El lado B de la dolarización: pobreza y dependencia

La historia demuestra que los países que renunciaron a su política monetaria para abrazar al dólar no siguieron caminos de bonanza para sus habitantes. Por qué la Argentina constituiría un ejemplo sin precedentes si adoptara esa decisión sin vuelta atrás. 

04 de abril, 2022 | 00.05

La dolarización no es una alternativa sino un camino sin retorno. Así lo demuestra la historia y las experiencias en los pocos países que escogieron ceder su política monetaria a cambio de consolidar cierta estabilidad que ni siquiera trajo consigo todas las bonanzas que los cantos de sirenas les prometían. Lo que es más grave aún, perdura en los países latinoamericanos que adoptaron la moneda de Estados Unidos una aguda desigualdad social y profundas deudas institucionales cuyos efectos se agravan en contextos de pobreza y falta de desarrollo. 

En la actualidad, una decena de países utilizan el dólar estadounidense como moneda oficial en el mundo. En la mayor parte de los casos la adopción de esta divisa respondió a factores políticos e históricos más que económicos. Por caso, territorios que supieron ser dependientes de los Estados Unidos como Palaos, los Estados Federados de Micronesia y las Islas Marshall se independizaron, pero no emitieron moneda propia. Optaron por seguir atados al dólar por su peso estratégico.

En otros casos, la adopción del dólar dependió de las condiciones y características de sus economías volátiles y los ajustes que demandó esta mecánica acorde a la inserción en el mercado. Casos como Timor Oriental, las Islas Vírgenes Británicas y las Islas Turcas y Caicos encarnan otros ejemplos de dolarización, así como Ecuador, Panamá y El Salvador lo hacen dentro del continente americano. Puerto Rico constituye un ejemplo aparte, por su particular estatus oficial de estado libre asociado a los Estados Unidos. 

En ese contexto, si la Argentina se sumara a ese conjunto de países, su migración al dólar constituiría un ejemplo sin precedentes en el mundo por su condición de economía de renta media que ninguno de ellos ostenta. Para ponerlo en términos cuantitativos, el PBI de nuestro país es más voluminoso que la riqueza económica generada por todo ese club dolarizado en su conjunto, tal sería la magnitud del experimento y de las consecuencias sociales que acarrearía.

Lo que no cuentan

No es la primera vez que se aprovechan las repetidas crisis de la Argentina para intentar instalar el debate sobre adoptar el dólar como moneda oficial. Quienes defienden esta agenda enfatizan en las presuntas ventajas que implica abrazar de manera oficial una moneda globalizada como el dólar. Fundamentan su posición en la confianza de la que goza esa divisa y lo que eso acarrea en términos de estabilidad. Pasan por alto, no obstante, el tortuoso costo social, una mega devaluación inicial que licua salarios y ahorros y deviene en un abrupto descenso por la escalera social de varios niveles.

En Timor Oriental, el 73 por ciento de la población vive con menos de dos dólares al día. De cada mil niños nacidos, 36 no llegan a cumplir el primer año de edad, como consecuencia de la falta de recursos del Estado. El 46% de la población son niños de entre 0 y 14 años de edad. En Panamá, el 80 por ciento de su población vive bajo la línea de pobreza con la riqueza concentrada en gigantescos rascacielos que se elevan al cielo y le dan el mote de “Singapur latinoamericana”.

¿A dónde se va toda esa riqueza? En gran medida, los Panamá Papers expusieron el origen turbio de esa acumulación hace poco tiempo. Panamá es, sin dudas, el ejemplo más palpable de que 25 años de boom económico, o “salto cuántico”, como les gusta etiquetarlo en los papers financieros, no desbordan de forma automática hacia las capas subterráneas de la pirámide social para mejorar la vida de los más vulnerables.

En Puerto Rico, por su parte, el porcentaje de pobres alcanza a la mitad de sus habitantes, el 52%. Y El Salvador, si bien puede exhibir mejores números oficiales con “solo” un 26% de su población debajo de la línea de pobreza, el grueso de su riqueza lo recolecta de remesas: las que envían desde el exterior los salvadoreños y salvadoreñas que migraron para huir de la violencia estructural que pone en riesgo sus vidas en ese país. Ahora su presidente, Nayib Bukele, una suerte de autoritario 2.0, explora el uso del bitcoin como moneda de curso legal alternativa.

Implicancias

La dolarización, tal como su nombre lo indica, es el proceso por el cual un país adopta, de manera oficial o extraoficial, la moneda estadounidense para su uso en transacciones económicas puertas adentro. Esta decisión se puede dar de un modo “pactado” con Estados Unidos —el dueño de la imprenta– o de forma “unilateral”. También puede ocurrir de forma total o parcial o, según la tipología que describe el economista Kurt Schuler, de forma oficial (sustitución total de la moneda local por la extranjera), semioficial (sistema bimonetario institucionalizado) y no oficial (cuando el valor del dólar domina las transacciones económicas convirtiéndose, de facto, en la divisa de valor real).  

El dólar se convierte así en la moneda de curso legal y asume todas sus funciones, como reserva de valor, unidad de cuenta y medio de pago. En la práctica, implica la pérdida del control del país sobre su política monetaria, tal como explican los especialistas, lo que conlleva a aplicarse de forma voluntaria un corset de amianto, trabar el cerrojo y arrojar la llave a las profundidades de las Fosas de las Marianas si de pensar en herramientas monetarias se trata. 

