A Javier Milei lo eligieron en un balotaje casi 6 de cada diez votantes. Ello significa que la idea de “resistencia”, que comenzó a circular por chats y redes, es absolutamente inapropiada. Para quienes no lo votaron las políticas que asoman son literalmente horrorosas, ideologizadas y hasta infantiles, como el rechazo del ingreso a los BRICS. Seguramente serán una desgracia para las mayorías, precisamente por eso una porción importante de la población no las votó. Pero Milei, por desagradable que resulte, es portador del derecho de los vencedores en un sistema democrático: llevar adelante sus políticas. La democracia es eso, el gobierno de las mayorías respecto de las minorías. No significa que la oposición no cumpla su rol, que no dé el debate público, pero se “resiste” a una dictadura, no a un gobierno elegido por el voto popular.
El verdadero desafío para quienes serán opositores a partir del próximo 10 de diciembre no es subir a las redes sociales poemas de abrazos en la desgracia, sino reformular el discurso y la representación política. No se trata de darle una nueva identidad al peronismo, un campo siempre laxo, ni de creer que se terminarán las internas entre las alas polares del movimiento. Se trata de un camino de dos pasos. El primero es comprender en profundidad el por qué de la derrota, no para avanzar en una autocrítica flagelante y plagada de culpables (que siempre son los otros) sino para analizar lo que se hizo decididamente mal. Hablar, ahora sí, de todo lo que no se habló cuando el objetivo era no perder las elecciones. El segundo es tener un plan para volver.
El regreso de 2019-23 no tuvo plan, sólo un candidato dedocrático y algunas generalidades. Era tal el rechazo al macrismo a fines de 2019 que si el ratón Mickey hubiese sido el candidato también ganaba. La lectura general era que la tercera experiencia neoliberal después de la dictadura y el menemismo había fracasado y que sólo había que recuperar el paraíso perdido. La memoria es corta, pero la administración saliente heredó una economía en crisis y al borde del default, por eso, a pesar del impasse de la pandemia, las energías del gobierno debieron concentrarse en las renegociaciones de deuda. Más allá de la demanda de volver a los superávits gemelos y a la recuperación de salarios, no hubo un plan para la macroeconomía. Como se trataba de volver al paraíso, lo que se hizo fue repetir el esquema económico de 2011-15. Así, en un contexto nacional e internacional muy diferente se repitió el cepo, la distorsión de los precios básicos, la teoría de la inflación oligopólica y las tasas de interés reales negativas.
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Traduzcamos. El “cepo” significo haber mantenido un esquema cambiario con un dólar barato, el oficial, y otros caros, la multitud de los paralelos. El gran negocio de estos años fue comprar o pagar al oficial y vender a los paralelos. Salir del cepo significaba tener un dólar más alto, lo que significaba un shock inicial de precios (por única vez) que impactaría en los ingresos, en la actividad y en las cuentas externas. Continuar con el cepo significaba lo que pasó, haber limitado el ingreso de capitales y alentado la salida, subfacturación de exportaciones y sobrefacturación de importaciones. En suma, significó fumarse el superávit comercial del período en vez de sumar reservas y agravar la restricción externa, lo que como era de esperar se expresó en una progresiva aceleración de la inflación, precisamente lo que se quería evitar al principio. Ya había sucedido en el segundo gobierno de CFK, la diferencia es que en 2011-15 lo que se consumió fue el stock de reservas, lo que permitió sostener un tipo de cambio más estable que durante los últimos 4 años. Con los precios básicos, que son el dólar, las tarifas y los salarios, pasó lo mismo. Se volvió a repetir el esquema de retrasar las tarifas y los salarios cayeron, no por falta de voluntad redistributiva, sino porque las paritarias siempre corrieron por detrás de la inflación. De nuevo, no por falta de poder de negociación sindical, sino por la velocidad de la inflación. El resultado fue que, al igual que en 2011-15, los subsidios volvieron a ser una masa creciente como porcentaje del PIB, lo que volvió a afectar las cuentas fiscales.
