Es imposible para mí hablar de la política en estos días sin la referencia al acontecimiento de la desaparición física de Hebe de Bonafini. Su pensamiento y su práctica es una clave para pensar nuestra actualidad. Esta afirmación sorprenderá aún a quienes la admiran, respetan y quieren por su espíritu de lucha, por su entrega, por su conducta heroica cada vez que fue necesaria. Desde esta mirada, sin duda justa, Hebe era “acción pura” y “pasión pura”, no se podría discutir con ella con argumentos políticos porque lo suyo no los admitía, sino como subterfugios de aquello a quienes nos hemos ido acostumbrando a llamar “casta política”.
Sus enemigos han reinterpretado la pasionalidad de Hebe como producto irracional del trauma individual y social que constituyó “la violencia de los setenta”: la propia construcción de la frase revela que bajo la aparente neutralidad del punto de vista se esconde una intención profundamente polémica, que consiste en la creación de un monstruo llamado “violencia” que engloba por igual a unos y otros protagonistas del duro antagonismo político que estalló a principios de los años setenta entre nosotros. Esta visión no histórica -y por lo tanto antipolítica- desemboca en la idea de igualar lo que se consideran los rasgos y conductas de los actores de esa época algo así como epifenómenos de un “drama argentino” (drama que abarcaría de modo indiferenciado a todos los protagonistas políticos, por igual, con prescindencia de sus ideas y de sus acciones). Es el sustento del mito de los dos demonios: el autoritarismo militar y las aventuras juveniles, responsables ambos y de modo parejo de nuestro fracaso político y de nuestra tragedia.
Si algo no se le perdona a Hebe desde ciertos cenáculos biempensante es haber sacado a los muertos, los desaparecidos y perseguidos del terrorismo estatal-militar monitoreado por el poder económico y por la principal potencia mundial contemporánea, de su exclusiva condición de víctimas para situarlos en su condición de luchadores, del lugar de quienes combatían el proyecto neocolonial, el de aquella época y el de la actual. No es, como se pretende, la “reivindicación de la violencia”, es el reconocimiento de una etapa tumultuosa y finalmente trágica y de sus protagonistas populares que son la huella necesaria de cualquier proyecto transformador actual y futuro. Haber “contado” esa historia de una manera alternativa, como un episodio político de la lucha por un país más justo y en pleno ejercicio de su soberanía (cuestión más vigente hoy que nunca) es un mérito histórico de las madres). Nos acerca a una mirada histórica más real y más democrática de nuestra historia: la que la presenta como el resultado de una serie de batallas, como el resultado de una lucha por el poder entre dos bloques histórico-políticos de innegable existencia en la Argentina a partir del año 1945. Como un caso singular de un proceso histórico-político vivido en toda la región -y en buena parte del mundo político a partir del triunfo de la revolución cubana. No es muy difícil ver el sentido último de la operación interpretativa que quiere restringir la vigencia de las madres a un período particular de la vida argentina y despojarla de toda proyección actual y futura para el país. Para sus detractores, la vida en común de los seres humanos debe despojarse de la visión antagonista de la política, debe tender al acuerdo y no a la lucha.
Este contenido se hizo gracias al apoyo de la comunidad de El Destape. Sumate. Sigamos haciendo historia.
El relato de la historia que Hebe disputó tiene una enorme importancia para pensar estos días. Es decir, los días del magnicidio frustrado, de la “justicia” convertida en una maquinaria protectora de los sectores social y políticamente poderosos y perseguidora de quienes se resistan, de los tiempos de la sistemática creación de un “relato” (en este caso inevitablemente autoritario y antidemocrático: el que afirma la condición intocable de las actuales relaciones de poder y el vaciamiento de cualquier escena conflictiva que amenace esa condición). Es un relato funcional al conservadorismo político que, sin embargo, ha cooptado regiones de la política que otrora animaron empresas que se reconocían “progresistas”. Hebe fue la protagonista política que más y mejor desnudó la naturaleza íntima de lo que empezó siendo un reformismo “prudente” y devino conservadorismo explícito, aunque con “rostro humano”. Es decir, crítico verbal de la sociedad en que vivimos, pero sobre todo opuesto a cualquier política realmente transformadora.
La pretensión de los poderosos y de sus admiradores políticos fue y es la identificación de Hebe y las Madres con una tradición supuestamente “autoritaria” cuya fuerza social fue y es adversaria de la democracia en la Argentina. Sus formas políticas habrían sido violentas e indiferentes a la cuestión de la democracia en la Argentina. Es decir que el lugar simbólico de la democracia debe ser ocupado por una coalición entre los depredadores y saqueadoras en alianza con sectores biempensantes para quienes la práctica transformadora es siempre sospechosa y, en última instancia, despreciable. La líder de las madres nunca pudo ser neutralizada por la prédica neutralista o “pacifista” en abstracto, un pacifismo que repudiaba cualquier contestación actual y real del régimen vigente.
En la realidad, la mujer que nos ha dejado tendrá que ser considerada y reconocida en el futuro (tan cercano como lo quiera el resultado de la lucha real y concreta y no la agitación de ideales abstractos y utópicos) como una de las expresiones más importantes de la política argentina de lo que va desde 1976 hasta nuestros días. ¿Se contradice la afirmación con la necesidad de un amplio acuerdo político democrático en la Argentina como el que viene impulsando centralmente Cristina? Sería así si se concibiera al acuerdo político como la negación de las querellas históricas y actuales. Como si se pensara en una mágica conversión de las fuerzas sociales y políticas que defienden el orden vigente, a favor de transformaciones en sentido de democracia y justicia social. El acuerdo democrático no es una pacificación abstracta, es, sí, una política de neutralización y aislamiento de los sectores realmente violentos de la vida política argentina. Muy especialmente de los que hoy anuncian un tiempo “refundacional” del país, sobre la base del borramiento de los pilares centrales de su historia. Una “refundación” que termine con la “experiencia peronista”: es decir con las empresas públicas, la seguridad social, el derecho laboral, los sindicatos y todo lo que complica el “orden” de la “buena sociedad: es decir de los beneficiarios de la acumulación capitalista ilimitada, y de la exclusión social. Ese falso acuerdo político -cuyo principal exponente es el ex presidente Macri- es un subterfugio, es la creación de un “corralito político” en el que las reglas de juego sean la conservación y la espiralización de la desigualdad, protegidas por la violencia mediática, judicial y policial (algunos quieren también que vuelva a ser militar). Dentro de ese corralito todo, fuera de él la violencia, la persecución y la injusticia. Esto es lo que está real y concretamente en juego entre nosotros.
Las madres nunca fueron ni serán “violentas”, aun cuando fueron y son hostigadas, perseguidas y demonizadas. Si hay un camino real de pacificación democrática del país, no será el canto de sirenas que agitan el latiguillo de los “dos demonios” el que lo alumbrará. De nosotros y nosotras depende que sea la herencia profundamente humanista, profundamente democrática y profundamente política que nos enseñó Hebe la que guíe el camino.