Gabriel Rabinovich y Sandra Díaz: quiénes son los científicos que hoy reciben el Konex de brillante

Se entregan en el Centro Cultural de la Ciencia; también serán galardonados otros 19 investigadores de diferentes disciplinas

31 de octubre, 2023 | 15.03

Ella nació en Bell Ville y él, en el barrio Villa Cabrera de Córdoba capital. Por una singular coincidencia, dos cordobeses graduados en la Universidad Nacional de esa provincia reciben esta noche el Konex de Brillante. Gabriel Rabinovich, que a lo largo de tres décadas descubrió, identificó y caracterizó una especie de Piedra Rosetta de las enfermedades autoinmunes y el cáncer, fue premiado en la categoría Microbiología e Inmunología. Sandra Díaz, que desarrolló herramientas metodológicas para cuantificar los efectos y beneficios de la biodiversidad de las plantas, fue elegida en Ecología y Ciencias Ambientales. 

Ambos ostentan una trayectoria extraordinaria, son pioneros en su área de estudio y realizaron avances reconocidos en el mundo y distinguidos con los más altos honores que otorga la comunidad científica internacional. Sólo para mencionar algunos, Díaz es miembro de la Royal Society y de la Academia de Ciencias de Francia, además de haber recibido el Premio Princesa de Asturias 2019 (junto con la estadounidense Joanne Chory) y el Premio BBVA Fronteras del Conocimiento 2021. Rabinovich, por su parte, es miembro de la Academia de Ciencias de los Estados Unidos, recibió el Premio Houssay, el "Investigador de la Nación" y el Bunge y Born, entre otros innumerables.

Gabriel Rabinovich, en un laboratorio de Galtec

Doctor Jekyll y Mr. Hyde

El menor de tres hermanos, Gabriel Rabinovich era todavía muy chico cuando ya se subía al mostrador de la farmacia de sus padres para escuchar cómo los vecinos les contaban sobre sus problemas médicos. “Siempre me encantó la ciencia –recuerda–. Los acompañaba mucho porque llegué cuando mis hermanas ya eran grandes”. 

Aficionado a la lectura y al canto, tironeado entre la filosofía, la psicología y la medicina, cuando terminó la escuela secundaria se fue un año a Israel, donde reside parte de su familia, y vivió y trabajó en un kibutz.

“A mi regreso, no sabía bien qué estudiar –cuenta–. Me anoté en Psicología y en Ciencias Químicas. Después de los primeros dos años, me di cuenta de que me apasionaba la investigación. Elegí Bioquímica, que era lo más parecido a medicina. En tercer año cursé inmunología y me salvó la vida. Quedé maravillado, me enamoré. Pensar que hay un sistema que detecta absolutamente todo lo extraño, desde tumores, hasta microbios, y que es clave en la resolución de la inflamación, en la evolución, que interviene en todo… Fue extraordinario”. 

Cuando cursó la última materia de la facultad, Rabinovich tuvo que elegir dónde hacer sus prácticas, pero no había lugar en el laboratorio de inmunología, de modo que se decidió por otro en el que investigaban proteínas de unión a azúcares en la retina del pollo. Era 1992, y allí conocería al que fue su primer mentor y una de las personas que marcaría su vida, Carlos Landa. En esa mesada generó los anticuerpos que un año más tarde lo llevarían a descubrir la Galectina-1, una proteína que en sus palabras puede interpretar los roles de Dr. Jekyll y Mr. Hyde: inhibiéndola, se habilita al sistema inmunológico a detener el tumor; potenciándola, se puede inhibir el ataque inmune a tejidos propios como ocurre en la autoinmunidad. 

“Cuando apareció, no teníamos ni la menor idea de cuál era su función y cómo participa en muchísimas enfermedades –destaca–. Desde la Argentina, pudimos iluminar un nuevo paradigma que poco a poco fueron tomando otros, pero en esos momentos uno no sabía si estaba trabajando bien o mal. El momento clave para mí, más allá de los hitos que fuimos logrando, los descubrimientos que fueron dándose a conocer en las tapas de las revistas científicas, fue cuando otros empezaron a trabajar en las galectinas, cuando después de que nosotros vimos que Gal-1  jugaba un rol en el escape tumoral, empezaran a estudiarla en Stanford, en Harvard, en Alemania… Fue una alegría enorme”. 

