Nadie podría estar en contra del progreso ni dejar de anhelar el orden, ahora bien, esas dos palabras por sí solas y sin darle un contexto que le brinde un determinado sentido no nos permite saber para quiénes se desea lo primero, ni cuál es el costo humano que se propone con lo segundo. De eso trata esta nota en el panorama preelectoral actual, y en función de las propuestas que alientan los precandidatos conforme el uso que hacen de esos términos, justamente, para desentrañar su real sentido.
¿De qué progreso hablamos?
Es notable la frecuencia con que se replica la idea de “progreso” en los discursos de campaña de la oposición, a la par que se la alude desde los medios hegemónicos ligada a críticas al Estado cuando se instalan gobiernos de corte popular; o en las prédicas para insertarnos en el mundo -a cualquier precio- partiendo del presupuesto de hallarnos aislados y fuera del radar de los grandes inversores a los que se le impondrían diversas trabas para desembarcar en estas tierras para llenarnos de dones; o agitando la consigna de la necesaria seguridad jurídica que, a poco que se la analice, únicamente preocupa con respecto al libre mercado y a la libre circulación de capitales -nacionales e internacionales- que garanticen su deslocalización o fuga en busca de mejores negocios, sin compromiso alguno con el país en donde obtuvieron sus ganancias.
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Con absoluta impudicia y ausencia del menor apego a los hechos constatables -datos duros irrebatibles- que proporciona la Historia, se llega a responsabilizar al “populismo” de los últimos 70 años -con indisimulada referencia al Peronismo- por el estancamiento económico, cuando los gobiernos de ese signo no llegan a un tercio de ese período e interrumpidos por brutales dictaduras en dos ocasiones (1955 y 1976). Mientras que, en la mayor parte de ese lapso arbitrariamente determinado, se registran gobiernos militares o civiles cuyas políticas se enrolaron en el ideario liberal o neoliberal al servicio de intereses antinacionales que culminaron en resonantes fracasos para la Argentina, si bien depararon pingues ganancias para los cipayos “conocidos de siempre”.
Quizás convenga para comprender mejor esos discursos, descifrando lo que subyace a los mismos, remontarnos más atrás en la Historia recalando en la segunda mitad del siglo XIX y hacerlo a través de un personaje emblemático (Julio A. Roca), que ha cobrado centralidad en estas últimas semanas por la controversia -entre los propios sectores conservadores y ultra reaccionarios- provocada por la decisión del Consejo Deliberante de la ciudad de Bariloche de retirar su monumento del Centro Cívico y trasladarlo a otro sitio.
La llamada “Campaña del Desierto” comandada por Roca, que permitió apropiarse de cientos de miles de hectáreas desde el sur de la provincia de Buenos Aires y la Pampa hacia toda la Patagonia, luego repartida entre unas pocas familias “patricias”, que adquirieron a precio vil acciones en la Bolsa de Comercio y/o financiaron aquella empresa militar desde la Sociedad Rural Argentina presidida por José Toribio Martínez de Hoz (tatarabuelo de José Alfredo -alias “Joe”-, el genocida ideólogo/mentor de Jorge Rafael Videla), es en la vida pública de ese general (luego presidente de la Nación en dos ocasiones) el episodio más conocido y destacado tanto por sus exegetas como por sus detractores.
Fiel exponente de la llamada Generación del 80’ de aquel siglo, que la Historia oficial mitrista identifica como fuente del “progreso” y tributaria de los elogios de los favorecidos por el país pastoril sometido al imperialismo inglés y que, según sostenía el hijo (homónimo) de ese general, correspondía considerar a la Argentina como la más preciada joya de la Corona británica, palabras pronunciadas precisamente en ocasión de la firma del oprobioso acuerdo de comercio de carnes con Inglaterra, el Pacto Roca-Runciman.
Esa “Campaña”, con abstracción de otras consideraciones económicas o de integración territorial, fue a todas luces un genocidio tanto por el despiadado crimen de miles de pobladores originarios que habitaban esas tierras como por el destino de destierro, servidumbre y esclavitud de hombres, mujeres y niños que sobrevivieron a esas matanzas.
