La historia reciente revela que al eclosionar las dos grandes crisis capitalistas del siglo XX, el crack del 29 y la crisis del petróleo de 1973, la democracia fue brutalmente agredida. Las élites conservadoras necesitaban del control del Estado con carácter absoluto para descargar sobre el pueblo el peso de las debacles y abrir un nuevo ciclo expansivo.
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El colapso económico desplegado en la década del treinta supuso un rosario de regímenes autoritarios, muchos de ellos sangrientos, un crescendo de guerras en distintas partes del mundo y, finalmente, una gran guerra global. La crisis desatada a partir de lo que se conoció como el conflicto de Yom Kipur en 1973 sinceró que el precio de las materias primas en alza ponía fin a tres décadas de expansión capitalista. La recomposición de la tasa de ganancia del capital vino de la mano de golpes militares y violencia política generalizada, aún en los países desarrollados[1].
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A fines de 2008, el desplome del valor de las denominadas “hipotecas subprime” -créditos de mala calidad otorgados masivamente en los Estados Unidos- aunados a la existencia de una burbuja financiera a escala global donde el volumen de activos financieros superaba las capacidades reales de producción del mundo, desencadenó una feroz crisis cuyas consecuencias aún están lejos de ser superadas.
Se comentó desde esta columna cómo la fase virtuosa de la expansión capitalista post Guerra Fría había arrojado una tasa de crecimiento promedio del PIB mundial del 5% durante veinte años para descender, a partir de 2010, al 2% promedio anual. Teniendo en cuenta que la mitad de esa tasa de crecimiento promedio corresponde a los países englobados en el bloque del Asia Pacífico, se puede concluir que las economías occidentales más desarrolladas llevan casi una década de virtual estancamiento. En las naciones líderes de la coalición triunfante en la Segunda Guerra Mundial y en la Guerra Fría -los Estados Unidos y el Reino Unido- han emergido conducciones políticas centradas en un nacionalismo económico que pretende desarticular los tratados internacionales que dieron origen al multilateralismo posterior a la caída del Muro de Berlín.
Estos planteos dominantes han desembocado en fuertes tensiones comerciales y de posicionamiento militar con otras naciones relevantes como China y Rusia. El inicio de una nueva fase de expansión capitalista exige hegemonías nacionales que concluyan con el mundo multipolar abierto a partir del atentado a las Torres Gemelas ocurrido en septiembre del 2001.
Este intento de superar el freno de la economía por parte de las potencias ha comenzado a impactar en el resto de las naciones, acotando su autonomía. La disminución del precio de los productos exportables de menor valor agregado y la paulatina restricción de la liquidez mundial vigente hasta ahora les han dado a las clases dominantes del resto del mundo la señal inequívoca para revertir los avances sociales de los años previos.
La agudización de estas tensiones ha provocado en Sudamérica la emergencia de una reacción conservadora que pretende angostar al máximo las libertades democráticas y, sobre todo, el accionar de los movimientos de masas. El ejemplo emblemático lo constituye Brasil, donde el Poder Judicial de ese país ha asumido de facto el control político, decidiendo quién va a la cárcel por corrupto y quiénes puede permanecer en sus sillones de legisladores y/o funcionarios, incluyendo al actual presidente, Michel Temer, que nadie votó para ejercer ese cargo y sobre el que pesan enormes sospechas de deshonestidad. El encarcelamiento de Lula es un atentado al líder popular más potente de Sudamérica, revelando con brutal transparencia la ruptura de los acuerdos entre las clases dominantes brasileñas y el movimiento popular, que permitieron la llegada de un obrero metalúrgico a la presidencia de la octava economía del mundo.
Las divisiones que hoy se advierten en el peronismo, mayor movimiento de masas de la región, están exteriorizando esta inviabilidad de acuerdo de clases que posibilitó los largos gobiernos peronistas, porque las élites no están dispuestas a compartir los costos de superar la crisis.