En ese momento, había incluso una confusión respecto de la nomenclatura. “Nosotros le habíamos puesto chicken lectin lactose 1 –comenta el científico–. Hasta que alrededor de 1994 o 1995, se publicó una revisión en la que se proponía que todas las proteínas de unión a galactósidos [azúcares] que se detectaran se iban a nombrar ‘galectinas”. En ese momento había solamente tres y nadie sabía para qué servían; hoy se conocen 15, 10 de las cuales son humanas.

Como suele suceder, la tarea no progresó en línea recta, sino que tuvo idas y vueltas. Mientras todavía era alumno, Landa se mudó al Centro de Excelencia de Productos y Procesos (Ceprocor). Parte de los anticuerpos que Gabriel había generado quedaron guardados en tubitos de rollos de fotos, alojados en el freezer de la farmacia familiar mientras él empezaba a investigar en otro tema que por esos días le pareció apasionante, la psiconeuroinmunología. 

Pero los experimentos no resultaban. “En un momento de crisis donde nada me salía y me preguntaba si debía cambiar de rumbo, con mi directora Clelia Riera, con Landa y con mi amiga Kiyomi Mizutamari, dijimos ‘veamos si alguno de estos anticuerpos reacciona en forma cruzada’. Y observé que eso ocurría contra una célula del sistema inmune. Eso me salvó la vida. La purifiqué y decidí traerla a secuenciar a Buenos Aires, ya que en el país había un solo secuenciador que estaba en el Instituto de Química y Fisicoquímica Biológicas (Iquifib). Hablé con Carlota Wolfenstein  y ella me dijo que le interesaba porque trabajaban con proteínas parecidas. Eso nos permitió saber que estábamos frente a una Galectina”. 

Muestras listas para trabajar, en Galtec

Allí comenzarían tres décadas de trabajo arduo, pero también de descubrimientos que atrajeron la atención del mundo. Purificada y secuenciada, cuando Rabinovich ponía Gal-1 junto a linfocitos T [un tipo de glóbulo blanco que ayuda a proteger el organismo de las infecciones y el cáncer], estos se morían. "Eso fue lo primero que vimos –dice–. ¿Cómo puede ser que una proteína que tienen células de nuestro sistema inmune elimine a los linfocitos? ¡Era contraintuitivo! Primero pensé que estaba haciendo algo mal”. 

A lo largo de muchas noches dedicadas a purificarla en cámara fría, y a probar qué sucedía cuando la ponían en cultivos de linfocitos, Rabinovich observó que cuando “iba al día siguiente, sacaba la placa de cultivo de la estufa, la miraba al microscopio y no había linfocitos –recuerda–. Lo primero que pensamos es que tal vez había una toxina en la purificación. No teníamos idea de que estábamos bajo un nuevo paradigma, que Galectina-1 mataba linfocitos T activados y de ese modo favorecía el escape tumoral. Nos preguntábamos porqué tendremos nosotros una proteína que mata linfocitos, si estos nos tienen que servir para defendernos… Ahí surgió la hipótesis de que el sistema inmune tiene que mantener un equilibrio tan exacto, que necesita mecanismos que ‘sintonicen’ la respuesta inmunológica”. 

El paso siguiente fue demostrar que Galectina-1 juega un rol protagónico impidiendo que los linfocitos T dañen tejidos propios. “Por esos días, fui a una conferencia de la Sociedad de Investigación Clínica  en Mar del Plata en la que se habló sobre terapia génica en artritis reumatoidea –explica Rabinovich–.  Un científico del Imperial College London contó que podía llevar genes a la sinovia [la sustancia viscosa y transparente que se encuentra en las articulaciones] artrítica de ratoncitos. Se me ocurrió acercarme y proponerle ir a su laboratorio a aprender a hacer terapia génica. Clonamos el gen de Galectina-1, lo llevamos a la sinovia artrítica de ratoncitos y ahí experimenté la segunda emoción más grande de mi carrera, porque vi que los animales que tenían artritis volvían a caminar. ¡Fue alucinante! Esos ensayos marcaron el fin de mi tesis y el único momento que pasé fuera del país. Lo publicamos en el Journal of Experimental Medicine y fue citado en Nature como un trabajo importante”. 

