La batalla cultural no está perdida

05 de julio, 2024 | 19.13

Hay un telón de fondo desgarrado sobre el que la presentación de testimonios (diecinueve) que dan cuenta de hechos de acoso sexual por parte del periodista Pedro Brieger aparece como una pequeña paradoja. Detrás: el despido del 85 por ciento de lo que quedaba del plantel del ex Ministerio de Mujeres, Géneros y Diversidad y el consecuente desguace de la línea 144 -de asistencia y orientación sobre violencia por razones de género-; no sólo por la falta de personal que atienda los llamados sino porque ahora pasará a asistir “a TODOS los argentinos que atraviesen una situación de violencia o riesgo”, según tuiteó el ministro de Justicia y Derechos Humanos, Mariano Cúneo Libarona.

Delante de ese telón: la construcción colectiva de una denuncia pública contra quien acumuló prestigio en su oficio mientras cometía, de manera serial, acoso sexual contra alumnas, colegas, asistentes; siempre más jóvenes, siempre en el inicio de sus carreras, siempre haciendo abuso de poder para desplegar sus prácticas sexuales contra quienes creía que nunca lo denunciarían.

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La escena y su trasfondo son parte de lo que desde el gobierno libertario se viene fogoneando sin pausa: una batalla cultural que están dispuestos a ganar a capa y espada, incluso perdiendo representación en organismos internacionales como la OEA, consecuencia de la cruzada para eliminar toda mención a la palabra género -incluso a la mención de “mujeres y niñas” (recordemos a Cúneo Libarona y sus mayúsculas en la palabra “todos” y los balbuceos de Manuel Adorni cuando al referirse al triple lesbicidio de Barracas, terminó diciendo que “todas las violencias son importantes, no vamos a privilegiar alguna sobre otras”). También había que borrar la sigla LGBTIQ+ o hasta el plural de familias como si esa “s” que abarca todas las configuraciones que habilita la ley argentina no existieran. Sonia Cavallo -hija de Domingo- y la “interventora” que designó Karina Milei para la tarea de eliminar la protección de derechos para mujeres y disidencias sexual, Úrsula Basset, fueron las designadas para la tarea vergonzosa que le valió a la canciller Diana Mondino un pedido de interpelación por parte de diputados del bloque radical. La aberración de la gestión argentina en la OEA llegó a no condenar la violencia sexual en Haití.

¡Ah, pero en las redes! Las granjas de tuiteros que se comportan como trolls siguen reclamando que se denuncie a “violines”, que se condene el femicidio de Cecilia Strzyzowki en Chaco o que se diga que todas las lesbianas son asesinas por el atroz asesinato de Lucio Dupuy a manos de una pareja. En estos casos no cuenta la equiparación de todas las violencias en una sola violencia, la que sufren TODOS los argentinos. Con o, no olvidar.

Pero la batalla cultural que libra el gobierno del presidente Javier Milei -como parte de la guerra contra el Estado, pero sobre contra todo lazo social (colectivismo, le dice)- no está perdida. En primer término, porque los feminismos han provocado cambios irreversibles en las subjetividades de muchísimas personas, de todos los géneros, aunque más en las mujeres y las personas Lgbtiq+. Y esas transformaciones no se dan vuelta por más que el Estado, dirigido por un confeso destructor de la misma herramienta que dirige, esté decidido a desproteger y condenar al hambre a los sectores más vulnerados de la sociedad. Las cocineras de los comedores comunitarios resisten incluso la falta de entrega de alimentos y siguen reuniéndose en asambleas para sostener ese lugar de elaboración política que son las ollas populares. Los feminismos organizados denuncian al Estado ante los organismos internacionales por incumplimiento de sus compromisos existentes -ante la Cedaw, por ejemplo. Y la comprensión colectiva frente a lo que provoca la violencia por razones de géneros, con su gradualidad -desde el femicidio al acoso sexual, por ejemplo- atraviesa a todas las capas sociales. Incluso a todas las ideologías ¿o no se indignan también por Cecilia Strzyzowki quienes denostan las políticas de género?

El caso de Pedro Brieger deja sobre la mesa -aún con su corte de clase- que los entramados solidarios frente a la violencia sexual están activos y que es posible capitalizar aprendizajes como los que dejaron la causa contra Juan Darthes por abuso sexual contra Thelma Fardin -que implicó solidaridades de varios países para llegar a que se escuche la voz de la denunciante- y también la condena a José Alperovich, un hombre poderoso política y económicamente- por abuso sexual contra quien fuera su asistente, una mujer que también contó con una estrategia feminista comunicacional y jurídica que la sostuvo y la protegió hasta el final del juicio. El acoso sexual en el ámbito educativo y laboral es mucho menos grave que el abuso, pero develar la conducta del periodista de internacionales ya mencionado requirió de todos modos una estrategia que dejara en claro y sin dudas, por fuera de la demanda de que la única verdad en estos casos sea una condena judicial, un patrón de conducta serial y amparado por la diferencia de poder. Amparado, en definitiva, por la impunidad que durante 30 años le permitió acumular prestigio y premios sin que su conducta clandestina se lo impida.

