Faltan solo tres semanas para la Cumbre de las Américas, la cita continental que presidirá Joe Biden en Los Ángeles y todavía no se sabe qué países serán invitados ni qué presidentes aceptarán ir. La posibilidad de que Estados Unidos, el anfitrión, deje afuere a Venezuela, Cuba y Nicaragua, y la lluvia de críticas y amenazas que esto desató parecen haber envenenado la previa del encuentro y muy posiblemente al encuentro en si mismo. Pero más que nada terminó de desnudar los límites que paralizaron el giro que el actual Gobierno demócrata intentó dar para dejar atrás la política de estricta confrontación de su antecesor, Donald Trump con los rivales latinoamericanos de la Casa Blanca.
Biden era el vicepresidente de Barack Obama cuando éste estrechó la mano de un veterano Raúl Castro cuando Cuba fue invitada por primera vez a una Cumbre de las Américas en 2015 en Panamá. Era candidato presidencial cuando condenó una y otra vez la política basada exclusivamente en sanciones y confrontación de Trump contra los Gobiernos que Washington sigue considerando no democráticos: Venezuela, Cuba y Nicaragua. Y finalmente, ya era mandatario cuando en marzo pasado envió a Caracas a su asesor de mayor confianza para la región para hablar cara a cara con su par venezolano, Nicolás Maduro, en la reunión de mayor nivel entre ambos Gobiernos en años.
Entonces, ¿por qué ahora se muestra inflexible y se encamina a liderar la Cumbre de las Américas con más exclusiones de la historia? La respuesta no tiene que ver tanto con la política exterior de Biden, sino con las debilidades de su política doméstica.
Agenda e importancia de la Cumbre
No es una novedad que la región no es una prioridad para Biden, como no lo es desde hace casi dos décadas. De hecho, la última iniciativa importante en la que Washington pensó a la región de manera íntegral fue el tratado de libre comercio ALCA, que irónicamente fue sepultado en una Cumbre de las Américas, allá por 2005 en Mar del Plata. Por eso, la cumbre de junio próximo en Los Ángeles tiene un interés bastante limitado para el escenario político estadounidense, especialmente a cinco meses de unas elecciones de medio mandato en las que el oficialismo se juega sus ajustadas mayorías en el Congreso y se definen la mayoría de las gobernaciones del país.
"Lo que Estados Unidos quiere más que nada es acordar sobre temas migratorios. Muchos de los otros temas fueron tratados en el marco de la OEA, pero todas las negociaciones referidas a inmigración fueron lideradas por (el secretario de Estado Antony) Blinken y otros cancilleres. Estados Unidos quiere se considere el tema como un desafío hemisférico y, por eso, pide que haya más cooperación para que hayan flujos más ordenados y que se compartan los costos", explicó a El Destape Michael Shifter, un veterano conocedor de las relaciones entre Washington y la región, que fue presidente durante 12 años -hasta marzo pasado- de The Interamerican Dialogue, uno centro de pensamiento con sede en la capital estadounidense.
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La inmigración ha sido uno de los temas más incómodos para el Gobierno de Biden. Esta cuestión -que para Washington se concentra principalmente en México y Centroamérica- se había convertido en una de las grandes banderas para criticar a Trump tanto durante su mandato como en la campaña, pero luego, al asumir el poder, los demócratas continuaron con la política de arrestos en las zonas fronterizas que abarrotaron nuevamente los centros de detención de migrantes.
La única propuesta del nuevo presidente fue repetir el plan que había implementado con Obama cuando era vicepresidente y que no había frenado de ninguna manera los flujos incensantes de personas desde Centroamérica. Le ordenó a su ahora vice, Kamala Harris, que viaje a los tres países que más expulsan a su población y son sus aliados -Guatemala, Honduras y El Salvador- para que negocie programas de ayuda a cambio de que acepten y reintegren a los que Estados Unidos expulse. Se firmaron convenios, se prometió y hasta inyectó dinero y Harris intentó mostrar una cara más amable, pero nada cambió realmente. En marzo pasado, las fuerzas de seguridad estadounidenses detuvieron a 210.000 personas que cruzaron ilegalmente la frontera desde México, la cifra mensual más alta desde 2000.