Era 1999 y Rabinovich empezó a plantearse que tal vez estaba en un camino interesante. Presentó su tesis en Córdoba y, ante el consejo de compañeros y profesores de que debía ir a hacer un posdoctorado en el extranjero, decidió presentarse a una beca Pew, de la Rockefeller University. La ganó. Se trataba de viajar a un laboratorio de los Institutos Nacionales de Salud de los Estados Unidos para trabajar en apoptosis, el proceso de muerte celular programada. Pero su madre no estaba bien de salud y algo le decía que tenía que seguir trabajando en esa misteriosa proteína

“La pregunta que me obsesionaba era porqué los tumores tienen 10 o 100 veces más de Gal-1 que una célula normal –dice–. Entonces, un día armé la valija y me vine a Buenos Aires, al Hospital de Clínicas”. 

Ese año fue uno de apenas tres investigadores que ingresaron a la carrera del investigador del Conicet (las otras dos fueron Andrea Gamarnik y Fernanda Ceriani, hoy también figuras de primer orden del sistema científico nacional). Había empezado a trabajar con su hipótesis en tumores. Casi sin subsidios, muchos empezaron a apoyarlo y en 2004 uno de sus trabajos se publicó en la tapa de Cancer Cell con el título "The sweet kiss of death(El dulce beso de la muerte, por el efecto de Gal-1 en los linfocitos T). 

“Allí pudimos demostrar un mecanismo de escape tumoral que era insospechado –explica–. En esa época no se hablaba de inmunoterapia ni de ‘inhibición de puntos de control’ [check points inhibitorios, una estrategia que bloquea la unión de las proteínas del sistema inmune a otras tumorales]”.

Poco a poco, muchos jóvenes brillantes se acercaron a su laboratorio. “Tuve 30 becarios, ahí están todas las tesis doctorales”, afirma, y señala con indisimulable orgullo uno de los estantes de su biblioteca donde se advierten los lomos de treinta gruesos libros de  tapa dura.

A lo largo de tres décadas y más de 320 trabajos publicados en Nature, Nature Inmunology, Science, Science Advances y otras revistas igualmente destacadas, Rabinovich y colaboradores fueron haciendo la disección de  Gal-1, cómo se comporta, en qué receptores actúa, qué rol juega en el embarazo, en las enfermedades autoinmunes, en cardiopatías, en infecciones... Su trabajo llamó la atención de científicos y científicas en muchos centros del mundo, y fue elogiado por premios Nobel. Otros se acercaron a pedirle sus reactivos y herramientas, y comenzaron a investigar en el tema. 

En un momento, hace aproximadamente diez años, surgió a partir de charlas con personalidades como el Jim Allison, Premio Nobel y director ejecutivo de la plataforma de inmunoterapia en el M. D. Anderson Cancer Center, o la directora del Instituto de Oncología Dana-Farber, de Harvard, Laurie Glimcher, la posibilidad de llegar con este conocimiento a los pacientes. Así nació Galtec, presentada en sociedad hace un par de meses, una empresa de base tecnológica destinada a transformar estos descubrimientos científicos en nuevas estrategias terapéuticas para el cáncer, y las  enfermedades autoinmunes e inflamatorias.

