La pandemia del COVID fue el suceso histórico y social más trascendente y complejo en lo que va del siglo XXI, no solo por el carácter global, sino también, y sobre todo, por el impacto que tuvo en las relaciones sociales, las conductas, las creencias de los individuos y la geopolítica, del cual estamos siendo testigos muy lenta pero sostenidamente. Su procesamiento en las vidas cotidianas, la aceleración de nuevas subjetividades y la conmoción de las formas de la organización social fueron algunos de los efectos que generó la aparición del virus.
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En una economía capitalista plenamente mundializada e interconectada, el virus se esparció rápidamente a todos los países y la primera respuesta de los Estados para prevenir la propagación fue apelar a un antiguo instrumento de barrera sanitaria como es la cuarentena, el aislamiento físico obligatorio de las poblaciones durante un periodo de tiempo. Dicho periodo, al no tener en un principio horizontes certeros de finalización, sumaba ansiedad y malestar a la incertidumbre y el miedo generalizado producto de las malas estrategias de comunicación. Posteriormente, gracias al avance del conocimiento científico sobre los efectos del virus en la salud y el desarrollo temprano de vacunas, las medidas de aislamiento se pudieron ir flexibilizando, y se lograron planificar esquemas de circulación y distancia social más flexibles, lo que reactivó parcialmente la vida económica y social de las personas.
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Además, en las rutinas diarias se establecieron normativas de conductas y hábitos como la higiene de manos, la desinfección permanente de los espacios, el uso de barbijos y distanciamiento físico, que derivaron en algunos casos en formas obsesivas y paranoicas al contacto humano, y en comportamientos prohibitivos y reacciones punitivitas . Tal como advierte el filósofo surcoreano Byung-Chul Han en el texto “La emergencia viral y el mundo de mañana” (2020), la distancia social “nos aísla e individualiza. No genera ningún sentimiento colectivo fuerte. Cada uno se preocupa de su propia supervivencia. La solidaridad consiste en guardar distancias mutuas”. No fue lo mismo el despliegue de este tipo de prácticas en sociedades asiáticas donde son más aceptadas en su tipo de organización social. En culturas más individualistas como la de los países occidentales derivó en mayor resistencia y violencia social.
El sociólogo Daniel Feierstein señala en su libro "Pandemia. Un balance social y político de la crisis" (2021) que en América Latina “la fragilidad de su estructura social volvía especialmente peligrosa cualquier estrategia de ‘rebaño’, pero también resultaban difíciles de implementar las formas de trazabilidad planteadas en los países orientales o en Australia y Nueva Zelanda. Estas dificultades se vinculan tanto con las relaciones sociales y sus determinaciones socioculturales (el tipo de economías y las formas particulares que adquiere el modelo de acumulación en nuestros países) como con las modalidades específicas de construcción de subjetividad en la región “. Es que la pandemia puso sobre la mesa y complejizó una realidad socioeconómica previa marcada por una fuerte desigualdad, altos niveles de pobreza y fragilidad de una trama social atravesada por el clivaje de la grieta política.
Más allá de la comunicación de la institución médica y los esfuerzos de coordinación de los Estados y organizaciones supranacionales como la OMS para salvar la mayor cantidad de vidas, a partir de los efectos de la pandemia se abrieron varios focos de conflicto social que pusieron en cuestión la validez del discurso médico en relación a las medidas tomadas y el método científico; y por otro lado la desconfianza en las políticas públicas de cuidado tomadas por los gobiernos que afectaron la libre circulación y la vida cotidiana de las personas. Teniendo en cuenta que en una estructura socioeconómica desigual como la de Argentina la paralización de la economía no afectó a todos los sectores por igual, las consecuencias recayeron principalmente sobre una gran parte de la población que vive en la informalidad, de changas, o en barrios populares donde se vive en condiciones de hacinamiento. En este escenario de crisis inédita, el Estado intentó cubrir parte de las nuevas desigualdades abiertas con subsidios económicos mientras durara la cuarentena.
A nivel de las conductas sociales puede señalarse la reducción en las interacciones sociales a nivel físico y el crecimiento de los encuentros, reuniones y hasta formas afectivas de manera virtual, proceso que afectó profundamente a los jóvenes que vivieron el confinamiento en soledad con las inevitables secuelas psicológicas y emocionales que eso conlleva en una etapa vital de plena socialización por fuera del ámbito doméstico. En su texto “Subjetividad confinada” (2021), el sociólogo Sacha Pujó analiza que en un mundo pandémico atravesado por la incertidumbre se restringió el movimiento de las personas, cambiaron los modos de sociabilidad y la realidad pasó a estar cada vez más mediada por la virtualidad: “la realidad concreta es ahora experimentada en mayor medida por la virtualidad de las comunicaciones que por la propia experiencia física de contacto corporal, configurando así el sistema de vida ciberfísico ”.
La digitalización de los vínculos también se aceleró en las formas de trabajo a distancia, teletrabajo o homeoffice, dando paso a una atomización y distancia de los trabajadores y una dependencia mayor de la tecnología como herramienta de trabajo. Esto último se combina con una precarización mayor de la fuerza de trabajo dado que dichas tecnologías permiten una autonomización del trabajador y un procesamiento a nivel subjetivo individual como empresario de sí mismo.
