Con la inflación de febrero en 4,7% y la expectativa de una alza en los precios de los alimentos por el conflicto entre Rusia y Ucrania, el gobierno nacional busca estrategias para controlar los precios de los alimentos básicos de la mesa de los y las argentinas. Hasta ahora, las anunciadas incorporan el acuerdo con supermercadistas y productores de bienes de consumo masivo para retrotraer precios al 10 de marzo, un fondo de compensación para commodities, aumento de 2% en las retenciones a los productos derivados de la soja y el trigo, como el aceite, además de la harina que retrotrae ciertos precios a principios de febrero.
Recordemos que la canasta de alimentos pesa más en las clases populares. Es decir, los hogares que ganan menos, dedican más parte de sus ingresos para abastecer sus necesidades alimentarias. Por tanto, la inflación de alimentos, que en febrero llegó al 7.5 % según Indec, explica también el aumento de la desigualdad, la pobreza e indigencia en nuestro país.
Lamentablemente, esto no es nuevo. Para dimensionar, desde diciembre de 2019 se registran serios aumentos en productos básicos de la canasta alimentaria; los fideos secos aumentaron un 56%; la harina de trigo 62%; la leche 87%; el arroz blanco 109%; el pan de mesa 95%; el aceite de girasol 135% y capítulo aparte para el asado. El efecto precios de la carne fue sostenido durante este período llegando a un 217% sólo desde que asumió el gobierno del Frente de Todos.
Este contenido se hizo gracias al apoyo de la comunidad de El Destape. Sumate. Sigamos haciendo historia.
A esta tendencia, hay que sumarle la suba de precios internacionales explicado por tres factores: la inflación en economías centrales, los cuellos de botellas generados por la pandemia del covid y la invasión a Ucrania. Aumento de costos de petróleo, gas, trigo, soja. Para darnos una idea: si ponemos el valor de la soja, el trigo y el petróleo a niveles de enero 2015 a principio del gobierno de Mauricio Macri. Eso estaba todo a cien, hoy estamos hablando que está por arriba de los 100. Es decir, un aumento a nivel internacional de más del 100%. Y específicamente el peso de la guerra en el este de Europa explica que el precio del trigo lleva un aumento internacional del 38,42%, es decir que su precio escaló 139,91 dólares la tonelada y pasó de los 343 dólares el 25 de febrero, a los 482 dólares manteniéndose en alza mientras continúe la invasión a Ucrania. La situación es tan crítica que La FAO, que es la organización de alimentos de las Naciones Unidas, nos demuestra que en el 2021 la inflación de alimentos fue del 28%, el mayor número desde 1960.
Este es un efecto totalmente externo. Los economistas hablamos de shocks externos que, por cierto, ni siquiera está contemplado en el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional. El Gobierno lo tendrá que poner nuevamente sobre la mesa para renegociar, porque efectivamente tiene consecuencias sobre las expectativas de la inflación y sobre todo, sobre la distribución del ingreso.
Parte del efecto de altos precios internacionales se puede compensar con retenciones y con políticas públicas que prioricen que nuestros productores tengan un trato preferencial para aquellos que, como les decía, producen localmente. Sin olvidarnos que efectivamente, las exportadoras argentinas son indispensables para garantizar la entrada de divisas a nuestro país.
Pero más allá de las medidas de emergencia, aquí hay una ventana de oportunidad para replantear la relación que tenemos como país con la producción de alimentos. Y aquí hay dos enfoques ideológicos sobre los cuales nos debemos un debate: pensar en la seguridad alimentaria o en la soberanía alimentaria. El primero, surge en la década de los setenta con esta globalización que impera la lógica con el fin del sistema de Bretton Woods, con la crisis financiera provocada por el petróleo; el mismo sostiene que “todas las personas tienen que tener acceso físico y económico a suficiente alimento seguro para satisfacer sus necesidades alimenticias, como así también sus preferencias de consumo”. Es una mirada que se orienta hacia el acceso físico y económico que no importa quién le dé el acceso.
Por otro lado, tenemos una mirada de soberanía alimentaria. Desde esta perspectiva podemos hablar de futuro, ya que este concepto incluye el derecho del pueblo en su conjunto. No en los individuos, no del hogar, de tener acceso económico, sino de la totalidad de la población, de la comunidad y del país de la nación como tal. El INTA sostiene que la soberanía alimentaria “tiene como objetivo definir las políticas agrícolas/pastoriles, laborales, de pesca, alimentarias y agrarias que sean ecológicas, sociales, económicas, y culturalmente apropiadas para sus circunstancias”.
Esto incluye el derecho efectivo a la alimentación y a la producción de alimentos. Es decir, no es lo mismo que todo lo que se produzca en Argentina se exporte, y luego le demos una distribución de ingresos a la gente para poder importar. No es lo mismo que la producción sea local por el efecto ecológico y por la soberanía nacional.
En este momento de guerras globales, no podemos claudicar en una bandera tan clara, tan necesaria para un país productor de alimentos como es la soberanía alimentaria. No solamente tenemos que garantizar que los argentinos y las argentinas puedan comer, que hoy esto ya es un desafío, sino que tenemos que reivindicar que toda la política económica de nuestro país incluya, qué se exporta, cómo se exporta, cuánto se exporta, cómo se produce, quiénes lo producen.
Si realmente queremos erradicar la indigencia y la pobreza, no podemos pensar en un esquema de transferencia de ingresos temporal que además, tenga dependencia del exterior. Hay que repensar la producción en clave de sustentabilidad ecológicamente y justicia social, para garantizar que los alimentos en la mesa de los argentinos y argentinas consoliden nuestra soberanía alimentaria, para fortalecer la independencia económica y la soberanía política.