El reciente debate televisivo entre Juan Grabois y Javier Milei, organizado y moderado por Jorge Fontevecchia, dejó muchos elementos salientes interesantes. La larga duración permitió que se esbocen argumentos y se desarrollen conceptos, algo no tan habitual en la inmediatez de los medios de comunicación habituales, principalmente de la televisión.
Entre todos los temas abordados, fue muy interesante el fragmento en el que se discutió sobre la libertad. En este, Grabois planteó que no hay verdadera libertad sin medios para garantizar la subsistencia. Milei respondió que siempre hay libertad si se puede elegir, más allá de los medios a disposición. Entonces, en el caso de una persona sin recursos ni oportunidades más allá de la posibilidad de vender su fuerza de trabajo en condiciones de explotación, la libertad estaría en la posibilidad de decidir trabajar por un salario magro y en condiciones deplorables o morirse de hambre. Poco después sostuvo que también hay libertad en la decisión de amputarse un brazo para venderlo y cambiarlo por comida.
Si bien en el debate televisivo la discusión al respecto giró alrededor de la pregunta filosófica por la libertad, y si es posible pensar en ella en tanto simple posibilidad de elección o teniendo en cuenta las posibilidades materiales, vale la pena discutir al respecto en clave económica: en qué sentido la libertad que propone Milei como un ideal es entendida como la forma bajo la cual el capitalismo esconde mecanismos de compulsión y explotación bajo una promesa de igualdad.
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Estos asuntos no son nuevos. Ya están presentes, por ejemplo, en el clásico de Marx "Sobre la cuestión judía", de 1843. Allí señalaba que ante el Estado burgués -decimos nosotros, liberal-, promotor de una igualdad ante la ley y unos derechos civiles universales -como el de la propiedad privada- el hombre “es el miembro imaginario de una imaginaria soberanía”. Es imaginaria porque está despegada de la realidad material. En sus textos de juventud Marx desarrollará la idea de que el Estado burgués, con su igualdad jurídica, incluso con sus derechos de ciudadanía sin fueros ni privilegios de sangre, opera como un velo que esconde las desigualdades de la sociedad civil, otrora evidentes en una sociedad de estratos.
En textos posteriores Marx avanza hacia la comprensión del proceso histórico que derivó en el capitalismo -categoría que aparece en sus obras de madurez-, modo de producción caracterizado por la libre contratación de mano de obra, sin ataduras ni compulsiones por fuera del contrato voluntario. Nada obliga al obrero a vender su fuerza de trabajo a un patrón y nada obliga al patrón a comprarle la fuerza de trabajo al obrero. Ambos son libres. Pero esa libertad, del lado del obrero, opera en un doble sentido: no solo es libre para elegir, sino que también es libre porque no tiene nada: es libre de toda posesión. Así, dice Marx, si bien no está encadenado a un patrón particular, como sí lo estaban el esclavo o el siervo de la gleba, lo está a la burguesía en su conjunto, pues en tanto no tiene nada, debe sí o sí vender su fuerza de trabajo para no morirse de hambre. Y ese acto constituye una obligación de hecho, detrás de la aparente libertad. Así, para llegar al capitalismo hubo que atravesar un proceso de escisión de los trabajadores respecto de sus medios de producción. Pero, a la vez, fue necesario un segundo proceso de escisión: de los propietarios de los medios de producción respecto de los medios de coerción. Para que la apariencia de la igualdad y la libertad funcionen, el patrón tiene que tercerizar la represión en un tercero -el Estado-, pues si él mismo tuviera la autoridad de reprimir a los trabajadores se caería rápidamente la farsa de la igualdad y la libertad.
Pero Marx agrega un elemento adicional, que refiere al meollo económico del asunto y de estas breves líneas. En la medida en que la fuerza de trabajo tiene la capacidad de crear valor por encima de su costo de reproducción, el trabajador es expoliado de una parte del fruto de su labor, apropiada de manera privada por el patrón. ¿Cómo se asegura el patrón la posibilidad de pagar a sus trabajadores el equivalente a su costo de reproducción? ¿Cómo evita que los trabajadores se organicen para reclamar una parte de ese excedente? Allí Marx supera la visión limitada de David Ricardo y propone el concepto de ejército industrial de reserva. Es la presencia de cientos y miles de trabajadores en las calles, en las puertas de las fábricas, pidiendo un empleo para no morirse de hambre, lo que condiciona a los trabajadores que están dentro y les dificulta -y hasta impide- reclamar por un salario mayor. Así, Marx esboza una idea central en la organización económica y política del capitalismo: el desempleo es necesario no solo para asegurar que los empresarios se queden con una parte importante del pastel, sino también para garantizar el orden y el control político por parte del empresariado. En pocas palabras, el desempleo disciplina a las masas.
