Es 10 de diciembre de 2019. Alberto Fernández asume la presidencia de un país en crisis económica terminal, al borde del default y la hiperinflación. A medio planeta de distancia de allí, en un mercado de animales salvajes en Wuhan, China, Wei Guixian, una vendedora de mariscos, siente un ligero malestar. Tiene 57 años y no sospecha que seis días más tarde la internarán en un hospital como uno de los primeros casos en el planeta de una nueva enfermedad, causada por un virus que nunca antes había incubado en un ser humano. Todavía faltan tres semanas para que le pongan el nombre con el que será conocido en todo el mundo.
Es 6 de marzo. En Argentina hace tres días se confirmó el primer caso. Ya hay seis. Mañana, morirá un hombre sin diagnóstico en el Hospital Argerich. Los resultados post mortem lo identificarán como la primera víctima fatal en el país. En todo el mundo, a tres meses de que Wei, la vendedora de mariscos, sintiera los primeros síntomas, ya son cien mil los infectados. Los segundos cien mil se acumularán en solamente doce días y seis días más tarde la cantidad de positivos volverá a duplicarse. Es 26 de marzo. Ya son medio millón. Es dos de abril. Un millón. Hoy es domingo 5 de abril de 2020. Hay más de 1.200.000 personas infectadas con el nuevo coronavirus.
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No existe un plan para combatir una amenaza que hace cien días nadie conocía. No hay un protocolo que indique cuándo y cómo deben tomarse las medidas necesarias para obstaculizar el contagio. En todo el mundo se cometieron errores y hubo fallas. España, Italia y Estados Unidos sufren el colapso de sus sistemas de salud y lloran a sus muertos de a miles. Brasil sigue el mismo camino o uno aún más terrible. El gobierno argentino, durante un mes, alternando aciertos y errores, supo llevar el país por un sendero inexplorado y prudente, tomando medidas de restricción antes que otros. El consenso, al menos hasta el viernes pasado, es que la estrategia era la adecuada y estaba rindiendo sus frutos.
El viernes se vio el primer paso en falso y fue grave, por involucrar a la población de mayor riesgo, aquellos que deberían haber estado protegidos antes que nadie en estas circunstancias. Fue, en rigor de verdad, la consecuencia de una serie de errores y omisiones que eclosionaron en las largas filas en las veredas, ay, justo la primera madrugada fría del año. Los bancos nunca debieron haber cerrado, como no cerraron en casi todo el mundo. Brindan un servicio esencial, especialmente en una economía poco digitalizada. El cronograma de pagos estuvo mal diseñado y peor comunicado. La ausencia de personal de Anses en el territorio, informando, orientando y acompañando, es inexplicable.
Los bancos nunca debieron haber cerrado, como no cerraron en casi todo el mundo.
Fernández tuvo su primer día de furia. Hubo reparto de culpas y ultimatums. Algunos cargos todavía penden de un hilo, mellados por el error y sin el sustento político que los puso allí en primer lugar. Alejandro Vanoli, titular de Anses, estuvo en el epicentro de las críticas. El presidente del Banco Central, Miguel Pesce, también. Dos cosas los diferencian: Pesce es un viejo amigo del Presidente y el trabajo que hizo durante los primeros tres meses de gobierno está bien ponderado. El tercer hombre apuntado por la furia presidencial fue el titular de La Bancaria, Sergio Palazzo. Aunque el sindicalista lo negó no menos de cien veces, su gestión había sido clave para que los bancos cerrasen durante la cuarentena.
Los lobbistas de las grandes empresas y los medios de comunicación que les sirven como caja de resonancia interpretaron la falla como una ocasión para insistir sobre el fin de la cuarentena, a contramano de lo que hace el mundo. Por el contrario, los expertos que asesoran al presidente le recomiendan seguir por el mismo camino y destacan que la curva de casos en Argentina es menos inclinada que en el resto de los países de la región, incluso utilizando cálculos que tomen en cuenta la menor cantidad de pacientes testeados. Las filas del viernes seguramente tendrán consecuencias epidemiológicas pero no echan por tierra lo realizado desde que comenzaron a tomarse las medidas.
El efecto más nocivo de las imágenes que se repitieron en todas las pantallas acaso sea su impacto en la moral de una sociedad que ya lleva más de dos semanas de aislamiento y todavía no siente la amenaza directa golpeando de cerca. Ya en los días previos el movimiento de personas había subido respecto a la semana anterior y durante el sábado se vio más actividad en las calles. Es lógico: la adhesión a este tipo de medidas extremas, cuando se alargan en el tiempo, siempre es fluctuante. Será clave la capacidad del gobierno de volver a comunicar la necesidad de mantener la cuarentena tanto como sea necesario. Ya está claro que se trata de una maratón y no de correr cien metros llanos.
