La violación cometida este fin de semana por seis hombres contra una joven en el barrio de Palermo despertó muchas reacciones y reflexiones, tanto comunitarias como de profesionales de distintas disciplinas. Acotémonos aquí a algunos puntos sobre justicia y seguridad.
Uno: Ojos que no ven. Una violación múltiple, a plena luz del día, en un barrio concurrido y con gran circulación de gente y presencia policial, durante un tiempo prolongado: una foto perfecta de la ceguera ante la violencia machista en nuestro país. A los ojos de todes pero nadie ve. Cuando hablamos de violencia motivada en género, los problemas de seguridad ciudadana están asociados a estereotipos arraigados también en el personal policial: se vigila con sesgo de clase y con sesgo de género y aquí tenemos el primer apunte sobre la trascendencia prioritaria de formar a las fuerzas policiales para una comprensión cabal de todas las dimensiones en las que opera la criminalidad de género. Si las agencias de seguridad y prevención ciudadana no tienen un conocimiento integral e internalizado sobre cómo opera este fenómeno, las violaciones van a seguir siendo invisibles a sus ojos.
Dos: Violencia patriarcal. Asociado a lo anterior, lo ocurrido muestra con mucha elocuencia que los hechos de violencia misógina y la violencia femicida no tienen anclaje en una clase social determinada. Atraviesan indiferenciadamente clases bajas, medias y altas; los ejecutan personas con nula o altísima formación académica y cultural. Y quienes cometen estos hechos no son la manzana podrida en la que se agota el problema. No hay anomalía ni desviación en sus conductas sino normalidad patriarcal que se refunda y retroalimenta con cada violación y con el sostenimiento cotidiano de la opresión de los varones sobre las mujeres. La indignación frente a los femicidios y los hechos atroces de estas características solo debieran ser un camino que ilumine la causa de esas manifestaciones reiteradas y sistemáticas de violencia contra las mujeres: la organización patriarcal de poder donde los cuerpos de las mujeres son, aun hoy, objeto de apropiación y disposición de los varones, reafirmando una y otra vez el disciplinamiento.
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Tres: Impunidades. En términos investigativos, este es un caso de abuso sexual que se aleja de la media. Fue detectado en flagrancia, los autores fueron identificados y detenidos en el acto, hay testigos presenciales y registros fílmicos, prueba biológica. Estos delitos en general no cuentan con esta contundencia probatoria. Suelen ser cometidos en espacios privados, sin testigos, sin otra prueba directa; las víctimas a veces tardan meses o años en poder decidirse a denunciar y en ocasiones los casos prescriben. En la enorme mayoría de los casos de violencia patriarcal la prueba central es el testimonio de la víctima, cuya palabra es puesta en duda de manera autómata, por default. A priori, tanto para el sistema judicial como para los discursos mediáticos, la víctima puede mentir, puede inventar, busca algún beneficio, es psicótica, tiene personalidad fabuladora, la abusaron en su infancia, es prostituta, se la buscó, estaba drogada, le gustaban los boliches y tantas otras herramientas para desarmar la veracidad de su relato. El resultado: expedientes archivados por falta de pruebas. Impunidad. Y la revictimización sistemática tanto pública como privada, que impacta de manera negativa en la decisión de otras mujeres de atreverse a denunciar.
Cuatro: Política criminal con enfoque de género. Por eso aquí el principal desafío para el sistema de justicia no será sortear la debilidad probatoria del caso sino ubicar el hecho en su contexto, leyéndolo en clave de género. No es solo un caso de abuso sexual prácticamente cerrado (estaban in fraganti, hay testigos, hay pruebas); es un caso que debe poder inscribirse en un fenómeno criminal más amplio que abarca las distintas formas en que las mujeres y las personas LGTBIQ+ son violentadas cotidianamente en todos los ámbitos de su despliegue vital. Esta dimensión debe quedar a la luz. La evidencia muestra que estos hechos no son aislados, que no son anómalos, que las violaciones no son solo las que comete un psicópata sexual en un callejón, sino que atraviesan todas las clases sociales (incluso los perpetradores de clases más acomodadas o con mayores capitales educativos y económicos tienen mejores condiciones estructurales para conseguir impunidad que las clases populares). Se cometen en todos los ámbitos, públicos pero también íntimos, por parte de familiares, de parejas, conocidos. Es imperioso que el Poder Judicial intervenga con este marco. Y esta lectura es obligada, porque tiene muchas consecuencias para el Estado, para la policía, para la justicia y para la comunidad, empezando por desarmar los estereotipos de clase y género, único modo de poder cumplir adecuadamente el rol de prevención y seguridad ciudadana.
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Cinco: ¿Qué sistema judicial queremos? Los debates sobre reforma judicial tienen relación directa con las deudas del sistema de justicia frente a las violencias motivadas en género y cobran especial vigencia en el marco de estos casos. Un primera herramienta disponible es la implementación del sistema acusatorio, que implica reemplazar expedientes escritos por audiencias orales; desconcentrar el poder de los jueces de instrucción que hoy investigan y juzgan; fortalecer del rol de las víctimas en los procesos penales, dándoles un lugar más protagónico, más activo, con acceso a la información del proceso; organizar los ministerios públicos con unidades fiscales especializadas que puedan desarrollar estrategias de persecución penal adecuadas, protocolos de actuación para las investigaciones y para la atención a víctimas. Todos estos cambios se traducen en mayor transparencia y mayor control ciudadano sobre un poder judicial conservador, resistente a los cambios, opaco, anónimo y, como la sociedad en la que opera, patriarcal. Todo esto va a redundar en mayor eficiencia en las investigaciones penales.
Pero además, cualquier reforma judicial que se discuta y se apruebe tiene que contener obligadamente transformaciones que aseguren una perspectiva de género y de derechos humanos genuina en el tratamiento de los casos y modificaciones en la organización y conformación de las instituciones judiciales.
La transformación es de raíz. La intervención es sobre un sistema de justicia que hoy sigue respondiendo deficitariamente a la criminalidad de género y sigue ofreciendo impunidad en un gran porcentaje de casos. La impunidad es un mensaje de convalidación de estas violencias. Sin respuesta estatal, sin sanción, se alimenta la normalización y se habilita la posibilidad de desplegar la violencia sexual hasta el desparpajo de cometer un hecho de estas características.
Seis: Lo que falta. Recalibrar la mirada policial y de seguridad en criminalidad de género. Desarmar los estereotipos sobre agresores con una mirada de clase transversal. Erradicar la mirada inquisitiva y sospechosa sobre las víctimas. Resituar el carácter estructural y extendido que aloja a las violencias de género. Impulsar mejores procedimientos judiciales, transparentes y con rendición de cuentas. Mayor perspectiva de género es menor impunidad en la violencia contra las mujeres.