Los seres humanos somos sujetos de hábitos y costumbres. Nuestros comportamientos son el resultado de múltiples dimensiones y condicionamientos que se entrecruzan, dan cierto sentido a nuestras experiencias, y vamos incorporando a la vida cotidiana de forma automática. Desde esa premisa la fase del capitalismo actual que transitamos, denominada neoliberalismo, además de concentrar las riquezas y el poder económico en unas pocas corporaciones, incita a la creación de patrones y a la expansión de ciertos valores universales que influyen sobre la vida en general.
Entre esas dimensiones la del consumo es una de las estrellas, y más aún en el siglo XXI en el que ha adquirido un rol fundamental en la conformación de las identidades. El que vivimos es un período de fuerte construcción biopolítica basado en el disciplinamiento y la multiplicación de dispositivos, desde las sombras, de creación de subjetividad. Al contrario de lo que refleja, la multiplicidad de ofertas, posibilidades, opciones y modelos que se nos presentan en los diferentes espacios (góndolas, plataformas, publicidades, pantallas, catálogos, etc.) tienden a producir una uniformidad de consumidorxs pasivxs, cuya movimiento se limita a una ilusión de libertad de elección. Para cada cual hay un consumo que permite sentirse único y diferente. Hay quienes denominan a este modelo “mercadocracia” teniendo en cuenta que la sociedad es organizada por un ideal de consumo desmedido que se ha transformado en imperativo o una suerte de Ley fundamental que organiza las sociedades y las culturas.
Por supuesto que el consumo, en sí mismo, resulta un elemento fundamental para el sistema democrático, y necesario para la reproducción social, dado que la imposibilidad de consumir se traduce directamente en exclusión, desigualdad social, y pobreza. Eso no esta en discusión. Pero lo que sí podemos problematizar es qué tipo de consumo se incentiva, el objetivo final de esas acciones, y sobre todo cuestionar la producción calculada de un tipo de subjetividad hegemónica que no se ha definido desde una mirada inclusiva, tampoco se gestiona en nuestras latitudes, ni esta diseñada en base a un modelo de soberanía local.
Y si hablamos de consumo, de marketing, y de creación de hábitos tenemos que analizar sobre todo dos industrias o sectores que no casualmente se han potenciado en las últimas décadas, al tiempo que comenzaron a despertar suspicacias y mayores controles estatales en todo el mundo: la primera es la industria alimenticia, que interviene directamente sobre el cuerpo y la salud, tanto física como mental, de las personas; y por otro lado la industria de las telecomunicaciones y el mundo de las plataformas digitales que llega, como ninguna otra cosa, a configurar pensamientos, realidades y operar sobre las subjetividades. Ambas necesitan de la atención de lxs humanos para crecer, desarrollarse y sobrevivir.
Si hay algo que tienen en común ambas industrias es que no viven de nuestra moderación. Por el contrario, lo que se busca es que consumamos cada vez más. Si prestamos atención a su lógica de funcionamiento podemos observar que existe un hilo rojo que las conecta, tan eficaz como peligroso. Ese hilo conductor es la dopamina, sustancia química que es uno de los muchos neurotransmisores que usan las neuronas para comunicarse. No solo la produce el ser humano, sino que también puede ser producida en laboratorios. Es la substancia que media el placer en el cerebro. Su secreción se da durante situaciones agradables y nos incita a buscar o repetir aquella actividad u ocupación agradable que genere esa sensación. Justamente algunas comidas, las redes sociales, y las drogas funcionan, como estimulantes de la secreción de la dopamina en el cerebro. No se trata de un efecto casual: están diagramadas para ello.
El “Bliss point” o la fórmula de la felicidad
Hay alimentos que por su contenido en serotonina y dopamina, conocidas como las hormonas de la felicidad, suelen mejorar estados de ánimo y bienestar, o generar sensación de placer. Conocer esto puede hacernos entender un poco más sobre cómo funciona buena parte de la industria que produce y comercializa lo que comemos, cuál es la fórmula del éxito de algunos productos, y también cómo es posible poner límites a los efectos nocivos sobre nuestra salud y bienestar. Justamente Ley de Etiquetado Frontal, que espera para ser aprobada en la Cámara de Diputados, se propone advertir e informar a lxs consumidorxs, a partir de sellos en los paquetes, sobre los excesos de componentes como azúcares, sodio, grasas saturadas, grasas totales y calorías, que son nutrientes críticos presentes en los productos ultra procesados.
Howard Moskowitz es Licenciado en Psicología Experimental de Harvard, y trabaja hace décadas como investigador especializado en marketing y psicofísico, disciplina que estudia la relación de lxs humanos con los estímulos. Su mayor área de interés ha sido la mercadotecnia gastronómica, y su desafío es hacer los productos alimenticios más atractivos, deseados o placenteros para nuestro paladar. Su primera investigación fue para el ejército de EUA donde debía lograr que los soldados comieran más y tuvieran un mayor rendimiento. Fue en dicho proceso de investigación que descubrió el misterioso secreto de los ultraprocesados, el denominado "Bliss Point" o punto de la felicidad.
