Caminó medio país por una promesa: Metatalón, el peregrino de la carretilla que conquistó a los viajeros

El relato de Diego enhebra con la voz una secuencia interminable de pueblos, parajes, cielos, subidas y bajadas. Caminó junto a su carretilla 500 kilómetros desde Córdoba hasta Puerto Madryn para cumplir una promesa.

25 de octubre, 2023 | 00.05

Monte Maíz es un pueblo agrícola del sureste cordobés. Según el censo de 2010, tenía para ese año poco más de siete mil habitantes; ahora, aunque todavía no hay datos oficiales, se dice que casi llegan a diez mil. Cuando algunos de ellos vieron a Diego Gauna caminar por las calles de la localidad remolcando una carretilla a sus espaldas, probablemente no se hayan sorprendido; habrán pensado que se encargaba de alguna changa más de las que él sabe hacer por la zona. Pero no. Era un viaje de prueba. El primer y único ensayo para la hazaña más grande de su vida viajera: una caminata de 1500 kilómetros desde Córdoba hasta Puerto Madryn con el único objetivo de cumplir una promesa.

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La odisea de Diego duró ochenta y cinco días. Casi tres meses en los que fue tomando forma la figura mítica de Metatalón, el apodo que se ganó por su empecinamiento en hacer todo el viaje a pie, durmiendo tapado apenas con un nylon durante gran parte del trayecto y viviendo de la providencia del camino y de la buena voluntad de quienes esperaban al peregrino de la carretilla para ofrendarlo con comida o algunos pesos para seguir viaje.

Los últimos ochenta y seis kilómetros los hizo de un tirón, en cuarenta y ocho horas, enceguecido por cumplir el sueño. Llegó a Madryn un jueves. Descansó un rato al lado de un monumento en la costanera; vio dos o tres ballenas y, fiel a su idea de que viajar nunca es llegar a destino, se dio vuelta y empezó a caminar para el otro lado.

Cómo se armó la carretilla que le permitió cumplir su promesa

Diego es flaco y moreno. Habla lento. Cuando lo hace, usa refranes, frases hechas que calzan justo con lo que quiere decir y, cada tanto, recita de memoria proverbios populares o incrusta fragmentos de canciones en la conversación. Parece acostumbrado a contar: es preciso con las fechas y los kilómetros, da números exactos, nunca aproximados; sus recuerdos, en eso, se parecen a los de Funes el Memorioso, ese personaje de Borges que todo lo recuerda, que no puede olvidar. El relato de Diego enhebra con la voz una secuencia interminable de pueblos, parajes, cielos, subidas y bajadas, personas con quienes se cruzó o palabras que alguien le dijo en alguno de sus muchos viajes. Este no es el primero, pero quizás sí sea el más especial y el último; es el que le quedaba pendiente.

“Hay una historia detrás de esta locura. Está la palabra que yo le di a un hermano, mi pata, mi segundero, mi par, mi media naranja. Mi amigo. Un pata, pata, pata que viajó conmigo anteriormente. Él se fue a otro plano, por una decisión de él, pero la palabra quedó acá y había que cumplirla”, explica Metatalón.

Diego se siente parte de la “vieja escuela” —”gente común, gente de laburo, de bien y de palabra”, según comenta—; tiene 43 años y una hija de ocho a la que le pidió permiso para poder salir. Lo habló también con la madre de la nena. En un primer momento, apenas su amigo partió, pensó en esperar a que su hija cumpla dieciocho años para salir a la ruta, pero la promesa le quemaba como una herida abierta, una cicatriz distinta a las muchas otras de su cuerpo, que en vez de cerrarse se abría con el pasar de los días.

“Yo vengo de la lleca, a los seis años empecé a vender facturas en la calle. No son mil quinientos kilómetros que se me ocurren hacer ahora, vengo caminando desde hace rato. Hace rato que vengo meta talón. Lo mío nunca fue tener cosas, nunca quise cosas. Yo prefiero tener menos y tenerme un poco más, como decía Facundo Cabral”, expone Metatalón.

