La preparación de antologías de cuentos es una tarea grata, al menos para quienes somos animales de lectura. Concurren memoria, novedades, recomendaciones, la inagotable curiosidad, la paciencia, el gusto y el olfato. Por lo menos.
Y además las antologías brindan el placer de los reencuentros, como ahora con Horario Quiroga, ese maestro afortunadamente incapaz de envejecer. Y es que la prosa de Quiroga es rampante, precisa como el cuchillo filoso que destaza a la bestia. Sus núcleos argumentales no dan tregua, son de dejar la boca seca en cada texto y sin importar que uno los haya leído más de una vez, casi desde que fuimos niños. Y para nosotros en el Chaco, hasta con un aire familiar: Porque Quiroga es también un poco nuestro.
A entre 15 y 20 kilómetros de donde vivo, en Resistencia, están los restos de la casa que él habitó durante lo que fue su primer período nordestino y tropical, antes de radicarse en Misiones. Casi nada queda de aquel rancho en las cercanías del río Saladito, que cruza la Ruta Nacional 11, pero algunos visitantes audaces se atreven a visitar el lugar, de cuyo emplazamiento hay notables fotografías que pertenecieron a la Biblioteca del Banco del Chaco, reunida por un reconocido historiador local, Seferino Amelio Geraldi, pionero en ordenar la correspondencia de Quiroga de ese período. También se conocen dos álbumes de fotos y algunas cartas que Quiroga escribió desde allí a su amigo salteño José María Fernández Saldaña, correspondencia que se conserva en Montevideo, en el Archivo Literario de la Biblioteca Nacional del Uruguay.
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Lo que parece cierto es que el itinerario chaqueño de Quiroga se inició en 1903, luego de que en junio acompañara como fotógrafo la expedición de Leopoldo Lugones a las ruinas jesuíticas de San Ignacio, en Misiones. Al regreso, y con los restos de una herencia recibida, compró unos campos en el Chaco y se largó al cultivo del algodón, producto que muchos años después sería emblema de esta provincia.
Es conjeturable, hoy, que se hayan consolidado entonces su fascinación por las selvas del nordeste argentino y por la literatura. Es cierto que vivió poco tiempo aquí, entre 1904 y 1905, y que la experiencia rápidamente devino fracaso económico. Pero no es descartable que haya sido en el Chaco donde se gestaron su espíritu aventurero y su escritura. Orgullo de provincianos, se dirá, pero aquí escribió Quiroga uno de sus cuentos más inquietantes: “La insolación”, que acaso sea, de paso, una de las primeras descripciones literarias de la llanura chaqueña.
Lo que queda hoy aquí de Quiroga es casi nada, salvo un cartel a la vera de la ruta 11 que lo recuerda, y creo que no sin secreto orgullo para algunos. Porque después de todo es uno de los pocos carteles que no evoca a generales y coroneles de la conquista de estas tierras, Chaco y Formosa, donde tantas ciudades, pueblos y parajes fueron bautizados por militares para elogiar a militares.
Por suerte hay otras nomenclaturas perdurables que son referencias de sitios nombrados con encanto y maravilla: Charadai, Napalpí, Ciervo Petiso, Haumonia, Salto de La Vieja, Samuhú... Y el que recuerda la chacra de Horacio Qujiroga.