Pasar a la Historia

Como Néstor Kirchner, solo aquellos que se ocupan del más rotundo presente pasan a la Historia, esa con mayúscula. Esa que no vive en los libros, sino en los corazones.

26 de octubre, 2019 | 21.49

Setenta y siete años son los que pasaron entre el inicio de la Primera Guerra Mundial y la caída del Muro de Berlín, ese siglo corto de Eric Hobsbawn. En el medio, el nacimiento y la muerte de la Unión Soviética, la Segunda Guerra, la ultratecnificación, la Guerra Fría, el rock, la liberación feminista, la era de las comunicaciones y tanto más. 

Solo tres años menos, setenta y cuatro, entre 1945 y la actualidad. Y el 17 de octubre, y los derechos sociales y el voto femenino y la Plaza bombardeada, y el desarrollismo trunco y más golpes de Estado y la juventud maravillosa y la herbivoracidad de Perón y morirse y el caos y la noche y el neoliberalismo y el amanecer democrático y crear una, dos, tres, muchas crisis. Y las alternancias, las traiciones, los vacíos de poder y la política llenando lo que había vaciado.

Así se puede “puntear” la historia. Con sumatoria de acontecimientos. Con rupturas y continuidades. Con “lo macro”. 

Este contenido se hizo gracias al apoyo de la comunidad de El Destape. Sumate. Sigamos haciendo historia.

SUSCRIBITE A EL DESTAPE

Pero hay otras historias, también con minúsculas y que nunca están en los libros, en los congresos de los académicos y en los debates de panelistas. Son historias que vuelan bajo, planeando cerquita de la tierra, del barro de lo sencillo. Esas historias tienen como protagonistas a laburantes, a obreros de la construcción, a enfermeras en las guardias, a docentes revolviendo ollas en el comedor, a torneros ex desempleados, a chicas que venden pan de a cuartos en las panaderías, a señoras que riegan los malvones, a chicos que corren atrás de una pelota en una cancha que no tiene arcos ni tribunas. 

Y estas historias de estos protagonistas tienen escenarios: escuelas con banderas rotas, hospitales sin gasas, calles sin asfalto, casas donde los ladrillos están arriba sujetando lonas y no en las paredes, fierros oxidados en los fondos, televisores prendidos todo el día, fuerte el sonido, bien fuerte, que no nos escuchemos el silencio. 

Y después están los que cuentan las historias, como estamos haciendo ahora. Pero sobre todo están los que vienen a cambiarlas. Y esos y esas tienen fijaciones que acarician la terquedad. Porque hay que estar un poco loco para querer cambiar la historia

En el 2003 Néstor Kirchner llegó a la Presidencia de la Argentina con una lectura de política clásica: la crisis social y económica de 2001 no permitía de ninguna manera permanecer en el carril de lo conocido, de lo posible. Había que pegar un volantazo. Pero también llegó con una sensibilidad de la que no alardeaba: había que cambiar esas pequeñas historias que aquí arriba se describen. Y para cambiar esas historias había un solo camino: ocuparse del presente. De esas personas de carne y hueso, aquí y ahora. De ponerlas primero. De privilegiarlas. 

Los que ven corto, acusan: 'hace las cosas instrumentalmente, no por principios; beneficia a esos para sumar su apoyo'. Los que ven largo se van parando de sus asientos de a poco, como cuando arranca la jugada de gol porque intuyen: el que suma apoyos está haciendo historia.

Y aquí, en estas breves líneas, lo que aprendimos con Néstor los que lo vivimos: no hay forma de cambiar la historia más que la acción. Y solo aquellos que se ocupan del más rotundo presente pasan a la Historia, esa con mayúscula. Esa que no vive en los libros, sino en los corazones.