Un tópico recurrente de nuestra derecha económica, tanto de sus referentes intelectuales y mediáticos como de las cámaras empresariales, es la idea de que las leyes laborales, protectoras de los trabajadores y las trabajadoras, son la causa del estancamiento económico y, sobre todo, de la desocupación.
El argumento es muy sencillo y sobre todo intuitivo: si contratar a un trabajador implica un enorme riesgo para el empresario porque, de acuerdo a las leyes vigentes, el trabajador "podría reclamar montos impagables a la hora de un cese", el empresario decide no contratar a nadie para evitar ese posible costo, y entonces no se genera empleo.
Análogamente, se arguye que la informalidad laboral tiene como principal causa no ya las indemnizaciones por despido (dado que ante el cese de la actividad existe la opción de reclamar por la relación laboral informal previa) sino por las cargas sociales obligatorias. Así, sostiene el sentido común ortodoxo, que reducir los aportes y las contribuciones tendrá un efecto positivo sobre la formalidad del empleo.
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Este argumento es viejo, viejísimo. Durante la crisis del '30 los economistas ortodoxos planteaban que el elevado desempleo era causado por el hecho de que los sindicatos resistieran la baja de los salarios. Luego se generalizó la idea de que la causa era la existencia de salarios mínimos, consagrados por los gobiernos pero reclamados por los gremios. En el fondo, el punto central es que dejando al mercado de trabajo actuar libremente el desempleo desaparecerá. La historia del capitalismo, muchas veces de manera trágica, ha demostrado que estas premisas estaban equivocadas.
El error central de los ortodoxos de ayer y de hoy no está en su mirada sobre el mercado de trabajo, o no principalmente. La principal falla es que no se dan cuenta de que el principal determinante del empleo es la actividad económica, y que esta varía y no tiende necesariamente hacia su plenitud. Es decir, en el fondo los economistas ortodoxos asumen que las empresas producirán todo lo que puedan en tanto los costos sean menores que los ingresos, y por ende las ganancias sean positivas. Una vez que entendemos que las cantidades a vender, y por ende a producir, dependen del ciclo económico, se abre un mundo de posibilidades, alejado de las verdades de la ortodoxia, pero más cercano al funcionamiento de nuestras economías.
Decimos que el empleo depende de la actividad. Si buscamos datos de los últimos treinta años de la historia argentina, el único período en el que el empleo y el PBI no se movieron al unísono fue durante la primera presidencia de Menem, en la que la economía creció y el empleo cayó. Luego de esos años atípicos, cuando hubo recesión subió el desempleo y cuando hubo crecimiento subió el empleo. Esto es algo lógico: para producir más hay que contratar más gente, a menos que estemos ante una transformación productiva o, como sucedió en los noventa, un cambio estructural en el que crecieron sectores que demandaban menos empleo y cayeron otros que demandaban más. Pero, más allá de lo evidente, ¿dónde está la causalidad? ¿Sube el empleo porque sube la producción o sube la producción porque sube el empleo?
Desde una perspectiva que enfatiza en la demanda efectiva, se trata del primer caso. Las empresas contratan trabajadores siempre y cuando esperen producir más. Y producirán más si piensan que van a vender más. Entonces, el principal determinante de la creación de empleo no es la ganancia: las empresas no van a contratar más gente si les va bien, si están ganando mucho. Puede que ganen mucho y no quieran aumentar su planta. Querrán aumentar la nómina solo si quieren producir más. Desde ya, no lo harán si el costo de contratar a un nuevo empleado es mayor a los ingresos que esa producción adicional va a reportar. Pero, en caso de que la ganancia sea positiva, muy positiva, ¿por qué motivo una empresa decidiría contratar a dos o tres trabajadores cuando la demanda del mercado indica que solo hace falta uno?
Entonces, ¿son las leyes laborales un freno a la creación de empleo? Desde esta perspectiva, solo podrán serlo si estas efectivamente implican cruzar el umbral entre la ganancia y la pérdida. Presentamos un breve ejemplo numérico. Si contratar un nuevo trabajador cuesta 1.000 pesos y se espera que este produzca veinte unidades que se venden a 100 pesos cada una, las ventas totales subirán en 2000 y la ganancia adicional será de 1000: se lo contrata. Ahora bien, si solo se demandan veinte unidades adicionales y no más, ¿qué sentido tendría contratar un segundo trabajador? Aunque su productividad sea mayor a su costo, si no hay demanda no se lo contrata. En el mismo sentido, si al primer trabajador hay que pagarle 1500 en vez de 1000, porque se deben agregar cargas sociales o una previsión por despido, ¿por qué habría de desistir el empresario en su contratación? Si de cualquier manera estará ganando, no ya 1000, sino 500.