Un dato curioso, si se quiere, es que en defensa de la “obra militar y política” de Roca, el diario La Nación publicara una nota de Juan José Crespo (23/11/2004) en la que, después de una serie de cabriolas dialécticas para edulcorar y humanizar esa “gesta”, cierra el artículo afirmando: “Felizmente, cualquier serio investigador de historia, cualquier estudioso del pasado que se documente, se preguntará azorado: ¿qué genocidio?”
Esa perplejidad no se condice con la frondosa documentación e investigación existente al respecto, que despejan toda duda sobre la ineludible calificación que en la cita precedente se plantea como irónica pregunta. Pero, además, también contradice la postura que otrora, en la época en que ocurrieran esos trágicos sucesos, ese mismo diario adoptara.
En una nota de Esteban Bayer publicada en Página 12 (4/8/2023), señalaba que su padre (el historiador Osvaldo Bayer) solía citar una crónica nada menos que del diario de la oligarquía y los terratenientes, La Nación, del 17 de noviembre de 1878, en plena Campaña del Desierto. En primera página, bajo el título “Impunidad”, decía textual: “El regimiento Tres de Línea ha fusilado, encerrados en un corral, a sesenta indios prisioneros, hecho bárbaro y cobarde que avergüenza a la civilización y hace más salvajes que a los indios a las fuerzas que hacen la guerra de tal modo sin respetar las leyes de humanidad ni las leyes que rigen el acto de guerra. Esa hecatombe de prisioneros desarmados que realmente ha tenido lugar deshonra al ejército cuando no se protesta del atentado. Muestra una crueldad refinada e instintos sanguinarios y cobardes en aquellos que matan por gusto de matar o por presentarse un espectáculo de un montón de cadáveres”.
El primer Centenario de la Revolución de Mayo, es también prueba acabada de la idea de “progreso” que imbuía a esa “generación”. Allá por 1910 los festejos se centraban en una Buenos Aires sitiada por fuerzas policiales y militares que protegían a unos cientos de miembros de la oligarquía y a la invitada de “honor” la Infanta Isabel de Borbón a la que -paradójicamente- se la reconocía como representante de “nuestra Madre Patria”, y todo ese despliegue por el temor a la acechanza de decenas de miles de pobres, hambrientos y de medidas de protesta sindicales que reclamaban por elementales derechos.
Contrastes y analogías son inexorables con acontecimientos más o menos cercanos a estos días, como resulta de una comparación -no odiosa sino memoriosa- de cómo se desarrollaron y que espíritu animó los festejos del segundo Centenario de aquella Revolución que fue un hito en la aparición de nuestra Patria.
El recorrido a pie de una decena de mandatarios suramericano desde la Casa Rosada hasta el Cabildo atravesando la Plaza de Mayo con un mínimo despliegue de seguridad, para luego mezclarse muchos de ellos, como también altos funcionarios de Gobierno y miembros de las Fuerzas Armadas, en las calles de la ciudad con la gente común que asistía y era protagonista central de esa fiesta popular, que congregó en Buenos Aires a más de seis millones de personas en el curso de una semana de festejos sin precedentes.
Resulta ser que Roca, quien no sabía montar a caballo, cuenta con la antes aludida -y otras tantas- escultura ecuestre con vestimenta militar que no puede sino evocar su derrotero de “guerrero”, no de estadista e impulsor del progreso como se le atribuye para mitigar su condición de genocida.
La defensa de su inmovilidad escultural recuerda otra acaecida no hace tanto, cuando se dispuso trasladar la de Cristóbal Colón del lugar que ocupaba detrás de la Casa Rosada a una locación en la ciudad de Mar del Plata, para instalar allí el monumento a Juana Azurduy heroína de la independencia americana, una escultura legada por la República Plurinacional de Bolivia. Del apellido de nuestro “descubridor” derivan palabras conceptuales como colonización o colonizados, que nos remiten de inmediato a la conquista, al exterminio de más de diez millones de personas pertenecientes a los pueblos originarios y a múltiples saqueos -de oro, plata y tantos otros minerales o productos autóctonos- por el Imperio español inicialmente, al que siguieron otros Imperios europeos y continuara el de EEUU.