Apenas tuvo el permiso, Diego lo fue a ver a Miguel Margaría, un vecino de Monte Maíz que se dedica a armar kartings. Le contó el proyecto y a la semana la carretilla estuvo lista. Los primeros kilómetros los hizo bajo un temporal, así de irresistible era el impulso. No podía esperar. Pudo ver el cielo sin nubes recién en Sancti Spiritu, una comuna de la provincia de Santa Fé, a ciento treinta kilómetros de Monte Maíz. “Arranqué ciego, enceguecido, era lo mío, lo que yo había hablado con esa persona que se fue”, cuenta.

Volver a la ruta

“Muchas veces, cuando conversa conmigo, la gente piensa que está hablando con un borracho”, se lamenta Diego. Su pausa al hablar no tiene nada que ver con el alcohol. Es una de las secuelas que le dejó el segundo de los grandes accidentes que tuvo. Primero lo pisó un camión en Neuquén, en 2008. Un Mercedes Benz 1518 que lo dejó seis meses sin caminar. Después de eso, volvió a su casa, hizo unos pesos y salió a cumplir el sueño de conocer Machu Picchu con su hermano, un viaje que amasaba su cabeza desde los catorce años. A la vuelta, otro camión lo hizo volar de la moto en la que viajaba de acompañante. Quedó once días en coma, alimentado por una válvula a través de la tráquea. Le tuvieron que hacer un agujero en la cabeza y le pusieron una pieza de metal en la pierna. Apenas se recuperó, lo primero que hizo fue armar una bici inglesa con freno a varilla y salir a la ruta de nuevo.

“Era una de esas locuras mías. A esa bici me la pisan, me la arruinan y me regalan una mejor, de dieciocho cambios. Tremenda. Con esa hice La Quiaca-Ushuaia. Después fui al Santuario del Gauchito Gil en Mercedes, Corrientes y la dejé ahí. Mi viejo me mandó otra bici que le compré, después de trabajar en un tambo. De ahí hago la triple frontera, Paraguay-Brasil-Argentina. Terminó en Aguas Blancas, límite con Bolivia. Vuelvo a salir de La Quiaca, voy hasta Guemes (Salta), me mando por la Ruta 68, paso por el Anfiteatro, la Garganta del Diablo, sigo por la Piedra Monje, la Piedra Sapo y termino en Cafayate. Ahí conozco a la mamá de mi hijo”, enumera Diego, de memoria.

De Cafayate sigue en bici hacia algunos destinos más. San Juan, Mendoza, Villa Mercedes, Córdoba, las ciudades salen de la boca de Diego y parecen apilarse una arriba de la otra, arman una torre, una lista que amaga con no tener fin, pero que se corta en seco en Las Higueras, Córdoba. “Ahí me bajo de la ruta. Nunca más ruta para mí. Sin embargo, estaba esto que había hablado con mi amigo, que quedó pendiente”, recuerda.

Tras haber dejado sus huellas en veintidós provincias y haber pedaleado por casi todas las rutas nacionales del país, la paternidad lo ató a Monte Maíz casi una década. Fue en 2020, cuando fallece su amigo, que la obsesión de las ballenas vuelve con virulencia. En mayo de este año, un jueves, probó la carretilla. Fue y vino de su casa hasta el río, siete kilómetros. Anduvo bien. El viernes por la mañana estaba saliendo.

La escala microscópica del recuerdo de Diego tiene que ver con esta forma de viajar. Ningún vidrio interpuesto entre la vista y el paisaje; el cuerpo que se mueve traccionado por sí mismo y que se llena los ojos de paisaje puro, sin las distorsiones que le imprimen la velocidad del auto o del micro a las imágenes. Es la mirada registrándolo todo, saturada por el entorno: “No es lo mismo el impacto visual que te genera esta manera de moverte. Cuando caminás o vas en bici no se te escapa nada, nada. Todo está ahí. Vas conociéndolo todo. Cada cinco metros te cambia todo”, explica el Metatalón.

Pisando fuerte

Si se divide 1500 por 85 da casi 18. Son los kilómetros que, en promedio, Diego caminó por día. Pero la fórmula puede ajustarse, hacerse más fina y, por lo tanto, más fiel a lo que realmente pasó; hay que descontarle los pocos días que él y su carretilla descansaron durante el viaje: tres días en la estación de servicio La Trivia, cerca de Bahía Blanca, un día en Ledesma, otro en Pigue, uno más en Viedma, cuatro noches en las que esperaron un recambio de ruedas en Villegas y algunas otras paradas técnicas más. El resultado de la cuenta, limpia de esos respiros y de las cuatro noches de vuelta, queda cerca de los veintitrés kilómetros diarios.

