José “El Maligno” Torres Gil consiguió esta semana la primera medalla de oro para Argentina en la final de BMX freestyle de los Juegos Olímpicos de Paris 2024. Con una puntuación de 94.82 superó a su par británico Darren Reilly, medalla de plata, y al francés Anthony Jeanjean, quien quedó tercero, y se convirtió en el primer latinoamericano en obtener el máximo galardón en este deporte. Así como la Peque Pareto y su histórica consagración en Judo, en Río 2016, o la dorada en taekwondo que trajo el correntino Sebastián Crismanich desde Londres en 2012, el nombre del cordobés que parece volar con su bici pasará a formar parte de la historia de las grandes conquistas nacionales en materia deportiva y será una figura de referencia para las próximas generaciones de riders que nazcan a lo largo y ancho de nuestro país.
Es que los Juegos Olímpicos, además de ser la competencia y el evento deportivo internacional más importante del planeta, funcionan como una gran vidriera deportiva y cultural, con un efecto contagio inmediato, por los masivos niveles de audiencia que superan la cifra de 3.500 millones personas en todo el mundo siguiendo las competencias y definiciones frente al televisor y las plataformas digitales. Incluso por su trascendencia, el evento puede ser considerado un espejo de los cambios que se han producido a lo largo de la historia en materia de derechos, inclusión e igualdad. Los miles de atletas y figuras que por allí pasan, más allá del resultado que obtengan, dejan huella y logran inspirar cada vez a más personas a conocer nuevas disciplinas y practicarlas en su país de origen.
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Pero para que la llama olímpica ilumine de verdad a las próximas generaciones y aquella cuerda de transmisión se mantenga firme y vital no alcanza solamente con el ejemplo, la consagración inspiratoria o el éxito individual eventual de un atleta. Por el contrario, para que el efecto transmisivo de los juegos dé sus frutos es necesario que las sociedades se enmarquen en una estructura de base económica sólida, donde se garantice el desarrollo de un sistema social y deportivo adecuado, se pongan en marcha políticas públicas sostenidas en el largo plazo, y existan recursos humanos e infraestructura adecuados para acompañar e incentivar el proceso de crecimiento y profesionalización de los deportistas olímpicos.
Los clubes de barrio como semilleros olímpicos
En Argentina las instituciones que ocupan por excelencia ese rol de semilleros y son el lugar de nacimiento de los futuros deportistas son los clubes de barrio. Según Cristian Font, Presidente del Observatorio Social y Económico de clubes se estima que existen más de 20 mil en todo el país, aunque solo el 55 % de ellos tiene algún grado de formalidad. Por sus instalaciones, canchas, confiterías, piletas y vestuarios transitan todos los días cerca de 16 millones de personas que realizan actividades culturales, educativas, deportivas, sociales y de otras índoles, y se calcula que son 8 millones quienes acuden para realizar exclusivamente prácticas deportivas competitivas, de todas las edades y géneros, alcanzando un promedio de 400 personas por club.
“Los Juegos Olímpicos y toda competencia internacional son la gran vidriera que tenemos los clubes para demostrar el gran trabajo que hacemos por el deporte argentino”, destaca Font. Un dato contundente, en este sentido, es que por ejemplo el 95% de los y las deportistas que participaron de los Juegos Olímpicos de la Juventud que se llevaron a cabo en la Ciudad de Buenos Aires en 2018 provenían de clubes de barrios, y muchos de ellos actualmente están compitiendo en los Juegos de Paris.
Los últimos campeones del mundo y de la Copa América también dieron sus pasos iniciales y patearon sus primeras pelotas en clubes distribuidos en los distintos escenarios y geografías de nuestro país: el Dibu lo hizo en el club General Urquiza de Mar del Plata; el Cuti Cristian Romero en San Lorenzo de Córdoba, en el barrio Las Flores; Marcos el “Huevo” Acuña en Olimpo y después en Tiro Federal, ambos de la ciudad de Zapala, Neuquén; y el mismísimo Lionel Messi que arrancó su carrera en el Club Abanderado Grandoli. En el prólogo del libro Semilleros, libro que conjuga esas historias, el escritor Ariel Scher expresa: “Clubes, raíces, el argumento sin notoriedad que habita detrás de las notoriedades, los ladrillos a veces hasta despintados y de brillos ausentes que no surgen a la vista cuando un crack alza la copa más relumbrante: Semilleros es el relato, historia por historia, campeón por campeón, camino por camino, aire por aire, de lo profundo, de lo que no ocupa la superficie, de lo anónimo que desemboca en lo público, de lo que pasa en todas las jornadas y quizás termine en una jornada esporádica y estremecedora de vuelta olímpica y mundial”.
El exentrenador de la Selección Argentina de Básquet Rubén Magnano, uno de los conductores de la Generación Dorada que conquistó los Juegos Olímpicos de Atenas 2004, es un defensor del rol de los clubes como instituciones claves para la educación y socialización de las infancias y juventudes en nuestro país. De hecho su historia deportiva empezó a los 13 años en el Club Sociedad Unión Eléctrica, de Córdoba Capital, a donde concurría casi todos los días con sus amigos del barrio y la escuela. Ese pasaje marcó a fuego lo que luego sería su carrera: su paso por la Universidad donde estudió Educación Física, su carrera como docente, y finalmente su trayectoria profesional como jugador y entrenador de Básquet que lo llevó a conseguir lo más anhelado por cualquier deportista: la medalla de oro representando a la Argentina.
