Las situaciones límite son propicias para revisar certezas, plantearse interrogantes y evaluar alternativas. El modo en que se resuelvan nunca es único, ni los cambios que puedan resultar y las salidas que ofrezcan.
Una convicción generalizada
El transcurso de los meses sin que sea factible abandonar -en mayor o menor medida- el aislamiento, los distanciamientos y, en el mejor de los casos, las serias restricciones para retomar en forma completa las actividades que formaban parte de nuestras vidas, ha obligado a modificar todas las rutinas.
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Los avances que se van alcanzando para obtener una vacuna contra el COVID-19 no tienen miras, cuando efectivamente se concrete, de determinar un efecto inmunológico en el corto plazo y la consiguiente seguridad que permita superar completamente limitaciones de diversa índole, con lo cual el horizonte sigue siendo incierto.
Quizás la única certeza que se va consolidando, es que no habrá retorno a la “antigua normalidad” cualquiera fuese el desenlace final.
Junto a los replanteos que se den en lo personal, habrá otros muchos que forzosamente se verificarán en todos los ámbitos de la existencia comunitaria. Claro está, que dar cuenta de esa convicción no implica por sí mismo un juicio de valor ni sobre el sentido, naturaleza y consecuencias de los cambios que se generen o se nos impongan.
El sentido del trabajo
Las concepciones sobre el mundo laboral nunca han sido uniformes ni, por supuesto, ajenas a los intereses en pugna que le son inherentes y a las notorias asimetrías que caracterizan a las relaciones de empleo.
El trabajo constituye una de las principales vías de inclusión social, como también de realización de las personas, no siendo indiferente para cumplir cabalmente esos objetivos las condiciones en que se desempeñe y los derechos que se reconozcan.
Cuando se atraviesan situaciones excepcionales como las actuales se hace más evidente su importancia, tanto en cuanto a la conservación de los puestos de trabajo como en lo concerniente a las políticas que persigan sostenerlos y generar mayor empleo.
Las modalidades de contratación, las formas de ocupación o de organizar el trabajo están lógicamente ligadas a las metas de producción, a las innovaciones tecnológicas y a las características de la actividad, pero no pueden prescindir en su regulación del sentido trascendente que aquél posee y de las tutelas imprescindibles para garantizar un razonable equilibrio.
Tutelas, cuya intensidad corresponde acrecentar cuando se incrementan las desigualdades en el plano individual, es menor el amparo gremial con que se cuenta o se acentúan los riesgos de vulnerabilidad que ciertas personas, grupos o sectores presentan. Las crisis económicas no son óbice para que se brinden esos niveles crecientes de protección, pues justamente impactan en las tasas de desocupación y con ello en la potencia sindical e influyen, decisivamente, en el ejercicio como en la defensa de los derechos laborales.
Renovadas formulaciones sobre fracasos comprobados
Las propuestas flexibilizadoras presentadas como soluciones al problema del desempleo demostraron su reiterado fracaso en el mundo.
En Argentina hemos podido comprobarlo en cada oportunidad en que se implementaron, dejando a la vista que su resultado ha redundado en la degradación de las condiciones de labor y en el aumento de la informalidad –de hecho o legalmente fomentada-, sin generar una ampliación del empleo existente que, por el contrario, se contrajo o se sustituyó por alternativas deslaboralizadoras.
En esta semana se conoció una iniciativa de Roberto Lavagna con el título de “Pilares de un programa de crecimiento con inclusión”, donde se hace especial énfasis en la cuestión laboral como parte de un plan de reactivación productiva y desarrollo económico sustentado en dos factores: la creación de empleo en el sector privado y el impulso a la inversión tanto privada como pública.
Describe el mundo del trabajo como dividido entre quienes poseen un empleo formal, que estima en un 49,5%, sujetos a normativas que datan de hace más de 70 años, y los que están por fuera del sistema, que “hoy sufren una exclusión absoluta”, para cuya incorporación postula regular condiciones nuevas que, según sostiene, respondan a los cambios educativos, tecnológicos y productivos del siglo actual.
Anticipa que, en este otro sistema, que no alcanzaría a los que hoy ya están empleados para no afectar derechos adquiridos, regiría un “fondo de cese laboral” similar al del Estatuto de la Industria de la Construcción, que sería el principal impulso para crear empleo y dar cobertura a quienes se encuentran excluidos.
Un primer reparo ofrece la descripción del sistema vigente, tanto en cuanto a su antigüedad como si ello lo descalificara, o no hubiera tenido modificaciones y actualizaciones, ni fuera apto para responder a los cambios enunciados. Otro en orden a la porción del universo total alcanzado, que confunde con los que sí están comprendidos pero precarizados por su falta de registración y que tampoco representan el porcentaje restante que les asigna, ni su situación de informalidad deriva de las leyes laborales.