Así como, en línea con esa ideología cipaya, perduran las críticas a que el 12 de octubre haya dejado de ser un feriado nacional identificado como el “Día de la Raza”, nada menos, para pasar a constituirse en el “Día del Respeto a la Diversidad Cultural”.
¿Cuál es el orden que nos proponen?
Los precandidatos opositores coinciden en lo sustancial en sus propuestas de “progreso” para dejar atrás una Argentina que catalogan de inviable, inviabilidad que debe entenderse como la de un país que nos contenga a todos con derechos y con participación en las mieces que se auguran si el estatismo les suelta las manos al Capital privado.
Una drástica devaluación monetaria o la dolarización (con inmediato impacto empobrecedor de la población en su conjunto), acompañada de un ajuste de igual entidad del gasto público; la privatización o cierre de las empresas que administra el Estado, a la par de su desguace estructural eliminando ministerios y otros organismos públicos junto a la supresión de los programas a su cargo; apertura indiscriminada de las importaciones, reforzando un perfil de exportación primaria sin mayor valor agregado, todo con la consiguiente quita de las restricciones a la compra y libre destino -fuga incluida- de divisas; baja y/o eliminación de las retenciones a las exportaciones; profundización de la matriz regresiva en materia impositiva, reduciendo los tributos que gravan el patrimonio, eliminando impuestos directos ligados a las ganancias y sosteniendo altas tasas de los indirectos vinculados al consumo (el IVA, por ejemplo) que gravan por igual a las capas altas, medias y bajas de la sociedad
Con elevada sensibilidad social propugnan el aumento de la edad jubilatoria, terminar con las moratorias y volver a un sistema privatizador de la seguridad social en donde no rijan sus principios básicos de universalidad, solidaridad y movilidad; reformar las leyes del trabajo, implementando un seguro de desempleo o un fondo de cese laboral (a imagen y semejanza del miserable régimen de los trabajadores de la construcción) en reemplazo de las indemnizaciones por despido; dispensar de agravamientos indemnizatorios (leyes 24.013, 25.323 y 25.345) a los empleadores incumplidores (por no registración o registro falso y parcial de los contratos de trabajo), vía derogación de esas leyes o su modificación con reducciones al absurdo de las consecuencias por ese tipo de infracciones; disminuir o suprimir contribuciones patronales previsionales, por obra social y sindicales, entre otras.
En el plano colectivo la embestida no será menor según lo que postulan, comenzando por una sustancial reestructuración sindical que impacte directamente en los márgenes posibles de representación personal y territorial, en la administración interna de las organizaciones gremiales y en limitaciones severas para el accionar de la dirigencia sindical; en un drástica injerencia en el campo de la negociación colectiva, eliminando el principio de ultraactividad (que garantiza la vigencia de un CCT aún luego de la fecha de vencimiento originaria, hasta tanto las partes acuerden su renovación), persiguiendo la derogación tácita o de hecho de los mayores derechos consagrados convencionalmente y reduciéndolos a los mínimos legales existentes, a la vez que propendiendo a la desaparición de las concertaciones por actividad o rama de actividad y a su reemplazo por convenios de empresa o de unidades aún más reducidas, exclusivamente.
El “qué” estaría comprendido en ese compendio de medidas, pero el “cómo” resulta de otras tantas proyectadas -y anunciadas sin tapujos- que se sintetizan en la aplicación de mano dura frente a la conflictividad social y laboral, como también con respecto a las fuerzas políticas que se opongan a programas semejantes.
La restricción del derecho de huelga se encuentra entre aquéllas, con una extensión de la catalogación de servicios públicos esenciales sin respaldo constitucional y en contradicción con reglas claras emergentes de Convenciones, Tratados y jurisprudencia de Organismos Multilaterales; la penalización de los dirigentes, activistas y de quienes participen de medidas de acción directa, junto con una distorsionada interpretación de los alcances de la responsabilidad civil de los sindicatos.
Las recetas para la conflictividad propia del mundo laboral se proyectan acentuadas y se amplían en el universo mayor de los conflictos sociales y políticos, con variadas fórmulas represivas frente a las protestas, demandas y resistencias que se manifiesten contra un disciplinado “orden” al exclusivo servicio del “progreso” prometido a todos, pero, a sabiendas que tiene a unos pocos por destinatarios.
