Para pensar nuestra realidad nacional conviene mirar el mundo. Y, dentro del mundo, prestar especial atención a nuestro vecindario, a nuestra América y dentro de ella al cono sur. Miremos entonces. En Perú sucede una anomalía: la derecha rabiosa y racista reclama -de diferentes maneras- la anulación de la elección que consagró presidente a Pedro Castillo, maestro rural, dirigente sindical e indio, todo lo que constituye el prototipo de un individuo que no nació para ser presidente del Perú. La derecha político-social del país le declaró la guerra, con absoluta seguridad de que esa guerra terminará por ser ganada. Son masas de blancos y blancas de clases más o menos acomodadas que consideran que su razón racista es universal por definición: cualquiera que se oponga a ella es, por definición, antidemocrático, irracional y comunista. Vargas Llosa es el héroe político de esa masa. Convencidos como están de que la elección terminará por no ser respetada, han impulsado a sus representantes políticos a golpear las puertas de la OEA, a la espera de que su presidente, Almagro, proceda como procedió con otros indios salvajes en el caso de las elecciones bolivianas. Fracasaron. Hasta ahora parece que la OEA -es decir Estados Unidos- no participará en el golpe ni en el armado de un “gobierno cívico-militar” que restituya al país a su normalidad colonial.
Sigamos mirando. Hasta hace poco Bolsonaro navegaba a favor de la corriente. Cobijado en la protección de Trump, parecía que toda la tradición democrática y nacionalista de Brasil pasaba a ser un mal recuerdo para sus clases dominantes. Parecía que el designio brasileño era el de una dictadura salvaje con ropaje democrático y plenamente respaldada por el establishment local e internacional. Esa realidad se está esfumando con sorprendente velocidad. El gran símbolo del cambio fue la libertad de Lula -el primero y gran fracaso del lawfare- que según los diarios argentinos es un invento de Cristina, pero parece que, es como las brujas: que las hay, las hay. Y ahora Lula pasó de ser un prisionero escarnecido por el Brasil blanco burgués y “democrático” a constituirse en la esperanza de un amplio espacio democrático que incluye a muchos de los que hasta ayer eran sus enemigos jurados: Fernando Henrique Cardoso, el inolvidable escritor de la “teoría de la dependencia” es hoy un garante público de Lula como recurso favorable para un país democrático frente a la amenaza de la barbarie ultraderechista.
¿Y qué pasa en Chile, hasta ayer nomás ejemplo irrefutable del triunfo irreversible del paraíso neoliberal y del agotamiento del populismo atrasado y demagógico? El torbellino de la movilización popular se llevó por delante esa certeza. Hace un tiempo que no escuchamos a nuestros doctos economistas hablar del modelo chileno y contraponerlo con la testarudez populista y peronista de nuestro país. Silencio de radio. La sublevación popular barrió con la constitución de Pinochet, largamente sostenida en sus puntales básicos por el régimen que heredó al tirano.
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Se podría seguir con los ejemplos nacionales. Por ejemplo, preguntándonos si la situación colombiana actual no insinúa una crisis del modelo de gobernabilidad militarizada que se abrió con el asesinato de Gaitán en 1948 y que sobrevivió a la histórica gestión pacificadora reciente, frustrada por la ultraderecha que hoy gobierna el país. Y podríamos preguntarnos también por las certezas que en nuestro propio país auguraban el agotamiento definitivo del populismo después de que un demócrata como Macri había llegado por fin a restablecer la racionalidad capitalista y democrática. Hoy a Macri no lo respeta ni la UCR, cuya dirección había considerado que la camiseta amarilla era el único camino de supervivencia para el partido. No es el objetivo de esta nota pensar en la situación actual del radicalismo. Pero es muy evidente que en su interior hay más de un influyente cuadro político-empresarial que considera que hay que ir cerrando el capítulo que colocó al partido como furgón de cola de los herederos del “régimen” que combatió Yrigoyen. No es que se hayan vuelto patriotas, sino que quieren sobrevivir políticamente.
Acaso la mejor manera de internarse en la reflexión sea pensar desde nuestra propia experiencia, desde nuestro país. Y el punto de arranque bien podría ser el texto de la intervención de Cristina Kirchner del 18 de mayo de 2019. Una intervención que pasó a la historia por su consecuencia más inmediata y decisiva: el armado del Frente de Todos, el acuerdo popular-nacional que permitió terminar con el oprobioso gobierno de Mauricio Macri. Pero si se revisa con paciencia aquella intervención -y muchas otras de la ex presidenta- queda claro que su importancia no se agota en la definición de una táctica electoral circunstancial. Que hay en ese texto la intuición de una nueva escena internacional, de nuevos peligros y nuevas oportunidades, y de la necesidad de elaborar una estrategia para abordarlas. Algo de ese texto nos devuelve a otro momento, a otra oportunidad histórica: aquella que atravesamos después del triunfo electoral del movimiento nacional en 1973 y el regreso definitivo al país de Perón. En aquel momento el líder popular más importante de nuestra historia contemporánea convocó al pueblo a una reflexión de época. A un reconocimiento de peligros y oportunidades que aconsejaba una actualización de las tácticas, de las consignas y de las formas de lucha. El fenómeno de la globalización neoliberal no se mencionaba en esos términos, pero latía en la mirada del mundo de Perón. La consigna de la unidad nacional no era – como trágicamente la interpretó un sector- la resignación a la dependencia y la adaptación a un mundo injusto. Era un punto de partida nuevo, una autorreflexión del movimiento popular, una oportunidad para enfrentar el avance imperialista que en esos días se expresaba trágicamente en el golpe contra Allende y la Unidad Popular chilena.
Detrás de toda esta recuperación histórica -claramente inscripta en el discurso de Cristina en 2019- está la idea de que el movimiento nacional-popular regional tiene que asumir un momento signado por la lucha hegemónica. Es decir, por la disputa de quiénes y cómo pueden encabezar la lucha contra un neoliberalismo que ha virado desde las dulces esperanzas del derrame que se predicaban en los años noventa hacia un discurso irracional, belicoso y destructivo. Un discurso que en muchos lugares ya no oculta que las instituciones democráticas no le interesan en lo más mínimo. Y que de lo único que se trata es de salvar la “diferencia”. ¿Qué diferencia? La diferencia con los negros, con el populismo, con el comunismo, con todos los amagos de pensar un mundo distinto a éste en el que todos los días se agranda la distancia entre los seres humanos, y se crean las premisas para catástrofes cada vez más destructivas.
La pandemia ha ocupado el lugar de un enorme símbolo. El barbijo ha pasado a ser un emblema. Pobre y menesteroso, pero emblema al fin, de la voluntad del género humano de perseverar en su ser. De no rendirse a las distopías en las que a los hombres y a las mujeres solamente nos une la circulación del capital y entregamos al dios dinero nuestro destino. En ese terreno estamos disputando la hegemonía. Y la hegemonía no es la dirección de la “fuerza propia” sino la autoridad para estar al frente de todo lo que lucha para evitar la catástrofe.