A veces me preguntan porqué tardó tanto tiempo, porqué no se hizo en un año, como una vacuna. Pero nosotros necesitamos validar el paradigma. Y cuando empecé a ver trabajos parecidos en Stanford, en Harvard, confirmando el rol de Gal-1 en el escape tumoral y que tenía sentido bloquearla, cuando a partir del trabajo de Diego Croci, que ahora está en Mendoza, vimos que a su vez forma vasos sanguíneos, surgió la idea de desarrollar un inhibidor y empezamos a generar anticuerpos monoclonales. Tanto el anticuerpo monoclonal anti Galectina-1 como la variante de Galectina-1 para enfermedades autoinmunes. Son una especie de ying y yang: el anti Gal-1 aumenta la respuesta inmune y disminuye la vascularización en tumores, y por otro lado, la Gal-1 elimina la inflamación exacerbada en enfermedades autoinmunes”. 

Con varias patentes en su haber, cuyas regalías retornarán al Conicet y a los científicos que fueron contribuyendo a estos logros, la compañía ya cuenta con inversores privados que financiarán el desarrollo de buenas prácticas de manufactura de los primeros productos, que en alrededor de dos años podrían estar listos para iniciar un ensayo de Fase 1 en seres humanos para pedir la aprobación de entidades regulatorias, como la FDA, la EMA y la Anmat. “Empezaremos a trabajar con un anticuerpo para cáncer colorrectal y con la variante de Galectina-1 para esclerosis múltiple –cuenta Rabinovich–. Y también surgió la idea de hacer algo para aterosclerosis, porque obtuvimos muy buenos resultados en un modelo de ratón”. 

Mientras tanto, el científico sigue haciendo docencia (acaba de ganar el concurso como profesor titular plenario en la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA, donde da clases desde hace una década y media) e investigando. “La pandemia y poner en marcha Galtec me retrasaron, y tengo 15 tesis para leer”, sonríe. 

Cuando era chico, a veces se sentía "el patito feo". Más joven, llegó a pensar que no servía para la ciencia y sufrió el “síndrome del impostor”. Hoy llegó el día para celebrar y disfrutar. “A veces se habla de la importancia de la ciencia para resolver problemas locales y es fundamental, porque sino seríamos completamente dependientes del Primer Mundo –reflexiona–. Pero también es importante reconocer que hay áreas del conocimiento en las que desde acá iluminamos al mundo”. 

Sandra Díaz, en la naturaleza, que ama

Pasión por la ciencia y por la naturaleza

Algo similar podría decirse de los trabajos de Sandra Díaz, que junto con su grupo de colaboradores del Conicet descubrió una nueva herramienta para cuantificar los efectos y beneficios de la biodiversidad de las plantas que permite entender mejor sus efectos en un ecosistema determinado. Sin exagerar, uno de los problemas más críticos de este siglo.

Primera científica profesional de una familia con anhelos de progreso intelectual, recuerda que el gusto por la naturaleza se despertó en ella desde que tiene memoria. “Siempre fue muy, muy fuerte –cuenta, desde Córdoba, donde reside–. Desde muy chiquita, me perdía en el jardín porque era lo que más me interesaba. O en los baldíos cercanos. Era otra época y una niña podía perderse sin mayor riesgo a la siesta, sin grandes consecuencias. Es una enorme afinidad con lo natural, una pasión por animales y plantas, y cosas vivas”. 

Igualmente temprana fue su pasión por la investigación: “Me encantaba hacer experimentos, probar qué pasaba –afirma–. También me gustaba mucho estudiar, algo que no era muy popular en la época, lo escondía porque era poco ‘glamoroso’. Llegó un momento en que incluso dudé qué camino tomar, porque me atraían las ciencias naturales, pero también las ciencias sociales, lo artístico; alguna vez fantaseé con hacer dos carreras al mismo tiempo. Pero la ciencia me apasiona a tal punto que creo que cuando no lo haga más para vivir, voy a seguir haciéndolo gratis”. 

