Crisis, internas y pactos: ni el silencio ni el clamor irreflexivo

Sentir desaliento es justo, lo que no equivale a la falta de prudencia en el sentido de la crítica como en la forma y oportunidad de manifestarla.

19 de julio, 2020 | 11.00

Es legítimo sin duda sentir perplejidad o desaliento cuando los acontecimientos políticos no se ajustan, en la medida que esperamos o reclamamos, al curso que imaginábamos y consideramos posible. Lo que no es óbice para prestar debida atención al contexto concreto en el cual se verifican, a la fidelidad o no que guardan con cuestiones centrales y definitorias del rumbo al que adherimos, ni al modo en que la crítica resulte propicia.

Convicciones y sensaciones

Lejos de haber desaparecido o llegado a su fin, las ideologías continúan siendo el sustrato de la acción política, las que se manifiestan en la cosmovisión de la Sociedad que pretendemos, a la que aspiramos o en la cual, incluso irreflexivamente, entendemos ocupar un cierto lugar.

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Los principios que las animan, las reglas a las que se someten, los intereses que se defienden, constituyen elementos fundamentales para otorgarles identidad y, en consecuencia, también para diferenciarlas.

Dogmatismos o pragmatismos, en sus expresiones más acentuadas suelen plantearse como contradictorios en el desenvolvimiento de las relaciones de poder y en el plano axiológico, aunque una combinación entre ambos pareciera ser inevitable para llevar adelante un proyecto político y, entonces, lo que resultará relevante es la dosis de cada uno de ellos que, en definitiva, denote el apego o desapego a las convicciones enunciadas.

Las subjetividades importan en lo que concierne a los posicionamientos personales, pero es lo colectivo lo constitutivo de aquéllas y lo que delimita el campo de pertenencia. Límites que si bien se conforman sobre un núcleo de coincidencias son por demás difusos cuanto mayor es el espacio que se persigue abarcar, por lo cual difícil –sino imposible- será que se sometan a una determinada ortodoxia doctrinaria.

La labor de gobierno supone enfrentar permanentes disyuntivas que hacen poco probable un recorrido lineal en orden a los objetivos propuestos, imponiendo transitar senderos que pueden distanciarse del camino elegido o emprender atajos, con la consecuente incidencia en el tiempo que insuma llegar a destino.

La valoración que esa tarea merezca estará ligada a la confianza que generen esos movimientos, a la rigurosidad con la que se la juzgue, a la ansiedad –razonable o no- por la efectiva obtención de los resultados esperados, a la ponderación de las fuerzas en pugna y de las estrategias para sortear los obstáculos como a la dimensión que a éstos se le asigne.

Las sensaciones, sentimientos o reflexiones críticas que generen son de vital importancia para darle sustentabilidad al Gobierno, en tanto éste tenga la capacidad para implementar alternativas de mediación que brinden contención y sirvan de reaseguro ante eventuales desvíos.

Multiplicidad de demandas

Las crisis se dice que son “una oportunidad” para recrear lo existente, si bien no descartan su profundización y la continuidad –con otra apariencia- de las mismas estructuras, factores y agentes que las provocaron.

Los efectos sí, en cambio, son ciertos mientras perduran, causando variados perjuicios que son más perniciosos para quienes se hallan en un mayor desamparo, menoscabando los lazos de solidaridad, provocando el desaliento y el descreimiento en las instituciones.

La multiplicidad de demandas propias de una sociedad democrática, plural y diversa se amplían, a la vez que operan fragmentando el campo colectivo no sólo en lo que atañe a reclamos antagónicos sino a los que son convergentes, compatibles o complementarios.

Las crisis en Argentina han sido recurrentes, las explicaciones a su respecto no son coincidentes pero sus consecuencias inmediatas no ofrecen variantes, en todos los casos han redundado en el empobrecimiento y menoscabo de derechos de las mayorías así como en beneficio de las elites integrantes o prebendarias del poder económico concentrado.

Nuestro país atravesaba ya antes de la pandemia una nueva crisis, cuya magnitud era comparable con las peores -sino mayor- de las vividas desde 1983, porque a la gravedad en materia económica se sumaba la descomposición institucional y el arraigo de un poder mediático que naturalizaba la depredación neoliberal como la exacerbación de la dependencia.

A ello respondió con contundencia casi la mitad del electorado en octubre de 2019, trazando una clara divisoria de aguas en cuanto al modelo de Sociedad y Estado que se postulaba, pero ni uno u otro territorio mostraban homogeneidad y mucho menos descartaba la posibilidad de entrecruzamientos o, siquiera, la ampliación de las bases para acuerdos de gobernabilidad superando la crisis que todos reconocían.

Primeros auxilios

Las dificultades, a poco se asumir el Presidente Fernández, se mostraron más complejas que las previstas, dando paso a respuestas inmediatas como paliativos temporarios hasta poder poner en práctica un plan de gobierno a tono con los compromisos electorales y, obviamente, en función de las negociaciones por el enorme endeudamiento que, así como se planteaban sujetas a la priorización de la deuda social y al desarrollo productivo, era ostensible el nivel de condicionamientos que suponían.

Transcurridos poco más de dos meses apareció el fantasma de un virus desconocido, que se corporizó rápidamente en la región e impuso dedicar los mayores esfuerzos a los cuidados de la salud de la población con cuarentenas que, si bien oportunas a la vista de los resultados alcanzados y que recibieran una generalizada inicial aprobación, fueron paulatinamente creando disconformidades de diversa índole que aprovecharon los sectores más reaccionarios para poner en cuestión al Gobierno más allá de las decisiones de confinamiento, haciendo eje en la supuesta ausencia de toda planificación pospandemia y en la improvisación como su signo distintivo.