La Constitución Nacional impone mandatos
Esa curiosa pero para nada novedosa concepción de “Progreso y Orden”, la hemos experimentado repetidas veces en la Argentina -su última edición entre 2015 y 2019- como la pudimos -y podemos- contemplar en otros países, generando sin excepción idénticos resultados frustrantes y de marcado empobrecimiento para el Pueblo y, más temprano que tarde, reacciones violentas que responden a las violencias institucionales y existenciales en que, inevitablemente, incurren los gobiernos inspirados en ideologías de esa naturaleza.
Sin embargo, aunque parezca de una elemental consideración, un ideario semejante colisiona con nuestra Ley Fundamental que, precisamente, consagra los derechos que se pretenden arrasar.
El Artículo 14 bis de la Constitución Nacional (CN) importa un compendio básico de derechos laborales, sindicales y de la seguridad social que establece un valladar insalvable de mínimos inderogables y cuya progresividad -que impone, cuanto menos la no regresividad- asegura otra norma constitucional (art.75 inciso 19 CN). Derechos a condiciones dignas y equitativas de labor, jornada limitada, retribución justa e igual remuneración por igual tarea, protección contra el despido arbitrario, estabilidad del empleado público; organización sindical libre y democrática, garantías de libre concertación de convenios colectivos y ejercicio del derecho de huelga; otorgamiento por el Estado de los beneficios de la seguridad social con carácter integral e irrenunciable, jubilaciones y pensiones móviles.
Otras normas constitucionales también se contraponen a iniciativas restrictivas y represivas como las más arriba reseñadas, garantizando la igualdad (art. 16 CN), el principio de inocencia, defensa y de legalidad (art. 18 CN), el pleno ejercicio de los derechos políticos (art. 37 CN) y la libertad para la creación y el desarrollo de actividades por los partidos políticos (art. 38 CN); derechos ambientales aptos para el desarrollo humano, al uso racional de los recursos naturales (art. 41 CN).
Con igual rango, conforme lo dispuesto por el Artículo 75 inciso 22 (CN), lo normado por diversos Tratados Internacionales de Derechos Humanos refuerzan las libertades y los derechos antes mencionados, tanto como le dan sustancia a otros considerados implícitos o incipientemente enunciados en nuestro texto constitucional, como los de reunión, petición, información, libertad de expresión.
A lo que se agrega una definición rectora que contiene el inciso 19 del artículo precitado, cuando establece las atribuciones del Congreso de la Nación y dispone que debe: “Proveer lo conducente al desarrollo humano, al progreso económico con justicia social, a la productividad de la economía nacional, a la generación de empleo, a la formación profesional de los trabajadores, a la defensa del valor de la moneda, a la investigación y al desarrollo científico y tecnológico …”
El voto implica compromiso
La pluralidad y la diversidad que debe respetar una sociedad democrática habilita los disensos como, lógicamente, las diferentes ópticas acerca de los problemas que nos aquejan y las posibles soluciones para resolverlos, pero su admisibilidad está constreñida a los límites y mandatos constitucionales.
El conflicto en cualquiera de sus manifestaciones impone su gestión y administración para lograr el orden necesario para el desenvolvimiento de una paz social también respetuosa de los derechos humanos fundamentales, sin que la respuesta represiva aparezca como primera, única e inexorable forma de alcanzar ese objetivo.
Consignas como “cárcel o bala”, “entrar con la metra”, “destruir” o hacer “desaparecer” a una fuerza política democrática, están en las antípodas de premisas y reglas básicas de convivencia republicana.
El discurso del “progreso” que refiere de “qué” se trata y “cómo” se alcanzaría ocultando el “para quiénes”, cuyo sostenimiento sólo puede pensarse a partir de un “orden” contrario a la Constitución Nacional y en base a la represión, privilegiando la “ley del revólver” y del gatillo fácil, no puede sino conducirnos a nuevos fracasos y a mayores desencuentros.
Más allá de consignismos de ocasión, es preciso adentrarnos en el sentido verdadero y la orientación de las propuestas que se nos formulan, el voto es un derecho a la par que una obligación, pero por encima supone un compromiso ciudadano indeclinable, una oportunidad de participación, de ser artífices de nuestro destino y el de la Nación.