La edición 2022 de Gran Hermano llegó a su fin con la consagración del salteño Marcos Ginocchio como el gran ganador del certamen conducido por Santiago del Moro en Telefe. Desde su inicio, en octubre pasado, constituyó un fenómeno exitoso a niveles de audiencia televisiva y como contenido multiplataforma. Lo que ocurría en la casa y en las galas de cada semana se viralizó y fue tendencia en todas las redes sociales. No casualmente la última velada logró rompió récords de audiencia: 30,9 puntos de rating; 400 mil usuarios conectados a las transmisiones por YouTube y Twitch; y más de 8 millones de personas que votaron para elegir a su favorito.
En un mundo donde la TV tiene cada vez menos adeptos y los consumos tradicionales parecen distanciarse de las generaciones de nativos digitales, GH supo acaparar con creces la atención de un público diverso y heterogéneo. Este programa, en pleno siglo de la segmentación, volvió a reunir a las familias argentinas alrededor de la TV en el living de las casas e instaló temas de conversación comunes entre diferentes generaciones y universos. Logró la convivencia y el equilibrio entre los códigos más tradicionales de los medios y el lenguaje digital, al mismo tiempo que aprovechó la potencia y llegada de las plataformas de streaming.
Una gran comunidad de fans intensos y activos se creó por fuera de la casa. Durante los 5 meses de aislamiento, los hermanitos y las hermanitas ganaron millones de admiradores e incrementaron la cantidad de seguidores en sus perfiles de redes sociales. Los números de los tres finalistas son representativos: Ginocchio hoy acumula 1,7 millones de seguidores en Instagram; Nacho castañares 1,1 millones; y a Julieta Poggio la siguen 1,8 millones de personas. Tan penetrante fue el fenómeno GH, que ya se abrió la convocatoria para 2023 y cientos de miles de personas participan del casting compartiendo sus videos en Tik Tok, Instagram, Youtube y Twitter.
Más allá de la obviedad de su trascendencia, lo que ocurrió con la casa “más famosa del país” nos permite hacer un acercamiento al momento social y cultural que vivimos: ¿qué nos dicen las altas cifras de audiencia sobre nosotros mismos, nuestras emociones y deseos? ¿El aumento del consumo de estos programas tiene algo que ver con el clima de “hartazgo” social? Y en relación a los castings para ingresar en la casa: ¿será que la potencialidad de la fama y el poder, que prometen la exposición, funciona como espacio de reconocimiento frente a una crisis de oportunidades sin precedentes? ¿Acaso el modelo de existencia legítima actual tiene más que ver con el “ser visto” que con la experiencia de los cuerpos?
Aristas de un fenómeno masivo y popular
Desde la edición 2001 que GH siempre es tema de conversación obligatorio y también foco de múltiples polémicas. Pasaron más de 20 años pero sigue enganchando a los televidentes y consumidores. Como pasa habitualmente con los fenómenos masivos, desde muchos espacios ha tendido a catalogarse a los reality shows como TV basura, falopa televisiva, chismerío barato, sensacionalismo, frivolidad, entro otras definiciones en el marco de una mirada sobre cierta Decadencia cultural. El éxito de estos programas reside en ventilar la intimidad de las personas, las relaciones sociales crudas, las miserias e infortunios y al mismo tiempo la voracidad por el poder que puede empujar a las persona a hacer cualquier cosa. GH parece ser el armado perfecto para satisfacer cierto “morbo del espionaje” a cielo abierto y las necesidades voyeuristas de los consumidores.
En general ante contenidos tan masivos aparece una mirada infantilizadora de las audiencias, paternalista, como si se tratara de un público sin cultura, arreado por un grupo de corporaciones que definen los gustos. Lo paradójico es que se trata de un fenómeno que acumuló millones de televidentes y seguidores, atravesó a diferentes sectores, incluso con cierto capital intelectual socialmente valorado, profesionales, universitarios, intelectuales. ¿Desde qué posición moral puede juzgarse con tanto atino un fenómeno de masas sin caer en una esencialización de su consumo? La reducción a un simple acto de dominación cultural sin tonalidades resulta impreciso en cualquier tipo análisis sociocultural, e incluso una desinteligencia soci política en un contexto donde resulta urgente acercarse a las audiencias, al cemento, comprender los deseos y aspiraciones, e identificar qué de ese dispositivo comunicacional resulta tan atractivo.
El modelo de la identificación de la gente común
Existe toda una corriente de análisis que entiende que los reality shows, además de espectáculos, funcionan como laboratorios, espejos sociales, donde se conjugan determinadas miradas políticas, éticas y estéticas, modos de actuar sobre representados que se someten a la votación de la ciudadanía. La elección y las galas de eliminación revelan los resultados del sufragio, lo que eligió la mayoría, con cierto grado de verosimilitud. GH se sitúa entonces como un ejercicio democrático confiable y cercano. En este sentido, luego del reciente triunfo de Marcos, un personaje conciliador, del interior, tranquilo, poco polémico, con “buenos valores”, que resguardó su vida privada durante la estadía en la casa, se instaló una posible lectura con matices políticos: la gente, en esta realidad agrietada y convulsionada, enaltece el no conflicto, a la persona “de bien”, quien busca el diálogo y convivencia pacífica.
Complementariamente, otra interpretación posible es la búsqueda constante de emociones y situaciones similares a las que vive cualquier persona, pero en un contexto extraordinario. Como lo definió el creador del formato, el holandés John de Mol en 1999, se trata de abrir las puertas de la pantalla para "la gente común". En medio de una sociedad desigual pero repleta de representaciones e imaginarios sobre la felicidad y el éxito inalcanzables, en la que quienes detentan el poder y forman parte el starsystem viven cada vez más alejados de la calle, las audiencias desean ver algo que se asemeje a sus vidas, la intimidad de los comunes: personas atravesando experiencias, peleas, reproches, engaños, amistades, liderazgos, y aberrantes traiciones.
