámaras inmobiliarias, que han podido constituir un sentido común según el cual esta ha sido perjudicial para todos los actores del sector: propietarios, inquilinos e intermediarios (inmobiliarias). Hoy en día es usual encontrar reflexiones en los medios según las cuales esto ha sido así sin demasiada fundamentación. Pero, ¿es efectivamente así? ¿Esta ley ha perjudicado tanto a propietarios como a inquilinos? En esta columna dividida en dos partes intentaremos responder a este interrogante: en la primera, aquí, presentamos el panorama del mercado de alquileres de los últimos cinco años, enfatizando en los años previos a la ley; en la segunda, dentro de algunas semanas, profundizaremos en la situación actual.
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El discurso dominante ha planteado que esta ley perjudica a todos porque, si bien la ley favorece a los inquilinos en términos de las condiciones de los alquileres (y en ese sentido rápidamente los perjudicados serían los propietarios), se arguye que este perjuicio redundó en una reducción de la oferta de alquileres, en que los dueños ya no quieren alquilar departamentos, y que entonces el resultado es una mayor dificultad para alquilar o en todo caso mayores valores iniciales, los cuales no se encuentran alcanzados por las regulaciones de la ley. Así, esta normativa ley beneficiaria al inquilino con contrato vigente, pero no al que desea ser inquilino o incluso al inquilino que debe renovar. De este modo, perderían ambos. Pero, ¿Qué es lo que este planteo esconde?
Es cierto que en la Argentina se verificó una caída en la oferta de viviendas en alquiler en los últimos años y que simultáneamente se dio un incremento en la oferta de viviendas a la venta. Sin embargo, mientras la primera muestra un comportamiento tenue desde el año 2019, la primera despega aceleradamente desde 2018. Es decir, mucho antes de la entrada en vigencia de la ley, e incluso antes de que esta empezara a ser tratada en las comisiones del congreso.
¿A qué se debe esto? Pues bien, en el mercado de alquileres se da una situación particular, que no ocurre en otros espacios económicos: los criterios decisorios de oferentes y demandantes son radicalmente distintos, con lo que no necesariamente compartirán la calificación de lo caro y lo barato. Este es, de hecho, uno de los elementos que lo configuran como un mercado profundamente asimétrico y que, por lo tanto, justifican el establecimiento de normas que definan categorías por encima de la libre negociación de las partes.
Los inquilinos buscan un lugar donde vivir. Y más allá de la discusión sobre el derecho a la vivienda y el justo reclamo de que no necesariamente corresponde que los propietarios se hagan cargo de satisfacerlo, una vivienda no es sustituta de ninguna otra cosa. Ninguna persona decidirá no tener lugar donde vivir a cambio de consumir más de otras cosas si el alquiler está muy caro. En todo caso, habrá quienes decidan compartir vivienda o volver a casa de los padres, o también quienes decidan mudarse a una vivienda más pequeña o más alejada del lugar deseado. Pero en algún lugar hay que vivir. Los locadores, por el contrario, son dueños de un activo duradero que genera ganancias. No ven la vivienda como un lugar donde vivir sino como una fuente de ingresos. Entonces, es perfectamente razonable que decidan sustituir la inversión en ladrillos por otra si la rentabilidad cae.
En estos términos, el alquiler será caro o barato para los inquilinos en términos de su relación con los precios de otras mercancías, o más habitualmente como porcentaje del salario. Si el costo del alquiler explica un porcentaje creciente del sueldo o del ingreso mensual, entendemos que se encarece; si el porcentaje disminuye, el alquiler se abarata. Para los propietarios, en cambio, el alquiler será caro o barato en términos de su relación con el valor de mercado de los inmuebles, una variable que para los inquilinos es absolutamente irrelevante. Del cociente entre el alquiler y el precio del inmueble surge la tasa de rentabilidad de la inversión, con lo que el alquiler será caro si de él se desprende una tasa elevada y será barato si la consecuencia es una tasa baja, principalmente en comparación con otras tasas de rentabilidad asequibles, principalmente en los mercados financieros, donde estas son más fácilmente cuantificables.
Así, es perfectamente coherente que existan situaciones en las que los alquileres se encarezcan para los inquilinos y se abaraten para los propietarios sin que necesariamente eso se deba a que los intermediarios se lleven una tajada más grande del pastel. Y esto es efectivamente lo que sucedió en Argentina entre 2018 y 2020: fueron tres años seguidos de importantes caídas en los salarios reales, dado que los salarios nominales subieron muy por debajo de la inflación. En 2018 los precios subieron un 48% contra salarios registrados que subieron solo un 33%. En 2019 la inflación fue de 54% y los salarios subieron 51%. En 2020, año pandémico, la inflación fue de 36% y los salarios subieron 29%. Tres años seguidos de caída del salario real. Si bien los precios de los alquileres antes de la ley no seguían fielmente a la inflación, puesto que los contratos solían tener cláusulas semestrales de ajuste fijo (lo que hacía que durante dos años se arrastraran las expectativas de inflación del inicio del contrato), en el mediano plazo sí había convergencia: si durante tres años seguidos la inflación supera a los salarios, es razonable que los alquileres también lo hagan. Es decir, el alquiler pasó a representar un porcentaje creciente del salario: ergo, para los inquilinos, se encareció.