Esto no quiere decir que el empresario no tenga razones para patalear ante las cargas sociales. Está claro que su presencia hizo que su ganancia se reduzca a la mitad. Es lógico que se queje. Pero, en este ejemplo, es falaz argüir que la legislación traerá como resultado una caída del empleo. El empleo crecerá igual, pero el producto se repartirá de otra manera. Así, en el fondo las quejas de los empresarios y sus portavoces sobre la legislación laboral usan al empleo o la informalidad como excusa: las más de las veces, se trata de una discusión por la distribución del ingreso.
Pero la historia no termina allí, porque la demanda de bienes también depende de las relaciones salariales. Para sectores que venden al mercado interno, y sobre todo aquellos que tienen a las masas populares como principales compradores, los salarios propios son un costo, pero los salarios de los demás son demanda. A una pyme industrial mercadointernista le conviene que las demás empresas paguen altos salarios, para que la gente tenga dinero en el bolsillo y le compre su producción. Pero hay más: cuando las leyes laborales dotan de estabilidad a los ingresos de las familias (por ejemplo, la indemnización, que reduce el riesgo de despido ante un mal momento de la empresa), las familias trabajadoras pueden aventurarse a realizar gastos de bienes más caros, sobre todo si existen mecanismos de crédito.
Por ejemplo, un trabajador sin estabilidad quizás no se decida a comprar un electrodoméstico en doce cuotas. O probablemente un banco no le dé el límite de la tarjeta de crédito necesario para hacer esa compra. Sin embargo, las leyes que lo protegen también le dan la certeza, o menor incerteza, de poder hacer frente a esas cuotas. Y entonces compra el electrodoméstico, que bajo otras condiciones laborales no compraría. Y el resultado es que aumenta la demanda de electrodomésticos y que la fábrica de electrodomésticos contrata más trabajadores. En este ejemplo, la empresa se habrá visto beneficiada por la existencia de leyes laborales que, al dotar de estabilidad a los trabajadores de otras empresas, permiten que haya una demanda sostenida de bienes durables. Por supuesto, este planteo tiene muchos condicionamientos. No rige para sectores que venden al mercado externo ni a aquellos cuya demanda consiste en nichos domésticos de altos ingresos. En aquellos casos, el salario es solo un costo.
Sin embargo, el quid de la cuestión es que este efecto es indirecto y a veces imperceptible. Los empresarios no siempre pueden ser conscientes de los determinantes de la demanda de lo que producen. Por eso mismo muchas veces las voces de los empresarios individuales difieren de las de las cámaras, que sí suelen tener en cuenta los efectos agregados. En el salario, el empresario pyme ve costos, pues eso es lo directo y evidente. Arribar a la conclusión de que el salario es demanda agregada es muchísimo más indirecto. Y además es ajeno al sentido común económico imperante.
El corolario es que muchas veces los empresarios pyme terminan obrando en sus reclamos y planteos contra sus propios intereses económicos. Piden flexibilidad laboral para poder despedir con menor riesgo o reducción de las cargas sociales para bajar el costo del trabajo. En la cuenta individual, es completamente razonable. Pero en caso de éxito de esas solicitudes el resultado suele ser recesión, depresión, caída de la actividad y caída de la demanda. Bajaron los costos de contratar, pero ya nadie quiere comprar lo que venden. El problema es que luego les explican en la televisión que nadie compra lo que venden por razones totalmente insensatas y sin fundamento. No es casualidad que luego de las reformas que flexibilizaron el mercado de trabajo en Argentina, entre 1991 y 2000, el desempleo y la informalidad subieran y muchísimas pymes tuvieran que cerrar.
Los Estados de Bienestar tuvieron éxito porque pudieron hacer frente a esta dicotomía entre la percepción individual y el resultado colectivo. Es decir, permitieron reconocer que lo que es mejor para los empresarios como clase no es lo mismo que lo que le conviene al empresario individual, y por ende lo que este decidiría en caso de poder elegir. La misión que nos queda es disputar ese sentido común, no solo en defensa de los trabajadores y las trabajadoras, principales perjudicados en caso de que avance una reforma laboral flexibilizadora, sino también de las pequeñas empresas, que sin darse cuenta dependen de los salarios altos y empleos estables contra los que se quejan a diario.