El peor día de la crisis le estalló en la cara a Fernández al final de la semana más dura desde que comenzó la gestión de la pandemia. El clima de unidad nacional que tuvo su clímax el fin de semana pasado se disipó rápidamente cuando, a partir de un conflicto con Techint por 1450 despidos, un sector de la oposición decidió mostrarle su cara mala. Durante los días que siguieron hubo cacerolazos, editoriales despiadados, ataques coordinados en las redes y dirigentes opositores que salieron a cuestionar la estrategia del gobierno. El cabildeo para moldear la respuesta a la crisis sanitaria a gusto y piacere de las principales empresas del país se volvió omnipresente en los canales de televisión.
El Presidente insiste en buscar soluciones por las buenas, se desvive por deshacer las fracturas en la sociedad. De ahí que se niegue, por ejemplo, a pedir un “esfuerzo patriótico” a los que ingresaron al último blanqueo. O a proponer un impuesto extraordinario a las grandes fortunas del país que contribuya a la lucha contra el coronavirus y contra sus efectos perniciosos en la economía. Dejar atrás conflictos que pueden resultar dañinos es un anhelo muy noble y completamente válido, siempre y cuando no entre en colisión con su misión prioritaria, que es gobernar para la mayoría. Por ahora, cada vez que muestra la bandera blanca debe retirarla, agujereada por una balacera, como en los Looney Tunes.
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Por caso, lo que sucedió con la nacionalización de la gestión de los recursos del sistema de salud funciona como ejemplo. A partir de que el ministro anunció la medida, hubo una intensa ofensiva en los medios para que el Presidente reconsiderara la decisión. Incluso, se llegó a pedir la renuncia de González García. Finalmente, se acordó dar marcha atrás. Menos de 24 horas más tarde, en el canal de uno de los principales beneficiados por el cambio de postura ya estaban operando nuevamente contra el gobierno. Si todo el tiempo de pantalla que se usó en ese lobby se hubiera dedicado a informar el cronograma de pagos de Anses de manera clara, quizás las filas, el viernes a la mañana, podrían haberse evitado.
El intento de centralizar la gestión de los recursos de salud dejó en evidencia, además, que la derecha argentina se encuentra a contramano del mundo. Incluso comprendiendo la decisión de un empresario de cuidar su ganancia aunque vivamos tiempos extraordinarios, el apoyo que tuvo esa posición por parte de referentes opositores sólo se explica por oportunismo o desviación ideológica. En cualquier caso, va en sentido opuesto a decisiones que tomaron gobiernos tan disímiles como el de España, Irlanda y Francia. Esta semana, el Nueva York dispuso de los respiradores de clínicas privadas para reubicarlos como considere necesario, algo que en Argentina también fue protestado. Dolor cosmopolita.
Pero nada dejó tan en offside a los liberales argentinos como el llamativo editorial del Financial Times publicado ayer, donde abraza el credo peronista como el camino más directo para salir de esta nueva gran depresión: “Reformas radicales deberán estar sobre la mesa. Los gobiernos tendrán que aceptar un papel más activo en la economía. Deben ver los servicios públicos como inversiones, no cargas, y buscar fórmulas para que los mercados laborales sean menos inseguros. La redistribución será debatida otra vez; los privilegios de los más ricos serán cuestionados. Políticas consideradas excéntricas, como la renta básica y los impuestos a las rentas más altas, tendrán que formar parte de las propuestas".
El mundo señala el camino y la Argentina ya sabe cómo transitarlo. Es de esperar que la resistencia de los que pueden perder con ese cambio recrudezca, como recrudecerá el virus a medida que bajen las temperaturas y la transmisión comunitaria haga su parte. Resulta imprudente suponer que algunas de esas dos cosas no van a pasar o no tomar medidas para neutralizar sus peores efectos. Allí está Brasil, tan cerca, para recordarnos cuál es la senda equivocada, entrampado entre la crisis sanitaria y degradación institucional. Las advertencias sobre la fragilidad de las democracias en América Latina resuenan con vigor renovado. La Argentina, con sus problemas y todo, es un oasis en el desierto. Tenemos que cuidarlo.
A medida que se extienden las restricciones y se demora más el regreso a algo que por consideración con nosotros mismos llamaremos, cuando llegue el momento, normalidad, más importante resulta no extraviar el rumbo. El mundo a la salida de esto será otro y la forma en la que salgamos de esta encrucijada será, también, cómo entremos en ese nuevo mundo. No hay ninguna garantía de que vaya a ser mejor que el que dejamos atrás, aunque la oportunidad es única. Fernández tiene la responsabilidad de forjar el futuro y el apoyo de una sociedad que demostró estar dispuesta a encolumnarse detrás de un liderazgo justo y firme pero que no perdonará los errores no forzados. Hay otros que tampoco perdonarán.