El giro ideológico fallido de Biden
En la agenda política interna de Estados Unidos, la región suele aparecer por dos cuestiones, principalmente: inmigración o la llamada troika: Venezuela, Cuba y Nicaragua. Desde el primer día de su Gobierno -e incluso durante la campaña presidencial-, Biden y sus asesores propusieron cambiar el tono de la discusión en la región, no polarizar el continente en relación al apoyo o rechazo a estos tres países, y prometieron una agenda positiva. Este fue el mensaje, por ejemplo, con el que vino a Argentina el principal asesor para la región y hombre de confianza de Biden, Juan González, el año pasado, en la primera gira de alto nivel del flamante Ejecutivo demócrata a Sudamérica.
Como ya se dijo, no fue una prioridad. Pero hubo algunos gestos, especialmente con el Gobierno chavista de Venezuela. Además de la reunión ya mencionada en Caracas que sorprendió al mundo entero, la Casa Blanca dejó alimentar el Grupo de Lima, del que se retiró Alberto Fernández y que representa la confrontación más dura con Maduro, y comenzó a apoyar -de manera más o menos explícita- las negociaciones entre oficialismo y oposición en Ciudad de México, una iniciativa promovida por el Grupo de Contacto, el otro espacio internacional con una posición más moderada al que se sumó Argentina y que estaba liderado por la Unión Europea y México.
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Sin dudas, la mayor apuesta del Gobierno de Biden en esta dirección fue enviar a González a Caracas a hablar con Maduro y hacerlo público. La Casa Blanca reconoció que se habló de energía -justo cuando las sanciones impuestas a Rusia por la invasión a Ucrania detonaron los precios internacionales de petróleo y gas- y que luego del encuentro las autoridades venezolanas liberaron a dos presos estadounidenses. Siempre aseguró que las dos cosas no estaban vinculadas y, pese al giro sorpresivo de varios medios conservadores a favor de un acercamiento con Venezuela y de los rumores de un acuerdo para reactivar la golpeada industria petrolera venezolana, todo quedó en la nada.
"Para el Gobierno, frente a estos mercados internacionales de energía, es necesario hablar con Maduro, incentivarlo a volver a las negociacines en Ciudad de México. Hacia ese lado se inclina el Gobierno: una transición democrática", sostuvo Shifter y para explicar por qué todo parece haber quedado en el olvido menciona un solo nombre: Bob Menendez.
Bob Menendez
Menendez es el hoy el referente político más poderoso del lobby conservador hispano en Estados Unidos. Es un neoyorquino hijo de padres cubanos que desde hace 16 años es senador en el Congreso federal por el estado de Nueva Jersey y, antes de eso, fue congresista por el mismo estado durante 13 años. Es el presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores y uno de los miembros veteranos de otros dos cuerpos especialmente sensibles y poderosos: la comisión de Finanzas y la de Bancos. Con una Cámara Alta empatada 50-50 con la oposición, su voto y, especialmente, su influencia se ha vuelto crucial para un Biden que no logra avanzar su agenda legislativa o, cuando lo hace, solo consigue versiones lavadas de sus proyectos.
"La respuesta de Menendez a la visita de los funcionarios estadounidenses en Caracas fue una crítica muy dura y un rechazo total. Y el efecto que tuvo su respuesta fue el congelamiento de esta iniciativa. Creo que el Gobierno intentó probar cuán lejos podía ir...pero Menendez sigue muy comprometido a la estrategia de presión extrema contra Venezuela y, entonces, se vuelve muy difícil hacer cualquier movimiento o conseguir algún avance", explicó Shifter y agregó: "Cuando se analiza la política de Biden en este tema no solo hay que pensar en el lobby de Florida, sino también en Menendez".