Un poco por gusto personal y otro, por influencia de sus profesores, su elección recayó en las ciencias naturales; en particular en la biología y la ecología, que en esos momentos empezaba a tomar vuelo. Si bien eran tiempos en los que la ciencia era un terreno particularmente árido para las mujeres, no recuerda que ése haya sido el mayor de los obstáculos. “Creo que mis dificultades y las injusticias pasaban más por otros lados –explica–. Tal vez mi empecinamiento era tal que no veía las dificultades. Estaba convencida de  que no me iban a parar, por decirlo así. No me gusta hablar de este tema, porque uno cuenta una experiencia estrictamente personal y podría pensarse que la levanto como bandera. No es así. Yo sé que hay enormes dificultades y siempre las hubo, y tengo claro y conocí casos de grandes problemas simplemente por el hecho de ser mujer. También puede ser que no tropecé porque invertí una enorme energía y terminé trabajando el doble. Me dije: lo voy a hacer, pero no igual, sino mejor. Es el precio de una generación. Pero insisto en que mi área no es de las peores en ese sentido. Por otro lado, no es la única discriminación que uno sufre a lo largo de la carrera. Hoy, y me parece maravilloso, el foco está puesto en el género, pero ése no siempre es el más fuerte de los filtros. Los de clase son enormes, y tal vez hasta más difíciles de vencer”. 

Como es natural, le es difícil decidir cuál fue el más trascendente de sus aportes. “Creo que son los relacionados con entender la diversidad funcional –comenta–. En mi caso particular, la de las plantas, no como una jerarquía taxonómica, sino por el tipo de funciones que tienen. Y cómo plantas de muy diferentes orígenes tienen reacciones parecidas al ambiente, y efectos similares en su entorno. Así como a las personas muchas veces se les nota la profesión en el cuerpo, a las plantas también, con frecuencia, cuando uno tiene experiencia, en total ignorancia de cuál es su origen taxonómico y mucho menos su nombre, puede adivinar un poco cómo va a responder en forma general a distintas condiciones del ambiente y qué efectos van a tener en otros organismos. El tratar de encontrar estos distintos estilos generales de 'ser planta' siempre me encantó y lo sigo haciendo. Esa una de las líneas donde creo que abrí un camino: encontrar cuáles son las características que hay que medir, cómo hacerlo. Junto con varios colegas de mi equipo armamos manuales que hoy son utilizados en el mundo sobre esto y también desarrollamos el concepto de cómo pensarlo. Fue caracterizar lo que se llama la ‘biodiversidad funcional’, entender cómo la plantas, más que ser objetos pasivos de los factores naturales, en realidad afectan a los otros organismos y los ecosistemas”. 

Desde hace varios años, Díaz tiene una actuación destacada en el plano intergubernamental y de la diplomacia científica internacional. “Hay veces en que esos dos ‘sombreros’ están más juntos, otras, más separado –explica–. [En cierto sentido], trato de encontrar marcos conceptuales, pluralistas e interdisciplinarios entre las ciencias naturales y las sociales para poder hablar, que tengamos un lenguaje común. Es algo que causó beneplácito en algunos y gran resistencia en otros. Trabajé mucho este último tiempo para que cuando nos sentamos a hablar de cuáles son los principales problemas de biodiversidad y humanidad, tengamos un lenguaje común, desde la gente de los grandes corporaciones internacionales, hasta los grupos indígenas, los académicos, personas de las humanidades y los ecólogos ,como yo”. 

No sin esfuerzo, Sandra se las arregla para desarrollar ambas tareas al mismo tiempo. “No considero para nada una etapa cerrada de mi vida la investigación –subraya–. Es mi pasión. Me encanta y no me haría bien ni me sentiría satisfecha si la dejara de lado. Trato de hacer las dos cosas. A veces es difícil, porque ambos sombreros tienen que acomodarse en la misma cabeza y uno tiene las mismas 24 horas por día que son inevitables, inexorables para cualquier persona. Pero me doy cuenta de que la interfase entre la ciencia y las políticas públicas es fundamental. Intento contribuir con aportes conceptuales en la clarificación de contenido. No estoy en la barricada de la implementación, pero modestamente creo que mi aporte es importante y que hice una diferencia liderando el informe del Panel Intergubernamental para la Biodiversidad y Servicios Ecosistémicos (Ipbes) que terminamos en 2019. Me parece que esto se tiene que alimentar de un proceso de investigación y viceversa. Me doy cuenta de que puedo investigar de forma más clara en el marco internacional de políticas públicas”.  