Desde los tiempos de Marx el capitalismo cambió y efectivamente muchos sectores asalariados han tenido la posibilidad de disputar el excedente, o al menos parte de él. Esta disputa se ha dado en términos colectivos, muchas veces violentos, pero finalmente se ha plasmado en instituciones. Las leyes laborales, así como el reconocimiento de los sindicatos y la legitimidad de las negociaciones colectivas, dan cuenta de ello.
Al respecto, una obra fundamental es el breve texto del economista polaco Michal Kalecki "Aspectos políticos del pleno empleo", publicado en 1943, durante la segunda guerra mundial. Se trata de un contexto de desempleo nulo -nunca hay desempleo en la guerra, pues quien está desocupado es enviado al frente-, pero este trasciende las vicisitudes del conflicto bélico: luego de la gran depresión de los años 30 todos los países empezaron a poner en práctica políticas para combatir el desempleo, arribando a lo que Kalecki define como las doctrinas económicas del pleno empleo, en clara referencia, sin nombrarlo, a John Maynard Keynes. Kalecki se pregunta por qué los economistas ortodoxos, en general asociados a los capitanes de la industria, se oponen a las políticas económicas tendientes a garantizar el pleno empleo, como la inversión pública, los subsidios al consumo o las compras estatales, principalmente cuando es en estos contextos donde los empresarios ganan más dinero. Kalecki va a proponer que estos rechazos son políticos antes que económicos, pero los economistas deben disfrazarlos para que pasen como argumentos económicos. Así, dirán que el déficit fiscal genera inflación, pero en realidad lo que les preocupa es que el Estado compita con las empresas privadas por el control de ciertos recursos estratégicos y de poder. Pero, sobre todo, señala Kalecki que una situación de pleno empleo duradera e incuestionada hará que desaparezca ese poder sobre los trabajadores. Si el desempleo es nulo siempre, los empresarios perderán el control de las fábricas, puesto que el miedo al desempleo dejará de funcionar como disciplinador.
Curiosamente, señala Kalecki que esa situación no tiene lugar en los países fascistas, donde los empresarios no rechazan las políticas económicas que garantizan el pleno empleo. La razón es muy simple: en estos países la disciplina que produce el miedo al desempleo es reemplazada por la disciplina que producen el miedo y el efectivo ejercicio de la represión política. La propuesta de Kalecki, entonces, es la creación de instituciones políticas que reconozcan el mayor poder de la clase trabajadora en contextos de pleno empleo y permitan resistir los embates ajustadores del poder económico concentrado. Este es el rol que van a jugar tanto las instituciones de los Estados de Bienestar como los tratados internacionales de derechos humanos que se van a suscribir en las décadas siguientes.
Volviendo a Milei, lo interesante de su planteo es que en cierto sentido reconoce este rol disciplinador del desempleo. Es la libertad de morirse de hambre la que obliga al ser humano a vender su fuerza de trabajo, esforzarse y así producir más. Es la meritocracia llevada al extremo. A diferencia de otros economistas ortodoxos, Milei reconoce y acepta esta disciplina, la festeja, la reclama: un trabajador con miedo a morirse de hambre será un mejor trabajador; uno con el alimento asegurado por terceros -sindicatos o el Estado- será preso de la vagancia o el desinterés. De esta manera, Milei explicita algunos de los elementos más perversos del capitalismo, que oportunamente los economistas convencionales esconden. Pero Milton Friedman hacía lo mismo cuando, en su asesoría a sanguinarias dictaduras, entendía que el desempleo era necesario para limar el poder de los sindicatos.
En la economía el conflicto es inherente e inevitable. En todo caso, de él pueden surgir acuerdos y convenciones que lo apacigüen. En determinados contextos, la teoría económica convencional tiene que inventar artilugios para convencernos de que las promesas de ajuste serán buenas para todos. Tienden a hacer pasar el interés del empresariado por el interés general y a llevar a las mayorías a cavar sus propias tumbas. En el caso de Milei y los suyos, si bien existe una promesa utópica de bienestar general de mercado, el conflicto queda más claro. Milei defiende la libertad de morirse de hambre y el rol disciplinador del desempleo y la pobreza sobre las mayorías. Lo que sucede es que, en realidad, la teoría económica de Milei no es muy diferente de la que pulula por la televisión todos los días, o la que encontramos en la mayoría de los libros de texto que se leen en las universidades. La diferencia está en lo descarnado, en la ausencia de ese velo imaginario del que hablaba Marx. Con Milei el mensaje es mucho más claro, y más perverso.