Por el lado de los propietarios, es menester recordar que en la Argentina las valuaciones de las propiedades se realizan en dólares, en tanto los alquileres se cobran y pagan mayormente en pesos. En tiempos de controles de cambios, se trata de un mercado en el que el tipo de cambio que vale es el asequible sin restricciones, sea formal (MEP o CCL) o informal (blue), pues este es el cálculo que realizan los propietarios. 2018 y 2019 fueron años de brutal devaluación de la moneda: en 2018 el peso se devaluó 106% respecto del dólar; a fines de 2019 volvió la brecha, y mientras en todo el año el dólar oficial subió 62%, el paralelo lo hizo en un 98%. Frente a guarismos de precios de 48% y 54% o de salarios de 33% y 51%, indudablemente el dólar subió muchísimo más. En 2020 esto se mantuvo, con una brecha sostenida e incluso incrementada a lo largo del año: el dólar oficial subió 43% y el paralelo 114%. Esto quiere decir que el dólar subió mucho más que los precios y que los salarios, lo que es lo mismo que decir que todo el país se abarató en dólares, o que el resto del mundo se nos hizo más caro. Ahora bien, si los precios de las propiedades están dolarizados, en tanto estos no varíen van a encarecerse en relación a los demás precios y salarios de la economía. Si el dólar sube mucho, es necesario que las propiedades bajen mucho en dólares para que el cociente en cuestión no se modifique. Lo que sucedió durante estos años es que recién hacia 2020 las propiedades empezaron a bajar, muy lentamente. Pasando todo a pesos, mientras los alquileres se incrementaron al ritmo de la inflación y las propiedades lo hicieron al ritmo de la devaluación, el resultado fue una rotunda disminución de la rentabilidad de la inversión inmobiliaria. Es decir, el alquiler pasó a representar un porcentaje decreciente del valor de los inmuebles: ergo, para los locadores, se abarató.
No es casual, entonces, que la percepción de que todos se perjudican esté dando vueltas en el aire, pues de hecho en relación con la macroeconomía esto es cierto. Esto explica el aumento de la oferta de inmuebles a la venta y la reducción de la oferta de alquileres: para los propietarios, alquilar es un mal negocio. Esto explica a su vez el desasosiego de muchos inquilinos: para ellos, alquilar implica un esfuerzo cada vez mayor.
Para colmo de males, la ley entró en vigencia no solo en las condiciones excepcionales de la pandemia (donde, por ejemplo, estaban prohibidas las mudanzas por motivos sanitarios), sino durante la vigencia de leyes de emergencia que duraron hasta inicios de 2021 y que establecían no solo la prórroga automática de contratos vencidos y prohibición de desalojos, sino que esta prórroga habría de establecerse manteniendo los valores nominales del último período contractual; es más, en caso de haber aumentos preacordados en los contratos los inquilinos tendrían la posibilidad de congelar los montos nominales y pagar el diferencial más adelante.
Todas estas medidas se fundamentaron en la situación de emergencia de la pandemia y en sí mismas tienen su razonabilidad, pero configuraron un momento muy poco oportuno para la entrada en vigencia de la nueva ley: en tanto los contratos se prorrogaban automáticamente y sin aumentos nominales en un contexto de moderada inflación –con lo que los montos reales bajaban- casi no había unidades en alquiler, pues ningún inquilino se iba, y lo poco que estaba disponible lógicamente era muy caro; pero es más, porque dada la incertidumbre de la nueva ley, sobre la cual se esperaba que los alquileres iniciales fueran más altos, en tanto el ajuste sería anual, muchos inquilinos se volvieron potenciales demandantes, dado que no sabían qué les depararía la renovación cuando se levantaran las restricciones (lo que, además, no se sabía cuándo sucedería). Pandemia, restricciones, limitaciones, y una nueva ley entrando en vigencia ante lo cual hay, coyunturalmente, muy poca oferta y muchísima demanda: es evidente que el resultado sería catastrófico. Pero hay más: cuando las restricciones efectivamente se levantaron a principios de 2021 y todos los contratos vencidos desde marzo de 2020 fueron renegociados, los aumentos fueron gigantescos: no solo contemplaron la inflación acumulada ni el esperable salto de precios debido a una ley según la cual se ajusta una vez por año, sino también el rezago acarreado desde el principio de la pandemia.
En síntesis, la ley de alquileres se implementó en un momento muy especial, pero también luego de dos años y medio de una macroeconomía caótica que generó la particularidad de que todos parecían estar perdiendo. Hoy en día la situación es otra: el tipo de cambio está subiendo más lentamente que la inflación, las viviendas han bajado de precio en dólares, y de hecho en algunos barrios de las principales ciudades se vive un boom de los alquileres temporarios. Es decir, hoy en día las tasas de rentabilidad han subido. Es decir, hoy en día ya no están perdiendo todos. Lo que sí está sucediendo es que, debido a la ley, los alquileres están subiendo menos que la inflación. Entonces, hoy en día la ley efectivamente protege a los inquilinos y perjudica a los locadores. Si en algunos casos sigue habiendo doble perjuicio, no es debido a la ley, sino a la fragilidad cambiaria que coexiste con la dolarización de los inmuebles. Derogar la ley no corregirá esto, sino que agravará la situación de los inquilinos. En la próxima columna desarrollaremos en detalle la situación actual.