Aunque forma parte de innumerables grupos en ambos hemisferios, trata de viajar solo lo indispensable. “Están en todos lados; me siento amiga de gente que nunca conocí en persona, con los que nunca nos vimos cara a cara –bromea–. A veces, todas las reuniones se juntan en el mismo mes, pero otras paso largos períodos ‘en casa’ o en el laboratorio”.

Y cuando se le pregunta si a pesar de los múltiples desastres que la humanidad está infligiendo al planeta es optimista, no lo duda: “Primero, la humanidad es muy heterogénea; ése es precisamente uno de los desafíos que tenemos que resolver. Qué es lo que hay que hacer con la naturaleza y con este tapiz de la vida que nos contiene cuando conviven tantos intereses y visiones. Se están haciendo cosas, pero no es suficiente. O sea, si uno formulara desde el punto de vista estrictamente científico cómo tenemos que hacer para llegar en una situación aceptable a 2050, lo que se está prometiendo no es suficiente y ni siquiera se está haciendo. Por ejemplo, los países desarrollados prometieron una ayuda económica anual para los más pobres. Eso no alcanza, pero tampoco lo pusieron. Dicho esto, creo que lo único que nos queda es ser optimistas. No hay plan B, ¿nos vamos a sentar a llorar?  Hay que pelearla. Me tocó ser jurado de un premio internacional que se otorgó al gran ensayista Nuccio Ordine. Lamentablemente, murió poco antes de recibirlo, pero dejó escrito su discurso en el que habló de la importancia de lo que se llaman ‘causas perdidas’. La historia está llena de [estas iniciativas] que cambiaron cuando hubo gente que se alineó con ellas. Llamarlas causas perdidas o inútiles desde el punto de vista estrictamente utilitario y económico es una forma de ‘ningunearlas’. Se lograron muchas cosas que en el momento en que se propusieron eran impensables. Cuando yo era chica o adolescente, a los carteles de prohibición del tabaco que estaban en todos lados, nadie los tomaba en cuenta. Cuando se intentó regular la prohibición de fumar en lugares públicos, todos pensaban que no iba a funcionar jamás. Pero resulta que llegó un momento en que la gente decidió resistir y empezó a exigir. Y si alguien prendía un cigarrillo, no era el dueño del bar el que lo sacaba ni se lo llevaba detenido la policía. Eran los otros parroquianos los que se quejaban. Cuando la gente une fuerzas y se planta, se producen cambios”. 

Y agrega: “Las acciones judiciales encabezadas por la juventud me parecen excelentes. Las marchas me parecen excelentes. Espero que sigan así, que no abandonen, que no pierdan impulso. Y también que desde el punto de vista del consumismo, estén dispuestos a poner en práctica sobre su propia persona lo que pregonan. Lo difícil pasa cuando tus ideas sobre un mundo mejor atentan contra tus propios patrones de consumo. Ahí se pone un poquito más duro. Pero tengo fe en que va a suceder. Porque la posibilidad de encontrar una nueva tecnología y arreglar todo esto rápidamente por ahora no está en el horizonte”. 

Esta noche, Díaz recibirá la máxima distinción entre los premios concedidos a las figuras de la ciencia destacadas en la última década con orgullo y satisfacción. “Sobre todo, porque es una elección de mis pares del sistema nacional de investigación, de personas con las que compartimos la carrera,  y a las que admiré y admiro –concluye–. Y también me encanta que el Konex de Brillante que esta vez me toca a mí es el primero que se da a la ecología, que por mucho tiempo no fue considerada central y hace no tanto estaba un poco en los márgenes de las ciencias naturales. Incluso hoy hay quienes hacen una división entre ‘las ciencias’ y ‘las humanidades’ como excluyendo lo social de la ciencia, algo que a mí me escandaliza bastante. Si hay algo que muestran estas terribles crisis ecológicas que enfrentamos y estudiamos es que esta división entre lo que son ciencias duras y blandas, entre sociales y naturales, es ficticia, artificial e improductiva, y que tenemos que encontrar formas de abordar estos desafíos en forma conjunta”.