Pasaron 23 años de la crisis política de fines de 2001, una de las más grandes y dolorosas experiencias de la Argentina contemporánea. De algún modo nuestra situación actual está profundamente atravesada por aquellos episodios. Fue el estallido del plan de convertibilidad diseñado por Domingo Cavallo y ejecutado por el gobierno de Carlos Menem que estableció la paridad entre el dólar y el peso argentino: uno a uno. Dos décadas después el país se encuentra hoy inmerso en una profunda crisis económica y política, cuyos rasgos replican aquellos tiempos. Hasta muchos de los actores del drama (Sturzenegger, Caputo, entre los más salientes) vuelven a ocupar lugares centrales en el gabinete económico. El presidente Milei reivindica el experimento neoliberal y lo coloca en cierta perspectiva luminosa que se desentiende del gravísimo daño que causara al pueblo argentino, particularmente a sus sectores sociales más débiles. Todavía no se terminó de descartar la ruta de la “dolarización” de la economía que no es sino una fórmula más violenta y regresiva de aquel proceso.
Lo cierto es que el abandono de esa aventura financiera, extraordinariamente costosa para el pueblo argentino, fue el primer paso que bajo los gobiernos que sucedieron al derrumbe del presidente De la Rúa terminó siendo el primer paso virtuoso en la dirección de la recuperación económica y la reparación social: significó el final del experimento de los años noventa. El proceso de recuperación que encabezó Eduardo Duhalde (con la estrecha colaboración de Alfonsín, el radicalismo, la iglesia católica y múltiples organizaciones sociales) permitió el final de una etapa caótica y la paulatina recuperación del orden económico y una importante recuperación social.
Pasados hoy más de veinte años de aquellos acontecimientos, asistimos entre nosotros a la reaparición de los mismos espectros, de las mismas mentiras, de las mismas falsas ilusiones que alimentaron aquel pasaje ominoso de la historia argentina. Una descarga propagandística impresionante -que incluye el falseamiento sistemático e irresponsable de los datos de nuestra economía- llega al punto de reivindicar la dolarización de nuestra economía. El reloj de los grandes grupos financieros marca la hora de un retorno inconcebible, de un rumbo que profundizaría la regresión que en todos los aspectos sociales está experimentando nuestra patria bajo el actual gobierno. El combate contra ese relato- fantasioso y lesivo de los intereses populares- es hoy una prioridad política absoluta.
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Aquello que los azarosos números electorales de 2003 impidieron vuelve a ser invocado como la “solución” de los problemas argentinos. Pero, claro, la historia nunca se repite bajo las mismas formas. El modo actual recoge las “últimas novedades” del mundo imperial: el ultra neoliberalismo cuenta hoy con el sostén de una fuerza “nueva”, de los “nuevos emprendedores” surgidos de los grupos más poderosos del mundo. La pésima novedad que esto supone es que el “nuevo neoliberalismo” le ha perdido todo respeto a las instituciones nacionales e internacionales. Se presenta como lo revolucionario de nuestro tiempo, con toda la fascinación que el término aporta en su presentación política. Se alimenta de las diversas frustraciones de las experiencias populares crecidas en los primeros años del siglo XXI y en los retrocesos que experimentaron. Su triunfo, en cualquier lugar del mundo, es una derrota del campo popular.
Sin embargo, la contraofensiva neoliberal de estos tiempos tiene también su sesgo nuevo, distinto al de los años noventa del siglo pasado. Es un neoliberalismo “radical”, no acepta dialogar con el mundo tal como se ha ido conformando desde los primeros años de este siglo. Su programa filosófico- político es la revancha contra el ascenso de los derechos nuevos y viejos; apoyándose en las limitaciones de los impulsores de los nuevos derechos, impulsan una suerte de “nueva revolución”, una “revolución libertaria” que signifique el “triunfo del individuo” sobre lo colectivo, sea éste estatal, sindical o, en general, legal. Detrás del anarquismo neoliberal se esconde una nueva ofensiva del capital contra los derechos individuales, laborales, sociales y de cualquier tipo que no tengan la validación de la “lógica del mercado”, es decir que estado se evapore en el interior de sociedades que, como suele decir el Papa, tengan la fraternidad como su norte. La sociedad de los libertarios no es entre hermanos sino entre competidores que acuerdan o no, sobre la base de sus intereses particulares.
En la Argentina vivimos una variante particular de esta época, la que sucede en el tiempo a la experiencia nacional-popular que se abrió paso desde la crisis de 2001. El camino del campo popular no puede reconstruirse sobre la base de las palabras, de las consignas y de los sueños de otros tiempos. Está obligada a hablarle a nuevas generaciones, a abordar nuevos problemas, a construir nuevos lenguajes. Pero lo nuevo no es la negación obtusa de lo pasado. Para construir este imaginario popular, amplio y eficaz hay que promover nuevas voces, nuevas experiencias. Que son nuevas, pero a la vez son portadoras de historias viejas y gloriosas, desde la revolución de nuestra independencia hasta la segunda independencia que significó el tiempo del peronismo que proyecta su influencia hasta nuestros días.
Está claro que entre nosotros tenemos un problema urgente para resolver. Es la unidad del propio campo, despejando el terreno de querellas internas que a muy pocos incluyen y que a casi nadie le interesan. ¿Qué es lo que está en discusión en el peronismo de hoy? Si hay alguien capaz de explicarlo franca y abiertamente será una oportunidad para el crecimiento. Y en caso contrario no debería ser un obstáculo para actuar unidos en defensa de lo poco que nos ha quedado y de lo mucho que se puede y se debe reconquistar.