¿Qué pasa cuando el acusado de violencia sexual es un periodista prestigioso que además se expresó siempre a favor de los Derechos Humanos, a favor de los pueblos oprimidos, a favor de las conquistas feministas? Nada. Y ahí hay un logro para destacar -que todavía no está tan claro en el caso del intendente de La Matanza, Fernando Espinosa. Ni las denunciantes, ni sus empleadores -la mayoría actuó muy rápido suspendiendo sus tareas, aun sin denuncia judicial- dudaron frente a su trayectoria, la voz colectiva fue contundente. También fueron contundentes las medidas de reparación exigidas luego de la presentación en el Senado de Periodistas Argentinas junto al Sindicato de Prensa de Buenos Aires y acompañades por la ministra de Mujeres, Géneros y Diversidad de la Provincia de Buenos Aires, Estela Díaz. Se pidieron capacitaciones en lugares de estudio y de trabajo donde sucedieron los hechos, se le pidió al agresor que pida disculpas públicas, se pidió legislación concreta para el acoso sexual en ámbitos laborales, aunque está vigente -y con carácter de ley- en nuestro país la Convención 190 de la Organización Internacional del Trabajo que aborda la violencia y el acoso sexual en lugares de trabajo.

Quedan preguntas abiertas, de todos modos, en términos de batalla cultural. Preguntas que vuelven sobre los hechos y que deberían habilitar reflexiones colectivas. Entre los 19 testimonios hay uno en el que una periodista que se sintió incómoda por el tenor de las respuestas sexualizadas de Brieger a su pedido de entrevista, lo comentó en su redacción y le dijeron que vaya acompañada por un fotógrafo. Brieger se las arregló de todos modos para quedarse a solas con ella y hacer su número de exhibicionismo. Cuando salió, la periodista agredida se lo contó de inmediato al fotógrafo y éste respondió “qué zarpado”. ¿No había otra cosa que hacer? ¿Por qué tienen que ser las agredidas las que pongan el grito en cielo o callen para llevarse con ellas el peso de la agresión? ¿La agresión es individual u ofende a cualquiera que se convierte obligadamente en testigo? Si existía un saber capilar -como se ha dicho estos días- sobre la conducta de Brieger: ¿nadie tuvo la oportunidad de confrontarlo? ¿De qué manera se protege a las agredidas dejando que las conductas se perpetúen?

Marcela Perelman, directora de investigaciones del CELS, en una nota lúcida que escribió en la revista Crisis como una de las agredidas por Brieger cuando comenzaba su carrera y parte de las que ahora se sumaron a levantar su voz, dice. “La premisa detrás de este secreto a voces parece ser la ética de ‘no exponer a las víctimas’ pero el resultado evidente es que protege a los acosadores”. En el mismo texto, Perelman se pregunta si se solucionaría haciendo protocolos en donde cada “víctima” tuviera que ir a solas a hacer la denuncia, consagrando el binomio víctima-victimario; también se podría decir, lo de siempre, una palabra contra la otra. ¿Serían víctimas quienes denunciaron si en lugar de pensar estos hechos como algo que le pasó a cada una fuera una afrenta al lugar de trabajo o de estudios, fuera indignante para todes al punto de tener que confrontar rápidamente al acosador y dejarlo con su vergüenza y su lugar de agresor? Porque la verdad, Brieger, qué vergüenza.

La batalla cultural no está perdida, pero para terminar con ella se necesita de un diálogo social más vasto, entender que no hay tal cosa como mujeres frente a varones o disidencias sexuales contra prácticas heterosexuales sino estructuras de poder que se hacen invisibles de tanto naturalizarlas. Ninguna violencia por razones de género o de odio a la orientación sexual o identidad de género son un tema personal, un tema de las propias víctimas. Atentan contra la vida en común, que es lo que hay que defender contra la tormenta libertaria, en defensa de la democracia y los Derechos Humanos que son un pacto social que le da identidad al pueblo argentino y todas las personas que viven en nuestro territorio. Porque en el tiempo que llevó escribir o leer esta nota, al menos diez personas llamaron sin éxito para pedir ayuda a la línea 144, tal vez sin saber que está desguazada -el año pasado se intervino en 300 mil casos. Y hay pibes y pibas que se saltearon una comida por la falta de provisión de alimentos de un gobierno que inventa ministerios al mismo tiempo que descarta a la mayor parte de su población. Entender la crueldad con que se viene gestionando el hambre y des-gestionando la violencia por razones de género o de odio a la identidad de género u orientación sexual desde el ministerio de Capital Humano, particularmente, requiere una perspectiva feminista. No es un capricho la misoginia declarada de Javier Milei ni es un berrinche que haya especialistas en “familia” como Sandra Pettovello o Úrsula Bassett en este gobierno; es un programa que busca desarticular la organización social y que lee en las transformaciones subjetivas y sociales que produjeron los transfeminismos una potencia que la ultraderecha lee mucho mejor que los progresismos.