La oposición al gobierno de Alberto Fernández aprovechó las nuevas grietas para esmerilar el discurso oficial al grito de “infectadura” y la “cuarentena más larga del mundo”, y comenzó a sumarse y articular a los emergentes grupos que ganaron la calle y la conversación en redes sociales cuestionando las restricciones a la libertad de los individuos y las medidas sanitarias. Los sectores liberales, acompañados por algunos referentes culturales, pedían dejar hacer al virus para lograr la inmunidad del rebaño naturalmente sin importar la cantidad de fallecidos. Como señala el investigador Pujó en su libro: “la pandemia, además de ser un hecho biológico y social, también es un hecho político, ya que son decisiones políticas tanto la cuarentena y la idea de dejar hacer al virus hasta lograr la supuesta inmunidad de rebaño, como también la oposición a las vacunas o a algunas de ellas en particular. Además suponer que la pandemia iba a afectar a todos por igual o iba a generar un momento de unidad de todas las clases y grupos sociales es insensato”.
Los medios de comunicación y las plataformas vehiculizaron narraciones peligrosas apelando a la emocionalidad, y no en la comprobación de los hechos, que afectaron la percepción de los individuos generando efectos nocivos a corto y largo plazo. Tal fue el peso de estas voces de la oposición radicalizada que se llegó a interpretar los resultados fallidos, en términos de propagación del virus y muertes, como consecuencia de las políticas de cuidado y no del boicoteo y abandono temprano de las mismas. El consenso de la sociedad con las medidas y la confianza en la gestión estatal, que se habían consolidado durante las primeras semanas, se fue erosionando junto al desgaste lógico y el cansancio. Frente al bombardeo permanente de operaciones y noticias falsas, el gobierno lanzó como respuesta la plataforma Confiar para combatir la “infodemia”, pero tuvo un alcance limitado y no pudo competir contra la velocidad de “viralización” que adquieren las fake news movidas por los algoritmos.
Las teorías conspirativas y los discursos antivacunas
Justamente, el segundo gran fenómeno en el plano sociocultural fue la proliferación de discursos que combinaron las teorías conspirativas sobre el surgimiento del virus y las vacunas, el poder sanador de las pseudociencias, los reclamos por libertades individuales, y las características violentas y autoritarias de los movimientos de ultraderecha. Uno de los más paradigmáticos fue la autodenominada ONG "Médicos argentinos por la verdad", vinculada a la extrema derecha y grupos neonazis de todo el mundo, que organizó varias movilizaciones en todo el país fomentando las ideas antivacunas y anticuarentena, pero además antiaborto, antiestado y "anticomunista". Sigilosamente fueron creando un hilo conductor entre el cuestionamiento a la validez de la ciencia y la legitimidad del Estado como fundamento del orden social.
Si bien estos discursos, que exceden a los movimientos antivacunas, no son un fenómeno novedoso, se vieron potenciadas por el clima de época de la pandemia marcado por la incertidumbre, la sobreinformación y el malestar social. A diferencia de otros momentos históricos donde la respuesta por excelencia era política y colectiva, se generaron caminos alternativos tendientes a la mitigación del dolor o el malestar como expresión meramente subjetiva. De esta manera, se articularon las emociones de descontento genuinas y las creencias a nivel individual, generando un efecto que se conoce como sesgo cognitivo por el cual cada persona procesó de forma inconsciente la información a disposición según ideas previas armadas como válidas, descartando incluso evidencias que las contrarresten.
Las marchas anti cuarentena fueron el primer indicio de esa crisis de sentido que se aproximaba y la ruptura de confianza con las instituciones tradicionales que se llevó puesta los criterios de verdad universal y dio lugar al surgimiento de verdades subjetivas o micro relatos. Representaron la instalación y el avance de una perspectiva relativista, contraria al método científico, cuyo fuerza recae en el relato personalista, una noción de un yo absoluto y central y la desconfianza en los movimientos colectivos o la construcción ciudadana. Es decir una mirada que condena toda acción restrictiva o política sanitaria, como una campaña de vacunación, e interpreta cualquier política estatal como un ataque a la figura del individuo. Básicamente, el germen del discurso libertario que enraizó sobre todo en los jóvenes y meses después se convirtió en una propuesta política competitiva con aspiraciones electorales.
Como experiencia totalizante de los vínculos y conductas humanas, que trastocó los modos de vida a nivel planetario, no pueden subestimarse las secuelas que dejó la pandemia y empiezan a mostrarse a cuenta gotas pero ininterrumpidamente. Feierstein advierte que “la disputa por las representaciones de la pandemia no se resolverá solo con respecto a la pandemia ni tendrá consecuencias meramente sanitarias, sino que se trata de una prueba de fuego que irradiará efectos hacia otra infinidad de disputas socio-políticas y, por supuesto, también en el plano de las representaciones sociales de la realidad”.
Como contracara al crecimiento de la desconfianza en las instituciones y las visiones conspiranoicas, una de las mayores lecciones que dejó el evento histórico fue la importancia del Estado para ponerse por encima del anarquismo de los intereses privados, así como también de la ciencia y la salud pública para planificar en una respuesta coordinada. Paradójicamente, a cinco años de la llegada del Covid-19 en la Argentina, gobierna un proyecto político que se alimentó del discurso anti cuarentena, la bandera de la libertad y la ruptura del lazo social, en medio de una profunda crisis económica.