“Los acuerdos de precios sin un plan de estabilización no sirven”, reiteraron como mantra los economistas del establishment con cada convocatoria que realizó el Gobierno para llevar a cabo un congelamiento –o sendero de subas graduales—en alimentos y artículos de primera necesidad. Sin embargo, el trabajo del equipo económico liderado por el ministro Sergio Massa avanzó en ambos frentes para frenar la aceleración inflacionaria. Por un lado, logró negociar precios en un amplio abanico de productos, incluyendo textiles, medicamentos, insumos industriales y hasta combustibles, mientras implementaba un plan antiinflacionario de corte más ortodoxo, con reducción de la emisión de pesos, ajuste del gasto y baja del déficit, tasas de interés reales (descontada la inflación) positiva, acumulación de reservas para disminuir la brecha cambiaria y una administración del comercio exterior más inteligente.
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La inflación se explica por múltiples factores, pero podría encasillarse en no más de dos o tres conjuntos. Están las causas monetarias y financieras, como el exceso de pesos que dejó la billonaria asistencia que dispuso del Gobierno para paliar los efectos de la pandemia, y el reordenamiento del frente externo, para evitar el traslado de la brecha cambiaria a precios. El segundo conjunto se resume a las expectativas inflacionarias, sobre las que actúan los acuerdos de precios para desinflarlas. Por último, movimientos de especulación empresaria, en los cual es clave el poder de contralor del Gobierno. Si se logra atacar estos frentes, se logra un esquema sólido y sustentable.
El acuerdo de precios, ya sea para su congelamiento como sucede en un universo de casi 2000 productos –entre alimentos y artículos de primera necesidad—o para establecer una pauta de incrementos concreto, como sucede con un universo de 49.000 ítems –incluyendo combustibles, insumos, vestimenta, calzado y medicamentos, permite establecer una horizonte de previsibilidad para el empresario y para el consumidor. Hasta ahora, solo el sector privado contaba con esa previsibilidad, la de poder remarcar sus precios y no perder contra la inflación. Cuatro meses de pauta de ajuste de precios para un universo que alcanza al 68 por ciento del consumo de la población sirve, además de referencia para población, para reordenar y frenar los ajustes “precautorios” que aplican las empresas por encima del nivel de inflación general pasado.
El resultado inmediato fue una fuerte reducción de la inercia inflacionaria, con un índice de precios al consumidor que arrojó para noviembre un alza de 4,9 por ciento, la menor cifra desde febrero último. Sin embargo, el dato más relevante fue que los alimentos aumentaron 3,5 por ciento, sensiblemente por debajo de la variación del mes anterior (6,2 por ciento) e incluso por debajo de lo acordado con las empresas del sector (4 por ciento). De esta forma, los productos que componen la canasta básica registraron el menor incremento de los últimos doce meses.
Las medidas de fondo para frenar la inflación
Al freno que se aplicó sobre las expectativas y la especulación, a partir de los acuerdos y mayor control oficial, se suman medidas profundas de estabilización que, si bien amenazan la recuperación de la actividad, buscan anclar la inflación a niveles más aceptables. De cara a los desafíos que presenta el acuerdo con el Fondo Monetario, se suspendió el financiamiento del Tesoro con emisión de pesos, lo que presionaba sobre el dólar como moneda de refugio ante la pérdida de valor de la moneda.
Para contrarrestar el menor interés por quedarse en pesos de parte de los particulares y desalentar la demanda de dólares, se elevó la tasa de interés para las inmovilizaciones a plazo hasta llevarlas a terreno positivo (porcentajes por encima de la inflación). El Banco Central mantiene fijado los límites mínimos de las tasas de interés sobre los plazos fijos de personas humanas con un piso de 75 por ciento anual para las imposiciones a 30 días hasta 10 millones de pesos. Se trata de un rendimiento mensual en torno al 6,2 por ciento, frente a una inflación que en noviembre se ubicó en 4,9 por ciento.
La reducción de la brecha cambiaria, que pasó de un 150 por ciento en julio a un 80 por ciento promedio actualmente, evita un traslado indiscriminado de los precios de la divisa estadounidense a los valores en góndola. Para ello el Gobierno apostó, en contraposición a una devaluación de la moneda, a lanzar distintas medidas que buscaron evitar la dolarización de cartera y estimular la liquidación del sector exportador. Como resultado, se pasó de un stock de reservas negativas de 426 millones de dólares a positivas en 7000 millones. A la proliferación de tipos de cambios diferenciados para estimular la liquidación (como el dólar soja), se sumó el ordenamiento de las relaciones y los desembolsos pautados por el FMI, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y el Banco Mundial. En materia presupuestaria, se redujo el gasto, bajando el déficit de 12,4 por ciento en agosto a cumplir con la meta pautada con el FMI de 2,5 por ciento.
Por último, se lanzó una política de férrea defensa de las reservas, a partir de un esquema de autorizaciones de acceso al dólar para importar con mayores controles. El objetivo es evitar sobre-stock de productos y divisas, dejando atrás el uso de las cautelares para acceder al billete verde. Si se mantiene la nueva inercia, la de desaceleración de precios, la inflación del año próximo podría dar lugar a una recuperación del poder adquisitivo de los ingresos, siendo esta la receta ante un eventual enfriamiento de la actividad.