El crimen de un grupo de rugbiers en la localidad de Villa Gessel que terminó con la vida de Fernando Báez Sosa ocupó el centro del debate mediático e instaló el tema en la sociedad. Un grupo de amigos acostumbrado a la práctica del bulliyng golpeó e insultó con frases racistas y odio desmedido hasta matar a la víctima.
La mayoría de los expertos consultados durante éstos días, psicoanalistas, técnicos de rugby y deportólogos entre otros, aludieron a las drogas, el alcohol, los valores machistas y clasistas como los causantes del flagelo. Coincidimos en cuestionar y limitar esos factores, pero los ubicamos como motivos accesorios que intervienen pero no constituyen las causas específicas de lo acontecido. Inclusive de las pericias realizadas no se extrae que los miembros de la banda asesina hayan estado bajo los efectos de drogas o alcohol.
Nuestro punto de vista es que el homicidio del joven Fernando Báez Sosa, ejecutado por un grupo violento, es un síntoma de esta época que anuda el discurso capitalista en su expresión neoliberal y los ideales machistas y patriarcales: el cuerpo como la exigencia de potencia, los mandatos de masculinidad, el uso y abuso de otros cuerpos como cosas.
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Este anudamiento de neoliberalismo y patriarcado produce el avance a nivel mundial de una ultraderecha xenófoba, racista, misógina, homofóbica y autoritaria, portadora de una ideología fascista que reivindica métodos machistas, violentos y un descrédito de la política. El ascenso del fascismo y la mercantilización de la política trajeron un desborde de violencia desregulada que se reproduce, presentándose como la principal amenaza a la democracia.
La gran pregunta que nos interpela hoy, y que debemos enfrentar de manera urgente es ¿cómo acotar la violencia de los niños y adolescentes en un mundo en el que ha caído la autoridad paterna -que no es el patriarcado- y en el que las representaciones e instituciones están en crisis? ¿Cómo disminuir la violencia en un mundo que fomenta la transgresión, en el que los diques civilizatorios están en extinción y los imperativos epocales empujan al goce del consumo y el odio?
El debilitamiento sistémico de límites trajo como consecuencia la impulsividad generalizada, el acting, el goce masificado y la caída del principio de realidad y del pensamiento crítico. Todo deja entrever que tomó consistencia una masiva obediencia inconsciente a los ideales normativizados de la época, llevando a la naturalización del macho alfa violento que desprecia al indefenso. Una obediencia extremadamente patológica para el lazo social.
Las propuestas postuladas en estos días como educar, acompañar, conversar y contener son imprescindibles, pero para ser honestos hasta ahora no resultaron suficientes. Cuando las normas antiguas llegan a un punto muerto, hay que inventar soluciones que no excluyen las anteriores.
Debemos encontrar nuevas propuestas que constituyan una verdadera intervención, esto es, que provoquen consecuencias transformadoras de la realidad, redefiniendo lo que cuenta como bien y como mal. En definitiva, planteamos que debe existir una ley constitucional que desnaturalice la práctica del bullying que se ha instalado con fuerza en los últimos años en escuelas y clubes. Los niños y adolescentes son los grupos de riesgo, y los padres, profesores y directores se muestran muchas veces con buenas intenciones pero impotentes en sus estrategias para enfrentar y resolver esa violencia.
Freud, en la correspondencia que mantuvo con Einsten (“Por qué la guerra”, 1932), frente a la pregunta de qué hacer con la violencia y la guerra, propone una solución que consiste en sublimar la violencia e institucionalizarla como ley. El psicoanalista vienés responde que a la violencia se la combate con la política y el orden legal.
La democracia no debe negar la violencia ni el odio, sino intentar convertirlos en un combate regulado, contrario a las prácticas corporativas sin regulación propias del fascismo: la lucha a muerte entre enemigos. En contraposición, la democracia debe tratar de transformar la violencia en un conflicto regulado, debiendo la ley asumir un lugar protagónico por su función ordenadora.
La prevención de la violencia es posible si se traduce en políticas públicas, siendo el Estado el único que está en condiciones de garantizarlas, además del imprescindible trabajo de las familias, los docentes y el resto de la sociedad civil.
Hay un sentido común instalado, un prejuicio que asocia la ley con el Estado policial, cuando debemos plantearlo al revés: la ley funciona como un tercero simbólico que intenta ordenar la violencia imaginaria, la lucha a muerte. El Otro lacaniano es lugar del lenguaje, de las normas simbólicas explícitas e implícitas que regulan la interacción social, que pacifican. Todas las personas deben someterse a la ley, en contra de los ideales mercantiles corporativos y de abuso que imparte el mercado. En ausencia de leyes o regulaciones quedamos expuestos a los caprichos del mercado, vehiculizados por la policía o la “buena voluntad” individual.
Frente a lo ilimitado y cruel del anudamiento que se produjo entre neoliberalismo y patriarcado, la tendencia es que ninguna relación social hospitalaria entre compañeros pueda existir. Frente a los estallidos imprevisibles, no hay interacción posible sin una regla proveniente del Estado que intente domesticar o al menos limitar y disminuir la violencia. Está demostrado que los controles de alcoholemia y la ley que limita el cigarrillo en lugares públicos disminuyeron el consumo y fueron socialmente eficaces.
Es cierto que la ley siempre falla, que no soluciona el problema completamente y que hay que inventar otras suplencias sintomáticas.
Para reinstalar el prójimo, rechazado y devaluado por el individualismo neoliberal, será necesario volver a pactar la cultura. Habrá que fortalecer lo simbólico, la ley, que no implica mano dura ni baja de la edad de imputabilidad, ni la lógica de culpa y castigo, sino la posibilidad de la reparación del daño hacia la víctima, el grupo de pertenencia y el mismo agente del acto violento. La educación sexual integral con perspectiva de género y una ley contra el bullying son decisiones políticas que apuntan directamente al corazón del cambio cultural.
Refundar la democracia implica ir en contra de los valores machistas y neoliberales instalados, escuchar los ruidos perturbantes y las voces de la calle como llamados del pueblo, transformándolos en demandas políticas capaces de producir cada vez más democracia como premisa, sin punto de llegada, cuyo límite es la política. Una democracia sensible orientada por el género y la solidaridad que priorice la justicia y la igualdad.