En los últimos días el mundo de las criptomonedas se vio sacudido por el derrumbe de una de ellas, llamada Luna, que perdió en pocas horas cerca del 99 por ciento de su valor, dejando a miles de personas no solo con la merma en la valuación de sus activos sino también, en muchos casos, con enormes deudas difíciles de pagar. El suceso se disparó luego de la caída de la convertibilidad de Terra USD, una stablecoin que funcionaba como su sostén, pero sucedió en un contexto en el que prácticamente todas las criptomonedas cayeron con fuerza. Por ejemplo, el Bitcoin, la criptomoneda más importante del mundo, vale hoy menos de la mitad de su valor máximo del año pasado. Esta caída generalizada tiene en la suba de las tasas de la Reserva Federal de Estados Unidos a su principal detonante.
Pero vamos de a poco. Seguramente muchos lectores se encontraron en el párrafo precedente con algunos términos desconocidos, que vale la pena aclarar. Las criptomonedas son activos digitales, físicamente inexistentes, que pueden ser poseídos, comprados o vendidos a través de distintas plataformas. El Bitcoin fue su primer experimento, creado en 2009, y dotado de una tecnología llamada Blockchain, que consiste en un registro sobre una base de datos sin un servidor central, pero inviolable.
En este sentido, es en la propia tecnología y no en las garantías brindadas por algún mecanismo jurídico o político, donde se inscribe la garantía de la propiedad privada y por ende la seguridad de la no confiscación de la misma. De hecho, esta misma tecnología es la que permite firmar y certificar contratos sin la necesidad de intermediación de escribanos o funcionarios. En los 13 años que han transcurrido desde la creación del Bitcoin han aparecido muchas otras criptomonedas. Se calcula que hoy en día circulan en forma activa unas 10.000. No todas usan tecnología Blockchain, ni todas tienen una gestión descentralizada. Algunas, de hecho, operan como moneda privada.
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Otras, las stablecoins, atan su valor al de algún activo no digital, como una moneda fiduciaria de algún país o algún bien físico como el oro o el petróleo.
En estos 13 años, el crecimiento de las criptomonedas ha sido exponencial. Se calcula que hoy en día la suma del valor de todo su stock mundial asciende al doble del PBI de Argentina, en tanto todos los días se compran y venden cerca de 100.000 millones de dólares, aproximadamente un sexto de lo que se transa en la suma de todas las bolsas de valores del globo. A su vez, 300 millones de personas a nivel mundial (un millón y medio en Argentina) poseen o alguna vez compraron una criptomoneda.
Es decir, se trata de una tendencia muy significativa y creciente, pero no dominante aun. De hecho, solo un cuarto de esos 300 millones han realizado al menos una vez una compra de algún bien o servicio con criptomonedas en reemplazo del dinero habitual. En este sentido, su uso ha estado dedicado principalmente a la valorización como activo financiero, y no como moneda, más allá tanto de las potencialidades técnicas de serlo como del proselitismo de muchos agoreros al respecto.
Pero vamos un poco más atrás. El capitalismo siempre se caracterizó por su enorme capacidad de crear activos financieros novedosos. Es decir, de encontrar cosas que puedan comprarse y venderse con facilidad, habilitando la obtención de ganancias. Desde la transferibilidad de un pagaré o una deuda (A le presta plata a B, y B le da un papel que lo certifica, pero luego A le vende ese papel a C), pasando por las acciones de las empresas (A no le presta plata a B a cambio de un interés fijo, sino que le compra a B un porcentaje de su empresa, a cambio de recibir su correspondiente porción de los dividendos) y arribando a los títulos públicos, con renta fija en una moneda u otra, variable, ajustable por cierto criterio (como los UVA), a distintos plazos, bajo distintas jurisdicciones, el mundo de las finanzas se ha hecho cada vez más complejo. Cada uno de esos papeles puede ser comprado, vendido y revendido. Y esos papeles ya no son más físicamente papeles.
En las últimas décadas la financierización alcanzó también a los mercados de bienes físicos. No se compra el petróleo para producir combustible, no se compra trigo para fabricar pan, no se adquiere una propiedad para obtener una renta de alquiler mensual. Ahora, petróleo, trigo y casas, entre otras miles de cosas, se compran para revenderse y obtener una ganancia. De hecho, la enorme mayoría de los barriles de petróleo que día a día se compran y se venden jamás cambian físicamente de manos. A su vez, la ingeniería financiera se complejizó con ventas de futuros, enlatados, fideicomisos, etc. La creatividad al servicio de la acumulación se ha demostrado inagotable.
Las criptomonedas no son escindibles de este proceso.
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¿Cuál es la particularidad principal de las criptomonedas? Que están fuera de las regulaciones gubernamentales y, dada la digitalidad absoluta, permiten sortear fronteras, barreras, controles. Así, están rápidamente al servicio del lavado de dinero y del resguardo de fortunas que no pretenden ser declaradas ante el fisco. Es decir, combinan la opacidad de las propiedades en guaridas fiscales con la liquidez y la inmediatez de las finanzas más aceitadas.