Un proceso similar a la “dolarización”, en términos de efectos por la sustitución de monedas, se dio incluso en el caso de la Eurozona, como bien explican las economistas Lya Paola Sierra Suárez y Diana Maribel Lozano Baquero en su ensayo “¿Qué sabemos sobre la dolarización y sus efectos en las economías latinoamericanas que la adoptaron?”, al referirse a la “euroización”. “Sin embargo, la eurozona es una unión monetaria, se diferencia de la dolarización en que cada país integrante de la unión no cambia la moneda nacional por una extranjera, sino que se crea una nueva moneda, común a todos los países miembros del área monetaria”, alegan.

Si bien esta explicación es precisa desde el punto de vista de la integración y las ambiciones geopolíticas que implicó el modelo sui generis europeo, en términos de real politik, al estallar la crisis en la Eurozona en 2010, los pasivos en euro se convirtieron en un collar de melones para las pequeñas economías, como la griega, u otras de mayor tamaño pero sobreendeudadas, como la italiana. Para zafar del ancla, numerosas voces políticas y económicas en los PBIs más fuertes del bloque barajaron, literalmente, amputar a esos países antes de arrastrar a toda la Eurozona y su experimento al abismo. Por fortuna, primó la cordura y nada de eso ocurrió.

En su ensayo, ambas autoras sintetizan las conclusiones de detractores y defensores de la dolarización en ocho puntos. A favor de adoptar este camino, mencionan que los costes de transacción se reducen con el consiguiente efecto de que un aumento del comercio incidiría en las variables macroeconómicas positivamente; caería la inflación y se reducirían las tasas de interés por la renovada confianza en el nuevo sistema monetario y eso incentivaría la inversión extranjera, estabilizando la moneda. 

La contracara, o el precio de aplicar este mecanismo, es la renuncia absoluta a la autonomía para manejar la política monetaria como instrumento, supeditándose al lineamiento de la Reserva Federal de los Estados Unidos (FED); la imposibilidad de influir e incentivar la balanza comercial con estrategias devaluatorias; el impedimento de emitir moneda como herramienta de ingresos y el encarecimiento en función de prestamista de última instancia del Banco Central ya que, en los países dolarizados, sólo pueden hacerlo a través de deuda externa o sus propias reservas.

De fondo, lo que subyace es la histórica batalla entre dos grandes corrientes de escuelas económicas que rigieron, en diversos momentos, los destinos de gran parte del mundo y la Argentina. La teoría keynesiana, que pondera el rol del Banco Central y su autonomía monetaria a la hora de adoptar políticas contra-cíclicas en tiempos de expansión y depresión, frente a la contrarrevolución monetarista de los neoliberales de Chicago que persiguen límites al crecimiento monetario sobre la base de equilibrios de cuentas y recortes al rol del Estado dentro del mercado. A ellos se suman, en el último tiempo, los apóstoles de la llamada Escuela Austríaca, como Javier Milei, que pugnan por demoler directamente a los bancos centrales del mundo.

¿El caso modelo?

Ecuador suele ser el caso de estudio predilecto cuando se habla de dolarización en la Argentina, aunque el tamaño de su PBI sea de poco menos de la tercera parte que el nuestro. Así y todo, es una de las economías dolarizadas más grandes, junto a la de Puerto Rico. La nación sudamericana adoptó la dolarización de manera oficial en 2000, en medio de una hiperinflación del 90% y numerosos factores coyunturales que vapuleaban su economía —desde el impacto de las crisis internacionales de los Tigres Asiáticos y el “efecto Tequila” al devastador Fenómeno de El Niño en 1998— a una corrupción estructural y la mala praxis del sistema financiero en el plano doméstico. 

Entre 1927, fecha en la que se creó el Banco Central, y 2000, el dólar pasó de valer 5 sucres a 25 mil. Pero el grueso de esa depreciación se consumó en las últimas dos décadas, a la par de una creciente dolarización espontánea de forma tal que “para finales de la década (de los 90s), más del 80% de los activos financieros estaban denominados en dólares y se utilizaba como medio de cambio para grandes transacciones (adquisición de inmuebles, vehículos, etc.)”, detallan los economistas ecuatorianos Miguel Ángel Echarte Fernández y Mario Martínez Hernández en su “Análisis de los efectos de la dolarización espontánea y oficial en Hispanoamérica: la perspectiva keynesiana y liberal del sistema monetario”.

Una vez institucionalizada, ya no hubo vuelta atrás, pese a que en algún momento el gobierno de Rafael Correa se propuso desandar el camino de la dolarización, en 2004 y a lo largo de tres etapas. El alto riesgo político y económico desalentó el plan. No por ello, la alternativa dolarizada representó una panacea para la nación sudamericana a lo largo de estos últimos 22 años. De hecho, hasta la asunción del correísmo, el país atravesó sucesivas crisis institucionales que se cobraron los cargos de cuatro presidentes en siete años, empezando por el propio mandatario dolarizador, Jamil Mahuad, en 2000.

A la par del shock social que provocó en una primera etapa la súbita distorsión de los precios internos frente a los ingresos, el país navegó a lo largo de los años siguientes como balsa a la deriva frente a las tormentas externas, sin remos monetarios para direccionar la embarcación y suavizar el golpe de las olas y con un déficit fiscal millonario recurrente, dependiente de las exportaciones del petróleo. Como consecuencia, debió acudir al Fondo Monetario Internacional en tres oportunidades —2019, 2020 y 2021— a costa de nuevos compromisos de reformas estructurales que desembocaron, en 2019, en masivas protestas sociales.
 

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