Y el analista de Washington no es el único que piensa esto. A finales de marzo pasado, luego de conocerse la reunión bilateral en Caracas, el diario The New York Times publicó una nota sobre la respuesta contundente de Menendez titulada: "El demócrata al que la Casa Blanca le tiene más miedo". En ella describió el poder que el veterano senador, al que Biden además conoce muy bien de su tiempo en la Cámara Alta, tiene en el Congreso.
La Cumbre, un dolor de cabeza
En conclusión, a cinco meses de una elección que puede definir su capacidad de gobernar en los dos años que le quedan, Biden será anfitrión de una cumbre que no está entre sus prioridades, con países que no tienen para aportarle en ninguno de los problemas que dominan el debate electoral actual. En cambio, ceder ante los reclamos de muchos países de la región como México, Argentina, Bolivia y los caribeños nucleados en Caricom, e invitar a todos los Gobiernos del continente -incluidos Maduro, el cubano Miguel Díaz-Canel y el nicaragüense Daniel Ortega- tendrá un costo político seguro: enfrentarse a un aliado poderoso en la única cámara del Congreso que los analistas pronostican que los demócratas pueden retener en los comicios de noviembre, y a una porción significativa del electorado de Florida, un estado que no solo elige gobernador y un senador este año, sino que sumó un congresista más tras el Censo de 2020 y pasará a elegir 28.
"El único lugar en el que la cumbre tiene una importancia para la política local es Florida", sostuvo Shifter al analizar un posible vínculo entre lo que suceda en la cumbre y la dinámica electoral de este año. A lo sumó, agregó, si la cumbre fracasa, podría alimentar un discurso que ya existe en la oposición sobre los errores del presidente, no mucho más.
"Si finalmente no invita a estos tres países y no consigue que todos los presidentes invitados vayan, creo que solo será usado como un ejemplo más de lo que la oposición considera es la incompetencia de Biden. Biden siempre se congratuló de ser un experto de política exterior, de conocer a los líderes. No será su principal vulnerabilidad en las elecciones, pero sí alimentará la narrativa que ya existe y que comenzó con la retirada de Afganistán, lo que se hizo mal y los problemas políticos que creó", sostuvo.
¿Una posibilidad para Argentina?
Si finalmente Estados Unidos excluye a los tres países y el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador cumple con su palabra y no viaja a Los Angeles, Biden enfrentaría el incómodo momento de no contar cómo aliado en la habitación a ninguno de los líderes de las dos grandes potencias regionales: ni México, quien igual ya se ocupó de negociar todas las cuestiones migratorias que Washington pedía para no resentir la relación bilateral, ni Brasil, gobernado hasta fin de año por Jair Bolsonaro, un capitán retirado del Ejército con un discurso xenófobo, misógino, anticiencia y prodictadura que opacó todas las coincidencias en materia de economía neoliberal que tuvo con Washington.
En el Gobierno argentino hay quienes creen que Alberto Fernández podría llenar ese vacío. Para Shifter es poco probable. "Al principio del Gobierno de Biden hubo una ventana en la que esto fue posible, pero se cerró. Estados Unidos mira perplejo y confundido la política exterior de Argentina. Hay momentos en los que se lo vio como más cercano a Washington y otros en los que se distanciaba. Ser difícil de entender no es una buena receta para ser elegido como interlocutor", explicó.
Para el analista, en la actualidad ningún Gobierno de la región ocupa el rol de interlocutor privilegiado de Estados Unidos. ¿Esto podría cambiar si Luiz Inácio Lula da Silva gana las elecciones en Brasil en octubre próximo y vuelve al poder? "Es una posibilidad, habrá que ver. -contestó Shifter- Aún no se sabe cómo sería un nuevo Gobierno de Lula".