"Pelopromesa", cuando la belleza de una puesta choca contra el hermetismo de un texto

22 de julio, 2022 | 11.34

(Por Héctor Puyo) Lo más interesante de "Pelopromesa, vivir es guerra", con dramaturgia y dirección de Ezequiel Matzkin, sucede cuando el público entra a la sala NoAvestruz: las tres actrices, inmóviles, están en penumbras y cubiertas por cabelleras rubias y enruladas que les llegan hasta los pies.

Hay una magia en esa disposición de las figuras –Camila Munari, María Eugenia López, Silvina Katz– que deleita con lo plástico, incluso cuando una luz de linterna surge entre tanto pelaje dorado antes del primer parlamento y termina enfocando en forma arbitraria a la platea.

La historia que cuenta el personaje, en su etapa de niña (Munari), se refiere a su relación con su padre y no escatima descripciones de extrema truculencia acerca de las riñas de gallos y qué pasa con esas aves durante esos choques en la arena: alguien puede asociarlo con "El reñidero", la adaptación de Sergio De Cecco de una tragedia griega.

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Y decir: "Ah, esto va a referirse a los griegos", porque entre otras cosas el personaje se llama Minerva –el otro nombre de Atenea– y se menciona en algún momento a Zeus, el dios de todos los dioses, pero todo queda allí: tanto la que comienza el relato como las otras dos actrices refieren luego las atrocidades de aquel padre y los detalles de cuatro hermanos deformes, casi inhumanos, lo que envuelve la historia en un difícil hermetismo.

Se observan referencias a la fragilidad/fortaleza femenina, su relación con las acechanzas del mundo, en especial el patriarcado, con un lenguaje que si bien desdeña lo escatológico no se ahorra descripciones de violencia, cruentas, incómodas, que carecen de algún tipo de humor que las morigere.

Según se sabe, el autor presenció alguna vez en un pueblo de provincias a una mujer con la cabellera que le rozaba el suelo, bella y aterradora al mismo tiempo, y ante ese asombro alguien le advirtió que aquella persona había hecho una "pelopromesa", a la espera de algo íntimo y liberador, y que en el lugar era común esa clase de prácticas.

Eso lo instó a escribir sobre un "universo de pelos, de promesas y de carencias, ya que con la pandemia en su punto más sofocante tuve la necesidad de escribir sobre los mundos imaginarios que nos construimos para subsistir al afuera, a lo que amenaza, a lo que desconocemos, lo que asfixia".

"En general necesito hablar de sensaciones que a todos nos habitan, pero a través de formas y circunstancias poco habituales, de ámbitos no tan reconocibles, a través de vínculos no tradicionales. Y con esta historia pude ensamblar todas esas dimensiones en un universo femenino, en sus distintas etapas, impactado por un encierro, grandes imposiciones, enormes ataduras y una pena", detalló.

Hasta allí todo muy bien, pero lo difícil es traducir la literatura, el relato crudo, en una expresión dramática, teatral, de comprensión accesible para el que observa, y esto es lo que sucede en este caso, donde la anécdota se construye hacia adentro y alguna gente puede tener dificultades para ingresar.

Se entiende que en sus tres edades –una para cada actriz–, el personaje solo encuentra cobijo en esa familia tan particular, donde la locura hace mella y cuyo exterior implica serios peligros; pero es difícil seguir el hilo, hallar acciones, pese a que las intérpretes muestran capacidades dramáticas notorias, en particular Katz, la mayor, quien crece en presencia y seducción cada vez que sube a un escenario.

Hasta la forma de saludar al finalizar la función es extraña, con la posterior permanencia de las intérpretes de espaldas a la platea –otra imagen de potente belleza– mientras el público abandona la sala, y todo hace pensar en un ejercicio de vanidad por parte del autor Matzkin –de profesión sociólogo y especialista en obras para actrices–, quien disfruta al introducir al espectador en una forma de poesía monstruosa.

"Pelopromesa, vivir es guerra" se ofrece los sábados a las 20 en NoAvestruz, Humboldt 1857, barrio porteño de Palermo, con vestuario de Julio César Fernández y Matías Begni, sonido de Adolfo Daniel Soechting con voz en off de Irene Martínez Marchal, colaboración coreográfica de Daniel Sciarrone y artística de Natalia Urbano, producción ejecutiva de Antonella Schiavoni y asistencia de dirección de Carla Fontao.

Con información de Télam