“Yo sostengo que el ser argentino tiene en su ADN el club de barrio. El transitar por allí te hace ver incluso a nivel amistades y vínculos lo fuertes que son los clubes. Ahí reside el valor que tienen este tipo de instituciones, que es difícil de cuantificar. En el club vas socializando sin darte cuenta, te va atrapando – caracteriza Magnano – más allá de los avatares de la realidad el club sigue cumpliendo un rol de contención, pero también y sobre los cubes son una herramienta verdaderamente educativa”. A partir de su paso y experiencia en diferentes instituciones el ex entrenador destaca el espíritu, compromiso y trabajo de los dirigentes porque sabe lo “difícil que es abrir las puertas, gestionar y sostener un club de barrio para que, a pesar de todo, siga funcionando”.
De cualquier manera el exentrenador de la Generación Dorada subraya que solos no pueden, que es necesario “que vengan proyectos gubernamentales que apoyen los deportes, programas e incentivos” que son los que permite sostener la gran tarea de los clubes. “Hay que prestar muchísimas atención a los dirigentes, quienes conducen las políticas estatales del deporte. El club necesita el apoyo para poder seguir gestando, ampliando su llegada, soñando con algún récord olímpico o algún podio en todas las disciplinas. Los clubes necesitan que les presten atención”, manifiesta.
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Por eso desde su lugar Rubén, cada vez que lo invitan y puede, participa de charlas, actos, eventos, y se involucra en actividades con chicos y chicas: “Del club no me olvido y siempre trato de estar presente. Y creo que algo que tiene un valor agregado es saber en carne propia lo que hacen, visitándolos y agradeciéndolos. Sin ellos no hubiera existido ni cerca la Generación Dorada, porque la mayoría de ese equipo proviene de clubes de barrios. Yo siempre digo una frase que es ‘solo vas mucho más rápido, pero juntos llegamos más lejos’. Y eso sin lugar a dudas es así, incluso penando en los deportes individuales donde hay una estructura enorme de equipo detrás de un atleta. Creo que nada ni nadie tiene más fuerza que el trabajo colectivo de conformar un verdadero equipo de trabajo”.
El rol social y comunitario de los clubes
A nivel local los clubes son una parte fundamental de la comunidad, de los hogares y de las redes territoriales. Son un espacio de cercanía, confianza y referencia para las familias que sobrevive, a pesar de los embates sociales, a los ritmos vertiginosos y dinámicas fragmentarias que impone la lógica neoliberal. En ese sentido Font, dirigente del club Deportivo Domínico de Avellaneda, destaca que el club, por naturaleza, es un espacio de contención y un aporte inmenso en lo cultural, en lo educativo y en lo social: “Dentro de nuestra comunidad siempre se ve más este rol en los momentos de crisis, como lo vimos en 2001 producto de una ola de remates de casas. Nuestros vecinos quedaban sin techo y el club se convertía en refugio para que esas personas cuenten con una cama caliente, un plato de comida y lo más importante el abrazo contendor de las personas del club. También nos convertimos en clubes de trueque para que la gente cambie las cosas viejas que no les servían por alimentos”.
El referente cuenta que durante la pandemia las instalaciones se abrieron para convertirse en centros de aislamiento, logística, vacunatorios o comedores. “Hoy somos el último eslabón de socialización de nuestra sociedad. Yo me formé en la escuela pública donde antes asistían el hijo del trabajador, del médico, del empresario pyme, o el comerciante. Ahí aprendíamos que existían distintas realidades y a generar empatía con el otro y sus diferencias. Hoy en el único lugar donde se genera eso y conviven distintas realidades unidas por la pasión, el sentido de pertenecía y la búsqueda del bien común es en el club de barrio”.
Durante los últimos años los clubes sufrieron los embates de las múltiples crisis sociales y económicas que vivió la Argentina, cuyas consecuencias erosionaron la base social de la que se alimentan y al mismo tiempo perjudicaron el funcionamiento diario de estos espacios y sus actividades. En este sentido el presidente del Observatorio alerta que la situación actual que atraviesan puede culminar en una crisis terminal: “Venimos de 8 años de crisis económica, castigados por los tarifazos, la falta de políticas públicas o la implementación de políticas equivocadas, un gobierno que instala la discusión de la sociedades anónimas deportivas (SAD) y le da un marco jurídico para legalizarlas, y a la vez utiliza todo el poder del estado para desfinanciarnos. Los clubes estamos completamente en contra de las SAD. No estamos dispuestos a regalar 140 años de historia y construcción de valores y aportes a la comunidad a quienes solo piensan en el lucro depredando todo lo que encuentran en su camino. Hasta 2015 discutíamos con el estado una Ley de Clubes para ampliar nuestros derechos, pensábamos cómo seguir creciendo y hacer un nuevo campo deportivo o una pileta. Hoy peleamos para sobrevivir, no cerrar las puertas, o que nuestros clubes terminen en un emprendimiento turístico o inmobiliario como se vio en la película Luna de Avellaneda”.