La conclusión de la gira europea vino con una cereza en el tope del postre: el guiño a la postura argentina para la renegociación de la deuda de parte de un tal Donald Trump en el mejor momento de su mandato, según coinciden los índices de popularidad, su absolución en el impeachment y el desastre que están haciendo los demócratas en su primaria. El apoyo de la Unión Europea y los Estados Unidos facilitará enormemente las instancias de mediación para llegar a un acuerdo satisfactorio antes del 31 de marzo, fecha que puso el propio presidente Alberto Fernández como tope para dejar de pagar, ya sea porque se lograron reestructurar vencimientos hacia un futuro lejano (no menos de dos años, cuatro en el escenario más probable que maneja el equipo argentino, más en el mejor de los casos) o porque el país, entre un acuerdo desventajoso y el default, elegirá esta última opción.
Todos los guiños, los saludos, las promesas de ayuda y las fotos de rigor pasarán a la historia si Fernández tiene éxito y servirán para nada en caso de que la negociación no llegue a buen puerto. La diplomacia no es un objetivo en sí mismo sino un medio para un fin, algo que Mauricio Macri y sus cancilleres políglotas, con vasta experiencia internacional e identidad de clase compatible con las mieles de la alta política global no llegaron a comprender en cuatro años. Los gestos hasta ahora resultaron sumamente positivos y sirvieron, también, para echar por tierra la idea de que un gobierno peronista viviría aislado del mundo. El trabajo duro, sin embargo, recién comienza ahora, cuando comience la etapa definitiva del diálogo con los acreedores, mientras la arena en el reloj se vuelve más escurridiza a cada hora que pasa y el aletear silencioso de los buitres girando en círculos vuelve a sentirse sobre el país.
No sólo el tiempo apremia. La Argentina necesita alcanzar, en las próximas siete semanas, un logro inédito en la historia de la economía global: nunca hasta ahora un país pudo reestructurar un compromiso insostenible, recibiendo para tal fin una quita en el capital y/o los intereses adeudados, sin antes haber pasado por la experiencia traumática de dejar de pagar. Hubo reestructuraciones sin quita de países que no cesaron sus pagos, como la famosa “salida uruguaya” de comienzos de siglo, y reestructuraciones con quita de países defaulteados, como le sucedió a la Argentina por esa misma época. Pero jamás se dieron las dos condiciones al mismo tiempo. El desafío es, por lo tanto, doble: convencer a los acreedores que la deuda, así como está, no puede ser honrada; y que ceder ahora les resulta más conveniente que esperar a que todo se derrumbe. Ardua tarea.
Así como en 2014 el país se convirtió en un leading case respecto al accionar de los fondos especulativos, consiguiendo el apoyo de una enorme mayoría en Naciones Unidas para aprobar una nueva reglamentación que limitaba ese tipo de prácticas, la apuesta del equipo que encabeza el ministro de Economía, Martín Guzmán, es volver a estar a la vanguardia de un cambio de paradigma en cuanto a cómo lidia el sistema económico internacional con las crisis de deuda. “Es necesario reescribir las reglas que rigen en la arquitectura financiera global. Argentina es una oportunidad para sentar una nueva forma de proceder a nivel mundial para que las resoluciones de crisis de deuda soberana sean sostenibles”, escribió esta semana en su cuenta de Twitter. El problema es que resulta virtualmente imposible reescribir esas normas antes de abril, lo que obliga a buscar una salida sui generis. Más argentino que el dulce de leche.
Es posible que el Fondo Monetario Internacional sea un aliado en este camino. Al menos eso expresó su nueva directora gerente, la búlgara Kristalina Georgieva, esta semana en el Vaticano, codo a codo con Guzmán. Allí dijo que en la reestructuración exitosa de una deuda no se pueden dejar de lado “la sostenibilidad y la inclusión”. La salida del FMI de David Lipton, uno de los principales halcones e interlocutor preferencial de Macri, es otra buena señal en ese sentido. Las irregularidades cometidas en la adjudicación de la deuda a la Argentina, durante el gobierno anterior, también son un incentivo para que colabore en la búsqueda de una solución no traumática. Herido por los antecedentes, el organismo difícilmente pueda sobrellevar ileso otro fracaso estruendoso, y la nueva conducción lo sabe. Sin embargo, haría bien Guzmán en no olvidar la fábula del escorpión y la rana, aunque sea por las dudas.
El camino hacia el 31 de marzo esconde, para Fernández, un peligro mayor: el 1 de abril. La notoria dificultad para reactivar la economía doméstica con las medidas redistributivas tomadas hasta ahora, necesarias pero no suficientes, sumada a la evidente parálisis de muchas áreas de gobierno, dizque a la espera de un acuerdo, puede convertirse en una trampa fatal. Incluso si la negociación de la deuda fuera un éxito rotundo, sus efectos benéficos no comenzarán a sentirse en la calle hasta dentro de varios meses, quizás recién en 2021. Como dijo el economista Emmanuel Álvarez Agis, “si todo sale bien, será un año de mierda”. Después de cuatro años de sacrificios, es difícil seguir pidiéndole paciencia a una sociedad al borde de la exasperación, pero peor es generar expectativas que no van a poder ser cumplidas. El crédito de la calle, como el del sistema financiero, no es infinito.