El Bliss Point conjuga determinadas proporciones de azúcar, sal y grasa, que son los tres ingredientes fundamentales de los ultraprocesados. La fórmula está perfectamente diseñadas para hacernos comer más y nunca saciarnos. En los 80’s la industria alimentaria de Estados Unidos no dudó en sacar partido y empresas como Campbell Soup, General Foods, Kraft o PepsiCo empezaron a incluir aquella fórmula. Eso sumado al impacto de las publicidades y los claims pegadizos, se volvieron un combo explosivo. Por supuesto que se trata de una sensación de felicidad momentánea o engañosa, que generará el deseo y la necesidad de volver a consumir determinados productos buscando sentir de nuevo esa mezcla de sabores y texturas que no somos capaces de conseguir con otros alimentos no procesados.
Si hacemos el ejercicio de elegir cualquier paquete ultraprocesado al azar en una góndola probablemente encontremos, entre los ingredientes, la presencia de azúcar o algunos de sus derivados como fructuosa o jarabe, que funcionan además como nombres alternativos para ocultar el componente principal. En la actualidad es muy común por ejemplo encontrar gran cantidad de azúcar en condimentos, salsas de tomate o productos catalogados como “light”. Es que se sabe cuál es el poder fuertemente adictivo del azúcar. Gracias a las técnicas incorporadas por el Bliss point la industria hizo los alimentos más atractivos, o deberíamos decir adictivos. Según Ignacio Porras, licenciado en Nutrición (MN 7270) y director de la Asociación Civil SANAR: “esto produce una disminución de nuestra autonomía y básicamente crea la necesidad de querer más de algo. Nos genera mucho placer y nos lleva a un circuito de recompensa. Ninguna industria de la alimentación vive de nuestra moderación, lo que se busca es que consumamos cada vez más”.
Algunos de estos productos son los que venden la mayoría de las cadenas de fast food; las papas fritas de paquete y snacks en general; las galletitas de paquete; los helados industriales; algunas salsas de tomate y aderezos; gaseosas azucaradas; y bollerías y golosinas; entre otros productos. Podemos entender entonces por qué los sectores concentrados de la industria son los que más se oponen a la aprobación de la Ley de Etiquetado Frontal: la COPAL, presidida por Daniel Funes de Rioja; el Centro Azucarero Argentino (CAA), polo ubicado en Tucumán donde Ledesma monopoliza el mercado; la Cámara Argentina de la Industria de Bebidas sin Alcohol (Cadibsa); y la Cámara de Comercio de los Estados Unidos en la Argentina (Amcham).
Los algoritmos, la fórmula de la felicidad de las redes sociales
Y acá es cuando nos volvemos a preguntar cuál es la relación entre las papas fritas de paquete y las redes sociales. Como señalé previamente, la dopamina es la llamada hormona del placer y de la recompensa, que activa el cerebro cada vez que recibimos gratificaciones. Y si hay algo que caracteriza al mundo de los teléfonos, las redes sociales y las plataformas es que estamos constantemente rodeadxs de estímulos y notificaciones, que son las formas particulares que adquieren los vínculos y el reconocimiento inmediato: una respuesta, un like, un mensaje privado, un nuevo seguidor, una llamada, 7 mensajes de whastApp, un retuit, un TT, etc.
Cada día, a cada minuto el ejercicio y uso ininterrumpido que hacemos de las redes sociales construye determinados hábitos y moldea los comportamientos para querer ir en búsqueda de esa sensación de placer, ese mecanismos de recompensa que activa nuestro cuerpo, la dopamina, y por ende genera sensación de placer y bienestar. La dopamina es el mismo neurotransmisor que juega un papel clave en el desarrollo de adicciones a las drogas, al alcohol, o al juego. Y hace lo suyo con las redes sociales. Los algoritmos predictivos, los mecanismos de recomendación de contenidos, la reproducción automática, y el formato de presentación ilimitada de contenidos para ver funciona como sería una suerte de Bliss Point de las plataformas. Es que las redes sociales fueron diseñadas para ser adictivas. Lo que buscan es competir con otros consumos por nuestra atención, y por eso cuanto más tiempo pasemos allí mayor será su ganancia.
El punto más preocupante que destapó las denuncias contra Facebook y sus efectos nocivos sobre las personas y los sistemas democráticos reside en el hecho de que los algoritmos ya no solo estudian nuestros comportamientos y actúan sobre ellos, sino que pueden llegar a modificarlos radicalmente, moldear nuestros gustos, pensamientos y elecciones, al servicio de un fin que va mucho más allá del mero entretenimiento.