Cabe apuntar, además, que la mentada preservación de “derechos adquiridos” difícilmente se traduciría en su real efectivización, teniendo en cuenta que contando los empresarios con la posibilidad de contratar personal bajo el nuevo sistema, esos otros trabajadores en poco tiempo serían reemplazados o compelidos a adecuarse a ese régimen para conservar el empleo.
La siempre seductora fórmula de apelar a las profundas transformaciones e innovaciones tecnológicas, como fuente de un inexorable cambio de paradigmas en el mundo del trabajo y que conlleva a replantearse sus normas reguladoras, nada tiene de novedoso.
Durante la dictadura iniciada en 1976, similares fundamentos se esgrimieron para la derogación de gran parte de la legislación laboral; hace tres décadas, aquellos mismos argumentos se utilizaron para justificar la sanción de leyes acordes con el ideario neoliberal; al igual que durante el gobierno de Macri para la Reforma Laboral propuesta en el año 2017, que no se concretó por la fuerte resistencia sindical.
Precarizar no es la única alternativa
Esa patina modernizadora que pretende ser una respuesta a tono con el siglo XXI, encubre otro intento flexibilizador que toma como principal variable de ajuste a los derechos laborales y exige que se resignen garantías básicas, incluso violentando prescripciones constitucionales, como condición para acceder a la reactivación económica y la plena ocupación.
Ni la condición es tal ni el resultado que se augura es esperable por esa vía, mucho menos que el nuevo sistema ideado provea de una cobertura mínimamente aceptable a quienes comprenda y que sea apto para neutralizar los vicios que se señalan al actual régimen legal general.
Con prescindencia de las iniciativas análogas de los ’90 y del 2017, el modelo que se promueve (fondo de cese laboral) data de hace más de 50 años, sustentado en normas sancionadas por dos dictaduras -la de Onganía (Decreto ley 17.258 de 1968) y la de Videla (Ley de facto 22.250 de 1980)-, de aplicación a los trabajadores de la construcción.
Justamente una industria en la cual, a pesar de ser el despido libre y no indemnizado, se verifica uno de los mayores índices de falta de registración y consecuente privación de derechos. En la que se facilitan las tercerizaciones (contrataciones y subcontrataciones), con las consecuentes elusiones a las responsabilidades patronales. Donde es una práctica ampliamente extendida la subregistración salarial, en cuanto al verdadero nivel remuneratorio como en orden a su determinación, figurando pagos en base al número de horas (usualmente menor a las realmente trabajadas) y a la tarifa convencional (cuando se retribuye por producción o a destajo).
Si de lo que se trata es de estar a la altura del siglo actual, quizás sean otras cuestiones las que debieran abordarse y, seguramente, no para reducir derechos sino para ampliarlos de conformidad con el principio de progresividad que, cuanto menos, impide la disminución del grado de protección alcanzado (no regresividad).
El reclamo por un máximo de 8 horas diarias y 48 semanales, tuvo su origen en el siglo XIX, cuya consagración en nuestro país fue en 1929 (Ley 11.544), en el mismo año de inicio de la gran crisis mundial. ¿No es momento, entonces, de reconsiderar el régimen de jornada de trabajo?
La reducción del tiempo de labor no sólo importaría una mejora en la calidad de vida, sino que promovería la generación de empleo e impactaría positivamente en la disminución de los riesgos del trabajo.
La participación en las ganancias es un derecho establecido en nuestra Constitución Nacional, cuyo reconocimiento efectivo sigue siendo resistido por el sector empresario.
En un año en el cual se reclama un accionar mancomunado para reactivar la producción, en que el salario real arrastra una caída sustantiva y la ronda paritaria está seriamente demorada, sería oportuno incorporar ese tema a las negociaciones –contando con una ley que estableciera pautas mínimas para instar a esa discusión- favoreciendo, a su vez, una razonable implementación de cuestiones atinentes a la productividad y la competitividad.
Alentar esperanzas no es mero voluntarismo
Las inesperadas experiencias que vivimos han creado innumerables dificultades, nos han puesto a prueba para sortear situaciones que nunca imaginamos y revelado que era factible lo que creíamos imposible.
Lejos de concluir en un fatal determinismo que no albergue esperanzas de un mejor vivir o que sólo permita la búsqueda de la salvación individual, hoy más que nunca se advierte que son imprescindibles los comportamientos solidarios, que es fundamental la actuación colectiva y la disposición para atrevernos a vencer preconceptos planteados como verdades absolutas.
Que nada será igual abre un interrogante sobre el porvenir, como también una oportunidad para proponernos iniciar una nueva etapa de superación y ampliación de derechos, que constituye un claro desafío en el rediseñamiento de las relaciones sociales y de producción.