"Cuándo la ley contradice la lógica de la persona común, es una mala ley”, aseguró a Infobae en 2017 el juez Juan Bautista Sejean, el responsable de haber legalizado el divorcio 30 años atrás en el país. Aquel hito sentaría un nuevo paradigma en uno de las dos esferas del ser humano: el ámbito privado.
Diez años más adelante, nos ubican en un departamento del barrio porteño de Nuñez. Mientras se hacían los últimos arreglos a las entradas de la estación Congreso de Tucumán y “el Saul” comenzaba a sentir los primeros impactos del 1 a 1, dos ojos inocentes miran a través del marco de una puerta gastada. En frente suyo, dos personas se reparten gritos inentendibles, desde un comedor vacío y desamoblado. Aquella sería la última vez que el joven Tomás vería a sus padres bajo el mismo techo.
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Como muchos jóvenes entre los veinte y treinta, pertenezco a esa primera generación de hijos con padres divorciados. Mi crianza consistió en un permanente ping pong entre dos hogares. Dos familias distintas. Dos visiones distintas de las cosas. Una misma certeza: el amor no dura para siempre.
La ruptura del “carácter perpetuo” en las relaciones significó un quiebre fundamental en la institución de la Familia. En el último tiempo, entre discusiones planteadas desde el movimiento feminista, los colectivos por el aborto legal seguro y gratuito, como también el incremento exponencial de hijos de padres solteros, ese acantilado podemos divisarlo frente a nosotros, la juventud, que debe tomar cartas en el asunto y poner por fin en discusión los vínculos familiares.
Pero para poder comprender cómo estamos donde estamos, debemos saber de dónde venimos. Para sorpresa de muchos, habrá que remontarse a la Grecia antigua. 300 a.C. Aristóteles, escribiría una de sus obras más célebres, "La Política". En su apartado número III, el pensador ahondó en las definiciones de qué era un ciudadano, e hizo una especial distinción: existían hombres capaces de comandar y otros destinados a servir. Estos esclavos, según el autor, eran meros objetos, al igual que una cama, una mesa o una puerta, el perro y la mujer (#PatriarcadoAlert).
El esclavismo familiar al género femenino como institución, duró siglos. Sería la procreación de la especie humana, el instinto más silvestre, el argumento que sostendrá este esquema, el que nuestros abuelos y padres han vivido.
Sin embargo, el “amor”, la supuesta causa de mariposas en el estómago, el determinador moral, el argumento de todas las "Avenida Brasil" o los "Dulce Amor", no aparecería en escena hasta el siglo XIX, con el nacimiento del romanticismo. Aquel movimiento cultural, que introdujo la noción del ser individual y emocional, utilizaría la vinculación amorosa, aquella supuesta fuerza inherente a los sujetos, como la columna vertebral de la institución familiar.
Desde ahí, la historia no dista mucho a la de nuestros abuelos: un joven hombre y una joven mujer se conocen, “se enamoran”, se casan (sí, tiene sexo) y procrean. Con la familia construida, ya se asignan los roles: la mujer se encargará de la crianza y las tareas domésticas, mientras el hombre, el ciudadano, saldrá a comandar (o mejor dicho, ser comandado).
¡Que visionario Aristóteles! Sus postulados podrían estar continuando en el presente, de no haber sido por la Segunda Guerra Mundial, cuando las mujeres trabajadoras debieron ensanchar las fábricas militares de EE. UU. mientras los Marines hombres combatían en Europa, o la figura de Eva Duarte de Perón en Argentina, que empoderó a las mujeres de las clases bajas con trabajos y logró conseguir su derecho a votar.
Para la mitad del siglo, con el capitalismo brillando como el sol radiante en el occidente, la institución del matrimonio ya no era una cuestión religiosa, era un instrumento legal: se heredaban fortunas, como también deudas, consecuencia de una sociedad movida por el negocio. Así llegamos al 87’, cuando se activó la bomba que explotó todo: el divorcio.
Hoy en día, creo que ninguno de nosotros está en contra de divorciarse, porque crecimos aceptando su existencia y que no estamos obligados a sostener un vínculo para siempre. Si le preguntara a todos mis compañeros y compañeras de clases, quiénes quisieran ser padres alguna vez, por lo menos la mitad no ha de tener el auténtico deseo de formar una familia. ¿Deberíamos entonces ser obligados?
Para nosotros, los hombres, es fácil. No somos capaces de gestar vida, pero las mujeres sí. Y pese a que los avances de mitad de siglo XX las logró ubicar en un piso "algo" igual al del hombre en casi todo el mundo occidental, pareciera que ellas deben seguir estando obligadas a complacernos y dar cobijo a una familia que quizás no quieren formar.
Parte de esa razón, es por la que hoy en día las compañeras se han levantado a cuestionar esa predestinación simplemente por su condición biológica. ¿Por qué deben estar obligadas a perpetuar la especie humana, si no lo desean y por qué deben ser sexualizadas o abusadas laboral y culturalmente por su cuerpo? Como la historia no se detiene, ellas vencerán. Ahora es labor de toda la sociedad, la joven sociedad, discutir y practicar nuevas formas de interrelacionarnos y forjar parentesco.
Desde Egipto hasta la actualidad, podemos asegurar que no siempre todo fue igual, que las cosas que hoy internalizamos no fueron de esta manera desde el inicio y por tanto, no tienen por qué serlo en el futuro, sí es que realmente nos creemos libres de nuestro destino. El crecimiento del feminismo, el avance de la medicina, la pluralidad de géneros y los movimientos LGBTIQ son expresiones que piden libertad. Aquella autodeterminación que todos nos cuestionamos al leer “La vida es sueño” en el secundario. ¿Cómo debe ser el nuevo paradigma? No lo sé, ni creo que lo sepa nadie. La vida en sociedad es una disciplina a prueba y error y llegó el momento que empecemos a intervenir en ella.