La pandemia ha convertido las terapias intensivas en campos de batalla. Usualmente de cada diez pacientes que ingresan a la unidad de cuidados críticos, ocho o nueve se recuperan. El coronavirus mata a la mitad de las personas que requieren respiración asistida. Las salas están repletas de pacientes intubados, boca abajo, cuya vida depende de una moneda en el aire. Incluso a los intensivistas más experimentados les cuesta lidiar con esa situación. Arnaldo Dubin es jefe de Terapia Intensiva del Hospital Otamendi y lleva 40 años atendiendo a pacientes críticos.
- ¿Algunas vez habías visto algo así?, le preguntó El Destape.
- Jamás me imaginé una cosa así.
El agotamiento es natural, a causa del estrés, las jornadas eternas, las semanas sin francos, el esfuerzo físico que requieren los pacientes con respirador, las condiciones muchas veces precarias de trabajo, los compañeros que se contagian, los que quedan aislados y los que eventualmente fallecen. La indiferencia ante ese sacrificio de una parte de la sociedad, de muchos medios y de dirigentes políticos también hace mella en el ánimo, al igual que la cercanía permanente con la muerte en soledad de los que no llegan a salvarse.
El cansancio lleva a los trabajadores de la salud a cometer errores: los procedimientos de rutina comienzan a fallar, las manos más hábiles cometen deslices, el criterio se nubla, el pulso falla. Varios especialistas consultados para esta nota coincidieron que esa puede ser una de las (muchas) causas en la suba de letalidad que se registró en el país durante las últimas semanas, en coincidencia con brotes en muchas provincias que recargaron la exigencia en las salas de terapia intensiva. “Estoy convencido de que la calidad de atención es peor a medida que pasa el tiempo”, asegura Dubin.
El riesgo también recae sobre ellos mismos: un trabajador de la salud que atiende a pacientes Covid llega a ponerse y sacarse el atuendo de protección hasta veinte veces en un solo día. Es un proceso complejo y protocolizado para disminuir los riesgos. Un error al colocarlo expone a un ambiente con alta carga viral; un desliz a la hora de quitarlo significa un contacto seguro con superficies que, se descuenta, están contaminadas. Es el momento de mayor peligro en la vida de quienes se exponen a la enfermedad y la muerte de manera cotidiana desde hace más de seis meses.
El equipo de protección para procedimientos con aerosolización (es decir, en ambientes donde el virus está flotando en el aire, como las terapias intensivas) consiste en un camisolín que llega desde el cuello hasta los tobillos, una cofia que resguarda el cabello, guantes, una mascarilla N95 sobre la boca y la nariz, un barbijo encima de la mascarilla, antiparras en los ojos y una máscara de acrílico para completar la protección del rostro. Eso, en el mejor de los casos. La escasez afecta incluso a los establecimientos más preparados.
El trámite más delicado es cuando tienen que sacarse la protección. Allí, el menor descuido significa quedar expuesto: primero, deben quitarse los guantes y lavarse las manos con alcohol en gel. Luego, desabrocharse el camisolín y llevando las manos hacia la espalda tomarlo del lado interno y enrollarlo con la parte expuesta hacia adentro, antes de pasarlo sobre la cabeza y quitase las mangas. Otro lavado de manos antes de sacarse la escafandra y la cofia. Un lavado de manos más y es el momento de quitar el barbijo. Último lavado de manos antes de colocar uno nuevo. Así, hasta veinte veces por día.
“Es insostenible este ritmo de trabajo”, agrega el intensivista. Largos meses de sobrecarga, de cansancio físico y desgaste emocional pasan factura. Las manos siempre resultan escasas: en todo momento hay médicos y enfermeros ausentes, por enfermedad o aislamiento preventivo. Otros fallecieron. Los problemas psicológicos son habituales entre los profesionales de la salud. En algunas instituciones se realizan medidas de apoyo, pero la realidad es que, en el medio de la pandemia, los que podrían necesitarlas no tienen tiempo para asistir. Están ocupados salvando vidas.