La emergencia en numerosas áreas ya declarada en diciembre de 2019 se incrementó exponencialmente desde marzo del 2020, debiendo el Estado salir a asistir a la población en todos los terrenos y haciendo malabares con los escasos recursos con los que contaba, en función de inteligentes redireccionamientos de partidas y de una audacia –virtualmente- sin precedentes a nivel internacional e incomparable con relación a los comportamientos gubernamentales prevalentes en Sudamérica.

Claro que el mantenimiento de esa asistencia impone una selección de sus destinatarios tanto por su extrema vulnerabilidad, como por la gravitación sectorial que se les reconozca como actores para la recuperación de la actividad productiva indispensable para la creación de empleo y otras fuentes de ingresos, la ampliación –y satisfacción- del consumo, la diversificación de los bienes exportables -sin mengua de los tradicionales- para el aumento de divisas con las que afrontar las inversiones que requiere la Argentina como también la deuda externa reestructurada.

El sostenimiento de un esfuerzo en tal sentido requiere de fondos suficientes que es bastante improbable resulten de la repatriación de capitales, ni de la filantropía de los detentadores de grandes fortunas cuya generosidad no excede de algún acto de beneficencia corrientemente a través de Fundaciones útiles para deducir impuestos y hacer manifiesto el sitio que ocupan en la escala social.

La administración estatal de recursos y servicios esenciales que, confiados a privados, ha dado muestras del predominio de la codicia rentística en desmedro de inversiones imprescindibles o el franco abandono de políticas que aseguren su conservación, renovación y mejoramiento de su calidad, también están en línea con los medios de los que hace falta valerse para alcanzar metas como las anteriormente referidas.

Tiempos de acuerdos y confrontaciones

La cuestión esencial que subyace en el escenario actual, que replica otros que históricamente se han presentado, es el grado de potencia e impotencia que se verifique en la puja por la distribución de aportes y beneficios en la salida de la crisis, como en el nivel de reconfiguración de las cuotas de participación en la toma de decisiones y los roles protagónicos que marquen la hegemonía en el diseño futuro.

Contraponer las posiciones “acuerdistas” a las “confrontativas” únicamente puede pensarse desde posturas maximalistas distanciadas de las realidades de la gestión política. El diálogo es propio de la democracia, pero no está divorciado de conductas de aquella índole, sino que por el contrario le son inherentes.

La búsqueda de consensos exige diálogo, pero éste incluye la discusión y la fuerza relativa para defender las respectivas propuestas que se asientan en actitudes confrontativas –potenciales o efectivas- desde la cuales se logrará mayor o menor incidencia en los acuerdos alcanzables.

Plantearse un Pacto Social en esta coyuntura no da la impresión de que permita garantizar equilibrios razonables, ni la integración transversal de un espacio de suficiente representatividad que le brinde un sólido sustento. Más aún cuando se alienta la conformación de un Consejo Económico y Social que, sin perjuicio de las reservas que en sí mismo ostenta en cuanto a su eficacia instrumental, es donde deberían establecerse las bases para un Pacto semejante.

En igual dirección cabe analizar algunas de las iniciativas legislativas actualmente en curso que, como la regulación del trabajo remoto o el organizado sobre plataformas digitales, muestran disidencias crecientes en el sector empresario y también en el campo gremial. Cuyo urgente tratamiento no pareciera ser indispensable tanto porque, en el primer caso, su entrada en vigencia se postergaría por varios meses recién después de concluido el APSO, como por cuanto para ambas modalidades laborales ya existen prescripciones legales aptas para darles cobertura. Tutelas, que serían eficaces si se intensifica la fiscalización por las autoridades competentes y que podrían reforzarse con normativas estatales reglamentarias o por medio de la concertación colectiva.

Otros reparos surgen de la posible derivación en la apertura de una “reforma laboral” de mayor amplitud, que en cuanto se propicie como integral tendrá, indefectiblemente en la presente situación, un cariz flexibilizador pro empresario; y, fundamentalmente, expone al riesgo de constituirse en una confrontación que genere desgastes incluso dentro del Frente de Todos, provocando debilidades y postergando los debates principales que son menester dar en el Congreso encaminados hacia las transformaciones anunciadas (impuesto a las grandes fortunas, gravámenes para los activos en el exterior e incremento de las alícuotas –y base imponible- para los bienes personales, acceso a la tierra y recomposición de la matriz de explotación agropecuaria, incentivos para la inversión productiva, medidas dirigidas a garantizar la soberanía alimentaria).

Los acontecimientos que se han precipitado con una velocidad inusitada en pocos meses, junto a la rapidez con que se han instalado operaciones destituyentes y su proliferación prohijada por los cultores de la mentira mediática; tiene como correlato el desconcierto, enojo o desconfianzas que en forma incipiente despierta en parte de los votantes, adherentes y militantes de la coalición gobernante.

El silencio nunca ha significado salud ciudadana, lo que no equivale a la falta de prudencia en el sentido de la crítica como en la forma y oportunidad de manifestarla, para lo cual una guía inexorable es atender a cuánto ayuda para la concreción de los objetivos que se propugnan y en cuánto resulta funcional para quienes se ubican en las antípodas de la ideología y políticas de que se nutren esas metas.

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Álvaro Ruiz

Abogado laboralista, profesor titular de derecho del Trabajo de Grado y Posgrado (UBA, UNLZ y UMSA). Autor de numerosos libros y publicaciones nacionales e internacionales. Columnista en medios de comunicación nacionales. Apasionado futbolero y destacado mediocampista.