La discusión de estas cuestiones fue atravesada por internas interminables, pero nótese que se puede explicar sin recurrir a la personalidad de Alberto Fernández o “la maldad de La Cámpora”. Lo que estuvo mal fue no haber aprendido de los errores y haber repetido un esquema económico que ya había fracasado, en tanto el pico de la bondad de los indicadores sociales del período 2003-2015 se alcanzó en 2011 y, desde entonces, comenzaron a caer. Y cayeron porque el esquema económico no solo estaba mal, sino que no logró adaptarse al cambio de las condiciones externas, es decir al cambio del ciclo internacional después de la crisis estadounidense de 2008-09.
Al mismo tiempo se mantuvieron las visiones equivocadas sobre la producción y sobre el combate a la inflación. A diferencia del peronismo primigenio, en los últimos gobiernos crecieron discursos que mezclaron visiones antiproductivas y antiempresa.
Las actitudes antiproductivas fueron las que criticaron abiertamente a la mayoría de las actividades con potencial para crecer y exportar, desde la minería y los hidrocarburos a la agricultura de escala y la ganadería industrial. La base de la argumentación antiproductiva fue desde el indigenismo al ecologismo. Pasando incluso por el veganismo en la olvidada historia de las granjas de cerdos chinas, una gran oportunidad exportadora llave en mano que fue descartada gracias a la exitosa coordinación de actores impulsada por la Embajada estadounidense.
La visión antiempresa, que sigue incólume a pesar de los daños provocados, es la que se encuentra en la raíz de la falsa heterodoxia (es decir la heterodoxia de Flacso, no la de Keynes, Kalecki, Sraffa, Cesaratto o Lavoie) respecto del combate a la inflación. Hablamos de la teoría zombi de la inflación oligopólica, esa que cree que la inflación no se combate con macroeconomía, sino con regulaciones desde la Secretaría de Comercio. La que sostiene la existencia de empresarios oligopólicos malos que remarcan precios aprovechando su poder de mercado, la que no sólo no explica el fenómeno, sino que tampoco lo resuelve. Fueron vanos los intentos de explicar la diferencia entre niveles de precios y variaciones. Efectivamente un monopolio explica un nivel de precios más, pero no la variación permanente de estos precios. Tampoco se consiguió respuesta a la pregunta de si los empresarios de los países que también tienen oligopolios, pero baja inflación, son más buenos. La concepción antiempresa está presente también en la idea de que los empresarios “fugan” las divisas. Se trataría de un comportamiento extrañísimo según el cual los actores económicos se llevarían el dinero al exterior a pesar de tener nichos seguros de alta rentabilidad en el mercado local.
Existe un punto adicional de la falsa heterodoxia, pero que también está presente en la ortodoxia, que volvió a repetirse en estos años y que sumó al proceso inflacionario: el de la tasa de interés de referencia negativa. La defensa de la tasa baja se ejerce sobre una concepción errada del comportamiento de la inversión, la que sostiene que depende de la tasa de interés y no de la evolución del PIB. Un país que necesita reconstruir su moneda no puede darse el lujo de tener tasas de interés reales negativas como sucedió en todos los gobiernos del siglo XXI, para no herir susceptibilidades. Paradójicamente, las tasas negativas son las que hacen que los excedentes “se fuguen”, es decir, que se dolaricen.
Concentrándose solo en la economía y dejando de lado por ahora las disputas políticas y las tendencias globales de surgimiento de derechas extremas, existió una última falencia, la falta de comprensión sobre los cambios que se produjeron en el mundo del trabajo, o dicho de manera más amplia, de los cambios en el modo de producción capitalista. Nos referimos a los procesos de tercerización de la producción, que desconcentraron a los trabajadores de sus lugares de trabajo interfiriendo en la sindicalización y en las vías colectivas de reclamo. Colateralmente también se desarrolló el “emprendedurismo”, un proceso acelerado por la pandemia y el trabajo domiciliario. Finalmente debe incorporarse el aumento de la informalidad, lo que para buena parte de la población significó quedar afuera del discurso de “conservar derechos”, disonancia a la que sumó el proceso largo de deterioro, con matices y subibajas, de los servicios estatales de salud y educación.