Una buena y una mala. Empecemos por la buena. En los primeros 5 meses del año el complejo agroexportador liquidó divisas por 13.300 millones de dólares. Ello se debió a la combinación virtuosa de una buena cosecha con la disparada de los precios internacionales. Esta cifra récord es casi el doble que los 6.960 millones liquidados en el mismo período del año pasado y supera al pico de 2011, cuando se liquidaron poco más de 11.000 millones.
La disponibilidad de dólares le sirve a la economía para conseguir dos objetivos virtuosos relacionados, la estabilidad cambiaria y el crecimiento. Pero si bien para ambas cosas se necesitan divisas, los mecanismos son diferentes. Tener una buena provisión de dólares es el insumo básico para poder sostener su precio elegido. Crecer, en cambio, depende de que el gobierno expanda el gasto, el único componente autónomo de la demanda, pero luego, cuando comienza el crecimiento, se necesitan divisas para financiar la suba de las importaciones derivada del aumento de la actividad.
Que se duplique la liquidación de dólares es entonces una gran noticia. Gracias a ello el Banco Central pudo volver a acumular reservas y hacerlo en un marco de estabilidad cambiaria e incluso con una leve revaluación. Los detalles aparecen cuando se distingue el origen de estas divisas. No es lo mismo que sean dólares de deuda que de exportaciones, pero a la vez tampoco es lo mismo que el mayor ingreso por exportaciones sea consecuencia de los precios que de las cantidades.
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Y aquí viene la mala noticia. La disparada de la inflación desde el último cuatrimestre de 2020 al presente fue impulsada por los precios de los alimentos, lo que a su vez fue consecuencia del aumento de los precios internacionales de las exportaciones agropecuarias. Se trata de una vieja correlación negativa de la estructura económica local, los buenos precios internacionales facilitan la estabilidad macro, pero cuando crecen afectan los ingresos de los asalariados, especialmente en contextos recesivos con elevada desocupación, es decir cuando la debilidad de los trabajadores en la puja distributiva impide compensar. El problema del presente es que la pronunciada pérdida de ingresos del último año, especialmente a partir de la disparada inflacionaria, se suma a la de los años del macrismo.
De acuerdo a un cálculo de la consultora Econométrica en base a los números del Indec, desde marzo de 2020 a marzo de 2021 los salarios del sector privado registrado perdieron el 7,8 por ciento y desde octubre de 2016 acumulan una caída real del 16 por ciento. Para los mismos períodos los salarios públicos suman caídas del 7,6 y el 22,9, respectivamente, los no registrados del 3,7 y el 23,8 y las jubilaciones, pensiones y planes sociales una baja del 9,3 y el 18,9 por ciento, siempre para el último año y desde octubre de 2016.
Dicho de manera rápida desde marzo de 2020 y hasta marzo de 2021 los ingresos salariales de activos y pasivos cayeron alrededor del 8 por ciento y acumulan una pérdida en torno al 20 desde octubre de 2016. Se trata de números muy significativos que, junto con la mayor desocupación, están por detrás del aumento de la pobreza. Visto en perspectiva histórica existen pocos antecedentes en los que este deterioro de los ingresos y de las condiciones de vida no se traduzca en una crisis social y política.
En el nuevo escenario los sectores exportadores disfrutan de los mayores precios, provocan un derrame parcial sobre algunos sectores de la actividad y se envalentonan frente a un gobierno popular que aparece acorralado. Al mismo tiempo la pandemia funcionó hasta ahora como la gran adormecedora, no sólo de algunas ramas de la actividad no vinculadas directa o indirectamente al auge exportador, sino también del disgusto y la protesta social, situación que abre un escenario de impredecibilidad política frente a la salida, cuando comience a aumentar significativamente la inmunización de la población. En este contexto existe la posibilidad de que las elecciones de medio término se transformen en una válvula de escape a la que el oficialismo debería anticiparse.
Luego del mal manejo de 2020, y sacudido por el dato externo de los precios de las exportaciones, el gobierno decidió terminar con las devaluaciones por encima de la inflación y comenzar a soltar salarios y tarifas. La continuidad de la suba de los precios internacionales en los primeros meses de 2021, así como las tensiones al interior de la coalición, lo llevaron a frenar los aumentos tarifarios que comenzaron por los precios de las naftas. Sin embargo, el haber fijado la pauta de referencia del 29 por ciento para las paritarias evitó que los ajustes puedan acompañar a la inflación real. Hoy la idea de que los salarios “le ganen por pocos puntos a la inflación” parece lejana. Mientras tanto, el freno relativo de la inflación de mayo, que continuará en los próximos meses, es un reflejo de que el shock de los precios internacionales comienza a quedar atrás.
Frente a esta realidad existe una porción de las clases dominantes que cree que es posible seguir ajustando sobre los ingresos de los trabajadores como ocurre desde 2016. Por otra parte al interior del gobierno algunos funcionarios se comportan como si la pandemia no existiese y no hubiese provocado una regresión salarial de magnitud. Mientras se sostiene que el acuerdo con el FMI se dejará para después de las elecciones “para no ajustar antes”, el recorte del Gasto en relación al déficit presupuestado, en un contexto de inesperados mayores ingresos, provoca mes a mes la disminución del ritmo de la recuperación, como se ve por ejemplo en el comportamiento de la industria. La realidad es que no existe ninguna alternativa para salir del estancamiento que no pase por revertir el actual comportamiento fiscal e inducir un aumento del Gasto, un debate interno que fue fuerte hasta hace algunas semanas, pero nuevamente adormecido, como la actividad.