El 9 de enero de 2007 en el Moscone Center, un importante salón de convenciones y exhibiciones de San Francisco, Estados Unidos, Steve Jobs presentaba el iPhone. Sobre un sobrio escenario en el que simplemente brindó un discurso sin mayores estridencias que estar acompañado por un puñado de diapositivas ilustrativas, el informático de California abrió al mundo el conocimiento de un dispositivo que marcó un antes y un después en la era de las comunicaciones y el entretenimiento.
El término smartphone (celular inteligente) ya se venía aplicando antes de la aparición del iPhone, pero fue este adminículo el que llevó esa conjunción de palabras a un terreno inimaginado hasta entonces por los usuarios, que a partir de aquí y progresivamente vieron transformada su forma de comunicarse con los demás, de informarse, de consumir y de realizar actividades cotidianas.
El propio Jobs ya venía de hitos importantes desde fines de los 70 cuando fundó Apple, como la creación de la Macintosh (que formó parte de la revolución de las computadoras de escritorio); ser parte de la fundación de Pixar (que consolidó una nueva forma de animación digital); o lanzar el iPod (que cambió la manera de consumir música a partir del formato .mp3), de modo que cada anuncio del líder que eligió un nombre con “A” para que su empresa figure entre las primeras entradas de las guías telefónicas, era esperado con fruición por los aficionados a la tecnología.
En aquella ocasión Jobs aseguró que, aunque se les llame smartphones, “los celulares no son muy inteligentes ni son muy fáciles de usar”. Es la lógica de uso que aplicó para el iPhone la que constituyó la clave del éxito del producto: el celular combinó la opción de reproducción del formato .mp3 con avanzada conexión a internet y una pantalla táctil. Para el informático fallecido en 2011, el problema de los celulares vigentes en ese momento (Blackberry y similares) era el teclado de plástico debajo de la pantalla, que no se adaptaba a la evolución de las aplicaciones. Sin teclado, ni mouse, ni bolígrafo, el apuntador elegido para abrir y cerrar aplicaciones (que hasta el iPhone no se les llamaba así masivamente), navegar por internet o seleccionar elementos fue el índice y el pulgar. La función más característica de dos de los cinco dedos de la mano en lo que va del siglo XXI también iban se la debemos.
Pero además de veloz y completo, el teléfono era más fácil de usar que sus competidores, que quedaron a la zaga del iPhone para los años venideros. Era como un juego. El filósofo italiano Alessandro Barico publicó en 2018 un ensayo llamado “The Game” en el que reflexiona acerca de la nueva era digital que transformó la forma de relacionarnos: “(El iPhone) estaba diseñado para adultos niños pero parecía diseñado por niños adultos”, escribió en relación al accesible uso del celular, gracias a una interfaz estructurada como un juego en el que el usuario abre y cierra puertas, todas intuitivas, todas de rápida incorporación.
Los creadores de este teléfono (término cuya literalidad quedó vieja a partir de su uso masivo) repensaron la lógica desde el principio, para inaugurar una lógica en la que si no es fácil, no sirve. Era un teléfono, sí, pero además “un sistema para entrar en Internet, una puerta para la Web, un instrumento para escribir mails y mensajes, una consola para videojuegos, una cámara fotográfica, un contenedor enorme de música y una caja potencialmente llena de aplicaciones, desde el tiempo hasta las cotizaciones de la Bolsa”, describió Baricco.
En un mundo cada vez más liquido e intangible, el iPhone adquirió el escaso peso de las ideas y los relatos de la posmodernidad. Su liviandad no solo estaba implicada en su fácil y rápido uso, sino también en su tamaño, que es estándar hasta el día de hoy: los celulares del 2024 pueden ser plegables o más anchos, pero la estructura general sigue siendo la que inauguró Jobs en 2007.
A partir de aquí, la posibilidad de navegar por Internet y transitar las infinitas posibilidades de la red de redes no se circunscribía solo a una habitación u oficina: podía ocurrir en la calle, el transporte público, en el bar y en cualquier otro lugar. De manera, siguiendo ideas del filósofo citado más arriba, la posición estructural de los seres humanos en interacción con la tecnología se hizo móvil: de la persona sentada frente a la computadora se trasladó a una mera extensión del brazo, posibilitando así el uso ininterrumpido del mundo digital.
La aparición de las redes sociales fue el otro gran evento que en combinación con los celulares de este tipo terminó de consolidar la aparición de otro espacio público, un “ultramundo” con otros códigos, maneras y hábitos donde las personalidades adquieren nuevos matices, nuevas formas de percepción y disfrute, pero también nuevas maneras de sujeción y dominio.