La muerte de Sergio Zacaríaz: la verdad del neoliberalismo

La muerte de un hombre en situación de calle expuso la verdad más cruda del sistema económico que defiende el Gobierno. 

13 de julio, 2019 | 22.00

La verdad del neoliberalismo se llama Sergio Zacaríaz. Tenía 52 años, el 1 de julio murió de hambre y de frío, abandonado en la calle literalmente: lo encontraron tirado en una vereda del barrio de Balvanera.

El neoliberalismo es un experimento planificado que consiste en la producción en serie de una nueva subjetividad y de restos humanos desechables que quedan fuera del sistema. Estos sobrantes, en los hechos, dejan de ser ciudadanos y se convierten en individuos desnudos y a la intemperie, sin casa, trabajo, alimentos ni derechos. Revuelven la basura, comen restos para sobrevivir en la casa acartonada y no en sentido metafórico: se amparan de la intemperie con la fragilidad que ofrece una caja de cartón. Termina siendo un resto descartable el individuo que perdió todo, incluso la vida, por no haber cumplido con el principal mandamiento del evangelio neoliberal: la meritocracia. Se pretende, insensatamente, que el individuo sea un empresario de sí mismo y agente de su propia vida, y será culpable si no alcanzó éxito en el estudio, trabajo, ahorro, etc.

El neoliberalismo ganó la batalla de la domesticación social y el individuo quedó atrapado en un individualismo estúpido, eligiendo un gobierno que no mantiene “vagos”.  El “progreso” y la “modernización” neoliberal nos retrotraen a la época de las cavernas. La posverdad  de estos tiempos intentó hacer creer que Zacaríaz murió por las bajas temperaturas, pero sabemos que el problema es político y no metereológico.

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 La verdad velada por las maniobras de ocultación, las republicanas promesas, el doble discurso y las operaciones mediático-judiciales es que el neoliberalismo consiste en un sistema  thanatopolítico. Es un dispositivo de producción de “restos” que habitan en la calle y se naturalizan formando parte del paisaje urbano. La “democracia” neoliberal sólo es posible con el Estado de excepción y su máquina desigualitaria que produce la  vida desnuda: en el neoliberalismo a la vida humana se le puede extraer lo social, político y cultural en forma legal, y tratarla como una cifra, residuo u objeto de experimentación

Una élite corporativa que sacrifica a las mayorías muestra su rostro oculto: el poder real decide, olvidándose del pañuelo celeste que gusta defender, quién vive y quién debe morir antes de tiempo. La vida puede ser aniquilada sin que esa acción entre en la esfera de lo punible, porque es un asesinato “democrático”, en “buena ley”, que no es considerado delito.

Si la igualdad no funciona como un axioma universal al principio, surgen dos consecuencias lógicas: la meritocracia es una estafa y la igualdad es imposible, ni en la muerte se consigue, aunque eso implique contradecir al maestro Lao Tsé que afirmó “Diferentes en la vida, los hombres son iguales en la muerte”. En el neoliberalismo la fetichizada libertad individual que determina proactividad y rendimientos, es un cuento chino.

La revolución de la alegría no tardó mucho en mostrar su verdadero rostro, ya sin cumbia ni globos amarillos: el mal radical que, como definía Hanna Arendt, consiste en la aniquilación de la subjetividad, la singularidad, los derechos, la dignidad y la historización. 

La construcción del pueblo fundamentado en una voluntad popular nos puede salvar del infierno neoliberal.