La pregunta que surge es por qué su valor se ha multiplicado por tanto en tan poco tiempo. En los mercados financieros, los precios –determinados por oferta y demanda- siempre son volátiles en el corto plazo, pero en el largo pueden mostrar algunas regularidades. Las acciones siguen el desempeño de las empresas, los bonos la sostenibilidad de las cuentas de los gobiernos o los lineamientos de las políticas económicas, las commodities las tendencias de la demanda y de la producción física de esos bienes.
En el caso de las criptomonedas, ¿cuál es el anclaje real? Sintéticamente, ninguno. Lo único que explica el vertiginoso aumento de su precio en dólares –un Bitcoin costaba 20 dólares cuando se lanzó y el año pasado llegó a rozar los 70.000- es que su demanda ha crecido de manera sostenida, aunque con altibajos, en tanto su oferta está contenida por la propia tecnología y la emisión de un nuevo Bitcoin requiere la resolución de problemas matemáticos cada vez más complejos (y su minado un irracional consumo de energía). Es decir, en la última década han fluido cada vez más y más dólares hacia las criptomonedas, inflando sus precios, pero sin representar ellos un anclaje real que pueda funcionar como referencia de largo plazo, como sí tienen las acciones, los bonos o las commodities.
Es en este sentido que muchos autores han definido al mundo cripto como un esquema Ponzi de escala global. Un Ponzi es un mecanismo a partir del cual la elevada rentabilidad de cierta inversión se sostiene únicamente en la entrada de nuevos inversionistas y no en la generación de ganancias genuinas. Quienes logran salir a tiempo –y quienes los organizan- pueden tener ganancias fenomenales, pero eventualmente todo Ponzi se quiebra, toda burbuja se pincha, y el valor de los activos se desploma reportándole a los tenedores enormes pérdidas.
Las estafas piramidales son el ejemplo más claro, pero también podríamos describir a la bicicleta financiera que implementó el gobierno de Macri entre 2016 y 2018 en este esquema, en el que las tasas de interés elevadas en dólares –resultado de altas tasas en pesos, tipo de cambio estable y libre conversión- para los capitales especulativos solo se sostenía con la entrada de nuevos capitales, y no con la generación de dólares genuinos, con la salvedad de que en ese caso las pérdidas se socializaron a toda la población. Es más: hace más de cincuenta años el economista Paul Samuelson afirmaba que los sistemas previsionales de reparto eran una especie de Ponzi. No pensemos en la categoría Ponzi como una estafa o delito, sino como un mecanismo de acumulación que infla valores sin más sustento que la entrada de nuevos compradores.
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¿Son las cripto un Ponzi? Según la definición precedente, sí. ¿Se trata de una burbuja que puede explotar en cualquier momento? Es una posibilidad, pero las burbujas no siempre se pinchan enseguida. De hecho, lo que sucedió con Luna puede entrar tranquilamente en esta categoría. Lo que sube muy fácilmente, del mismo modo puede caer. Y, al igual que en las estafas piramidales, en la caída de Luna también hubo quienes se llevaron jugosas ganancias. Sin ir más lejos, el año pasado el Bitcoin cayó 10% en un día luego de un comentario del magnate Elon Musk en Twitter. La volatilidad de las criptomonedas es feroz, más allá de la tendencia incuestionablemente alcista de los últimos años. En este sentido, nadie puede dudar de que se trata de inversiones de riesgo.
En síntesis, las criptomonedas representan un desafío a las instituciones del sistema financiero y monetario global. Por algo su principal detractor es el Fondo Monetario Internacional. Su regulación está en agenda de todos los gobiernos y no se ha logrado arribar a respuestas satisfactorias. De fondo, la cuestión filosófica sale a la luz: entre los promotores de las criptomonedas se eleva la idea de un capitalismo que triunfa sobre los Estados, como si Estado y capitalismo fueran antagonistas. Y es precisamente lo contrario: no hay capitalismo sin Estado, o mejor dicho no hay capitalismo sin Estado capitalista. Por el momento, las criptomonedas han funcionado principalmente como un mecanismo de reserva, ocultamiento y engorde de ganancias.
¿El desafío a las capacidades regulatorias de los gobiernos y a las instituciones financieras internacionales supone a su vez una afrenta al Estado capitalista? No parece ser el caso. El hecho de que una pequeña suba en la tasa de interés por parte de la Reserva Federal de Estados Unidos haya disparado una baja generalizada de sus valores da cuenta de que la hegemonía del dólar como moneda mundial no está en disputa y que las criptomonedas, más allá de su potencial transformador, por el momento no dejan de ser nuevas jugadoras en el juego de siempre: un sistema capitalista que permanentemente crea nuevos instrumentos para repartir los excedentes que se generan en el sistema productivo, a partir del trabajo de muchos, y que se apropian en manos de pocos.