El chisme político es el género que sobresale en las vísperas del 10 de diciembre. Los operadores que rodean a los líderes son, habitualmente personajes menores de la escena. Pero en el tiempo de descuento del gobierno de Macri, en los días previos al comienzo de una nueva experiencia política argentina estos actores ocupan fugazmente el lugar central. El periodismo de todos los signos asedia a los “íntimos” del presidente electo y les arrancan “revelaciones” sobre el gabinete que aflorará el día de la asunción. Las revelaciones son fugaces, se suceden vertiginosamente, se desmienten a sí mismas y no tienen ningún otro valor que la generación de expectativas de uno u otro signo.
El establishment, a través de sus difusores –los medios de comunicación oligopólicos- ya han trazado su propio cuadro de situación. Según esos voceros, lo que se juega en estos pocos días es si Alberto Fernández se somete a los dictados de Cristina o se asume como líder de esta etapa de la república. Pero ¿cómo se establece la distinción entre uno y otro rumbo? Para los escribas del statu quo neocolonial es extremadamente fácil: si Alberto es consecuente con su campaña y se propone un modelo antagónico con el de Macri es un títere de Cristina; si en cambio los nombres del gabinete prometen “moderación” y esquivan cualquier tentación “populista”, significa que es un hombre “razonable” que sabrá poner distancias con quien le posibilitó el triunfo electoral. Naturalmente, existe en el interior del vasto y plural espacio social de apoyo al Frente de Todos, un humor simétrico al anterior: todo lo que no tenga prueba de calidad como recuperación plena de la experiencia de los gobiernos de Cristina despierta suspicacias y genera tensiones. Es bueno tener en cuenta los dos humores para poder evitar los correspondientes peligros que cada uno de ellos encierra.
Las viudas periodísticas de la desastrosa experiencia macrista se sienten en el caso de pontificar qué es lo que debería hacer Alberto para pacificar y darle “gobernabilidad” al país. Las recomendaciones son amplias y diversas pero todas giran en torno a un eje, la ruptura de sus lazos con Cristina. Es el regreso del petitorio que la oligarquía argentina le presentó a Néstor Kirchner a través del entonces ceo del diario La Nación; solamente que el pliego no necesita como el anterior una larga especificación temática. Se limita a un “significante vacío”: romper con Cristina. Tienen de su lado una larga y muy transitada historia, la del “elogio de la traición” (con ese nombre, dos periodistas famosos de Francia publicaron un libro que aquí alcanzó una moda fugaz en la época de oro del menemismo). ¿De qué se trata? De la idea de que todo personaje central de la historia de un Estado tiene que estar dispuesto a traicionar (a sus votantes, a su historia, a sí mismo) en defensa de su convicción sobre qué es lo que su patria necesita de él aquí y ahora. A quien escribe no le parece esta una idea siniestra: cada personaje central de la historia lo es porque ha roto con todos sus prejuicios y todos sus dogmas para asumir las demandas de su época. Claro que hay traiciones y traiciones… Hay rebeliones contra el sentido común y los mitos construidos en los mundos culturales conservadores. Y también hay deserciones a proyectos políticos transformadores a cambio de ese fantoche de nuestros tiempos que ha tomado el nombre de “gobernabilidad”.
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Hay, a este último respecto, una discusión interesante en el aquí y ahora argentino del 10 de diciembre. Es el diagnóstico de la noche cerrada y prolongada que le espera al nuevo gobierno en su relación con el vecindario sudamericano. Es la reminiscencia del Perón de 1973 o del Alfonsín de 1983, rodeados ambos de dictaduras y sometidos a la presión del establishment para que eviten confrontaciones de consecuencias desastrosas. La receta actual de la gobernabilidad es la de adaptar el gobierno del frente a la nueva realidad de la región. Para eludir el habitual juicio moralista o ideológico respecto de la recomendación “realista” conviene poner en su lugar la experiencia histórica: ni los intentos del peronismo posteriores a la muerte de su líder por satisfacer las demandas del establishment (recordar el tristemente célebre ministerio de Celestino Rodrigo) ni los intentos de Alfonsín para negociar con los grupos económicos y con los militares nostálgicos de la dictadura llevaron a sitio alguno diferente del fracaso y el estallido de esas experiencias políticas. Si se quiere sumar comparación política, puede mencionarse el intento de Dilma Roussef de calmar a las fieras golpistas con planes de ajuste neoliberal, que terminó en su aislamiento político y su extrema debilidad en el momento de resistir al golpismo brasileño.
Si la supuesta prudencia que aconseja -como decía el inmortal Fontanarrosa y su inefable Inodoro Pereyra a través del perro Mendieta- “negociemos Inodoro”- parece no llevar a ningún puerto aconsejable, tampoco el irredentismo y la negación de las complejidades reales parece un camino virtuoso. En realidad conciliadores y radicalizados deberían volver a escuchar el mensaje de Cristina del 18 de mayo último. Se ahorrarían –nos ahorraríamos todos- el estéril esfuerzo de interpretar los movimientos actuales de la fórmula ampliamente triunfante en octubre como un movimiento indescifrable y solamente accesible a los periodistas con “llegada” a ciertas supuestas intimidades del nuevo poder. Quien pueda comprender ese mensaje y actualizarlo sistemáticamente en la coyuntura podrá comprender mejor los tiempos que vienen que los supuestamente mejor informados. Ese día se dio a conocer un pacto político de alcance histórico: el que fundió la necesidad de terminar rápidamente con la pesadilla neoliberal macrista, con el reconocimiento del lugar histórico de la experiencia de Néstor y Cristina y con la necesidad de construir un nuevo punto de partida para la transformación del país. Un punto de partida que se proponga horadar la roca dura de un amplio conjunto social que, sin ser beneficiario de la desaforada acumulación de riquezas por los poderosos del país, sigue desconfiando de los procesos nacional-populares sobre la base de fantasías ideológicas cuidadosamente cultivadas y de debilidades de esos mismos procesos que hay que saber reconocer y corregir. Si esas debilidades no hubieran existido no hubiera hecho falta el mensaje del 18 de mayo. Pero si hubiera otra ruta para nuestro futuro nacional que no fuera la que se recorrió entre 2003 y 2015 sería inexplicable la potencia política de quien dio el puntapié decisivo para la creación de esta nueva esperanza política.