“Me tuve que bancar hasta seis grados bajo cero. Frío. Yo salí sin carpa, recién conseguí una en Bahía Blanca. Antes de eso dormía abajo de un nylon. Me agarró piedra, temporal, todo. Esto fue mucho huevo. Acá no hay otra. O estás bien mentalmente o no llegás a ninguna parte, porque te agarra un viento fuerte, de esos vientos mansos, zarpados del sur, y si no estás bien te voltea. Tenés que ser fuerte”, insiste Diego.

La retribución del camino por ese sacrificio fueron los cielos inolvidables de la patagonia, paisajes “fuera de este mundo”, atardeceres ajenos a esta tierra, según Gauna, quien dice, convencido, que hay algo de cíclico en la manera en que el viaje devuelve lo que uno dá. “Uno atrae lo que emana”, sentencia. Plata, comida, herramientas, todo se iba juntando en la carretilla sin forzar su llegada; pero lo que ayuda, a la vez, pesa. “Yo lo desparramo con los demás, incluso la plata. Si lo que te llega lo guardás para vos y no lo rotás, te estás cortando para que no te llegue nunca más nada. Si lo que yo tengo me alcanza para llegar al próximo pueblo, para mí es suficiente”, plantea Diego.

Aunque a veces pasa que el mundo no devuelve en la medida en que uno entrega y esa correspondencia se rompe. También le tocó. “Siempre tenés al soberbio, al que te quiere sacar la chapa a pesar de que no estés haciendo nada malo. Hay mucha gente prejuiciosa, impotente, insólita, inexplicable. Pero tampoco podés andar peleándote con todo el mundo. Imaginate que después de ochenta y cinco días llevando mis cosas, de las que necesitaba que no se pierda ninguna, uno anda desconfiado como caballo tuerto. Pero hay que estar tranquilo y ser fuerte”, remarca.

Fuerte, también, tuvo que pisar en la Patagonia para poder avanzar. El día anterior a su llegada a Sierra Grande, Río Negro, el viento casi tumba un camión. La gente se le acercaba y le decía que no salga, que se quede a esperar a que pase el temporal. “¿Que no me voy a acercar? Le pegué una encarada a Sierra Grande y vi cómo, a las nueve de la mañana, se enfrentaban el sol y la luna y yo caminando en el medio, con ráfagas de más de ochenta kilómetros por hora. Hay que pisar fuerte ahí, porque el Innombrable no perdona”, advierte.

Los últimos dos días puso el cuerpo en piloto automático. De otro modo, Metatalón no se explica cómo atravesó los casi noventa kilómetros finales en cuarenta y ocho horas, movido únicamente por la inercia de la promesa, el peso de una palabra que lo ponía de cabeza contra el viento y lo empujaba hasta la costa. Cuenta que ya se quería volver porque extrañaba a su hija. No sabe explicar bien cómo hizo ese último trayecto, con qué fuerza. Dice únicamente que fue una “animalada”, que tuvo que apagar la consciencia, eso que lo hace humano y caminar, caminar y caminar.

El jueves diez de agosto dio los últimos pasos, acomodó la carretilla al lado del Monumento a los Veteranos y Caídos en Malvinas, muy cerca del agua helada del sur argentino y alzó la vista. Las ballenas estaban lejos, eran apenas dos o tres puntos móviles sobre la línea del horizonte. Metatalón las miró un rato. Descansó ahí. Al día siguiente les dio la espalda y empezó a volver. Hizo en camiones lo que antes había hecho a pie. La sensación fue la de estar rebobinando una película: escenas ya conocidas que pasan rápido, en reversa, apenas atadas tenuemente por algún sentido fragmentario, lejano. Lo que habían sido subidas, ahora eran bajadas. Durmió bastante. Llegó a su pueblo, estacionó la carretilla en el patio y le sacó una foto con su hija al lado.