La casi segura derrota electoral de Trump no debería ser confundida con el agotamiento del fenómeno político-cultural que representa. Para pensarlo, se puede recurrir al pensamiento de Francesco Alberoni. Este destacado cientista italiano postuló el concepto de “civilización cultural” al que definía como “una fuerza capaz de absorber y derrotar a los adversarios, de crear instituciones, de modificar las condiciones económicas, sociales y culturales de modo tal que las mismas contribuyan a su florecimiento hasta el momento en que logra un dominio irreversible”. El cristianismo, el Islam, la Reforma y el marxismo son los ejemplos con los que el autor ilustra el concepto.
Si quien escribe interpreta bien la idea, no cabe duda que el neoliberalismo es la “civilización cultural” de nuestros días. Es el sentido común de la época. Sin embargo deberíamos evitar pensar que el mundo se ha detenido en el punto en el que estaba a comienzos de los años noventa, la época del festejo mundial por el triunfo de la “globalización”. Con frecuencia suele establecerse un nexo de continuidad entre aquellos días y los que hoy vivimos, sobre la base de que el poder político de las grandes corporaciones económicas y financieras no ha dejado de consolidarse y crecer. Desde ese punto de vista no habría una inflexión en el interior del capitalismo: todo estaría como era entonces.
En el terreno político-cultural, sin embargo, es evidente que esa estabilidad no existe. El neoliberalismo en su época de oro se sostenía sobre ciertos pilares ideológicos que hoy están en una situación crítica. El declive de los estados-naciones, los sistemas democráticos sostenidos en un debilitamiento de las viejas diferencias ideológicas que en los tiempos de la guerra fría servían de brújula a la política eran la garantía del “tránsito pacífico” a escala mundial desde el capitalismo estatista de la posguerra hacia el mundo de la libertad irrestricta de los mercados que se pregonaba como el punto de llegada, como el “fin de la historia”. Ese mundo material y de ideas no es el de hoy.
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Aunque no pueda hablarse de que hayamos entrado en tiempos revolucionarios, es evidente que en el mundo se han ido operando cambios. Uno de ellos, acaso el principal, es la rehabilitación de los estados nacionales y sus agrupamientos regionales que han vuelto al centro de la escena mundial. Los tiempos de la pandemia han dejado al descubierto de modo radical este giro: es muy poco lo que se ha hecho en términos de colaboración internacional en la lucha contra su avance. Y en todo caso, lo que hizo la diferencia fue la conducción de la crisis por parte de los estados. Los estados han resurgido en el centro y en la periferia. En el centro se ha agudizado el cuadro crítico de la xenofobia, el endurecimiento de las políticas migratorias por parte de los estados y la histeria nacionalista resucitada en las peores de sus variantes históricas. En la periferia –señaladamente en el sur de América- se han desarrollado movimientos políticos nacionales y regionales de resistencia al neocolonialismo norteamericano y reivindicación de la independencia nacional. El diagnóstico del rápido agotamiento de este fenómeno se basó en la ignorancia, justamente, de esta nueva etapa político-cultural mundial. En estos días, todo indica que el fenómeno del nacional-populismo, lejos de estar agotado, muestra su lozanía en la región bajo nuevas formas. El giro argentino de fines del año pasado, el triunfo del MAS en Bolivia y el chilenazo constitucional presagian nuevos vientos.
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En ese contexto de época hay que pensar lo que está ocurriendo en Estados Unidos. Es muy evidente que los acontecimientos de estas horas no son los propios de las rutinas bipartidistas. Que no son demócratas y republicanos los que disputan hoy sino dos poderosas subculturas políticas que han entrado en una fase de intenso antagonismo. Hay una cultura imperial-liberal que cree en cierta épica “civilizadora” del imperio, tal como éste se presentó a sí mismo en la época de oro del triunfo neoliberal. Era el tiempo de las guerras por la “democracia”, guerras “humanitarias” que se proponían resolver el tránsito de países encerrados en procesos dictatoriales retrógrados hacia las maravillas del libre mercado y el pluralismo. Y frente a esa cultura ha nacido otra, de carácter nacionalista y autoritaria, cultora de la “incorrección política”, que no considera necesario ocultar el racismo y el sexismo más brutal. Esta “nueva cultura” es, en realidad heredera de viejas tradiciones nacionales que permanecieron más o menos ocultas durante mucho tiempo bajo el elegante ropaje del “american way of life”. El electorado de Trump está más asociado culturalmente a la ultraderecha europea que al tradicional voto republicano. Quienes quieren ver un parentesco entre este fenómeno y el peronismo siguen encerrados o en la ignorancia de la diferencia entre el nacionalismo popular y el nacionalismo imperial, o bien en el cultivo del viejo prejuicio antiperonista que identifica a este movimiento con la barbarie y la ignorancia. Un supremacista blanco, misógino y autoritario nada tiene que ver con nuestra tradición nacional-popular. Tiene sí apoyo de trabajadores y sectores populares, pero no es el primero ni el único líder ultraderechista que lo tiene.
El sistema electoral estadounidense claramente antidemocrático hace imposible que llegue a la principal candidatura una persona sin enormes recursos económicos o muy bien vinculado con quienes los tienen. Eso es lo que aseguró que fuera candidato un hombre de centro-derecha como Biden y no accediera a esa posibilidad Bernie Sanders, el político demócrata más popular entre los trabajadores que votaron a Trump cuando éste ganó la elección de hace cuatro años. Ninguna de las dos culturas antagónicas representa nada que pueda conectarse con las corrientes patrióticas latinoamericanas. La creación de una cultura popular transformadora en Estados Unidos sigue siendo una cuestión pendiente.