Como explica Pierre Bourdieu en su texto “Sobre la televisión”: “Nada hay más arduo que reflejar la banalidad de la realidad. Ese es el problema con el que topan los sociólogos: hacer extraordinario lo cotidiano, evocarlo de forma que la gente vea hasta qué punto se sale de lo corriente. La imagen posee la particularidad de producir lo que los críticos literarios llaman el efecto de realidad, puede mostrar y hacer creer lo que muestra. Este poder de evocación es capaz de provocar fenómenos de movilización social. Puede dar vida a ideas o representaciones, así como a grupos… implica siempre una elaboración social de la realidad capaz de provocar la movilización (o desmovilización) social… producir efectos de realidad y efectos en la realidad”.
Consumo liviano en medio de la pesadez de la vida cotidiana
Así como el éxito del primer Gran Hermano en 2001 estuvo fuertemente atravesado por la densidad social de la crisis, la edición 2022 no puede escapar a la compleja situación política y social. Las marcas que dejó la pandemia y el hartazgo social ante una vida cotidiana que se hace cada vez más espinoso se sienten a flor de piel en todos los ámbitos, incluso al momento de elegir los consumos culturales. Las audiencias, sobre todo las más jóvenes, están ferozmente deseosas de entretenimiento, fiesta, recreación, baile, consumos mediáticos y superficialidad. Otros aspectos de este mismo hecho social son el florecimiento de la nocturnidad, y la cantidad de shows y eventos multitudinarios que agotan entradas a pesar de sus altos costos. El mood es hoy y ahora.
En ese marco Gran Hermano encaja como anillo al dedo y funciona como un corredor de escape, aire fresco ante el ahogo social, un poco de música entre tanta agitación. El mood naturalizado en los canales, las instituciones, el Congreso, incluso el espacio público, es la pelea, la agresión, la violencia, el desentendimiento y el desconcierto social. El formato “easy wathcing” de GH relaja, es suave, entretenido y trivial. Permite involucrarse pero poniendo un límite, sin profundidad de análisis, sin una matriz ideológica explicita, sin el ejercicio de la corporalidad o la intelectualidad.
A esto se suma la tragedia que significó el fin de la ficción argentina, que supo colmar las pantallas de éxitos, sobre todo hasta la primera década del siglo XXI. La caída comenzó a partir de 2011 pero se profundizó con la llegada del gobierno de Mauricio Macri, como consecuencia de las políticas de desinversión cultural y el ingreso de ficciones turcas y extranjeras menos costosas. Mientras en 2010 en los grandes canales se estrenaron 1000 horas de ficción, para 2021 había bajado a las 100 horas de aire. Eso también se siente. Ya no hay novelas, tiras diarias o producciones locales en tv abierta que le hablen a los públicos masivos con códigos propios. GH resultó una respuesta a la demanda de entretenimiento argentino y de consumo mediático de las audiencias.
El casting y la promesa de fama en un mundo cada vez más expulsivo
Dos décadas pasaron entre el primer GH y este último. Ambos sucedieron en situaciones socialmente críticas y económica desfavorable para la mayoría de los jóvenes. Y por eso hay un punto que los une: la cantidad de posibles participantes lo entienden también como una forma de salvarse. Es cierto que siempre los reality funcionaron como propulsores de las personas a la fama, como una vidriera de personalidades en la lucha por mostrarse a ver quién llega y permanece. Pero ese efecto se ha acrecentado en la nueva modernidad hipermediada por las redes sociales, donde las pantallas se multiplican así como la posibilidad de ganar dinero por fuera de las opciones que da un mercado laboral cada vez más concentrado y expulsivo. Rige la ilusión del “salvarse”.
Desde el anuncio de la nueva temporada en las redes sociales circulan miles de videos que fueron enviados para el casting desde rincones de todo el país. Lo que llama inmediatamente la atención es que en las presentaciones casi no se hacen alusión a cualidades humanas, habilidades sociales, estudios o incluso experiencias colectivas. El modelo de CV para estas cosas no cuentan. Todos dicen ser influencers o creadores de contenido, resaltan la cantidad de seguidores que acumulan( sobre todo en tik tok) y se definen con calificativos como “auténticos”, “genuinos”, “verdaderos”, “frontales”. Además enuncian las características y aptitudes que funcionarían para engordar el rating, hacer más atractivo el juego y la viralización de los contenidos: diversión, controversias, polémicas, ambición, liderazgo, manipulación, sexo. El individualismo, el narcisimos y la auto referencialidad están marcados en los discursos de todos los participantes. Lo que se percibe es una agresiva lucha por ver quién recibe más miradas.
Byung-Chul Han en su libro “Capitalismo y Pulsión de muerte” explica que en nuestra sociedad del siglo XXI todas las cosas, convertidas ahora en mercancía, tienen que ser expuestas para ‘ser’ en general. “Las cosas solo adquieren valor si son expuestas y vistas. También las personas se comportan como mercancías. Se exhiben, se producen, para elevar su valor expositivo”. De esta manera todo el mundo se pone en primer plano y se exhibe como una marca, un producto. La búsqueda de la gloria, la eternidad o el reconocimiento social ha sido reemplazada por la búsqueda de fama y presencia en las pantallas, no importa a qué precio. “Ser es ser visto”, y las pantallas funcionan como un puente hacia la existencia económica, social y política.